Dexter o El tiempo de los asesinos
Por Andrés Téllez Parra | 28 de junio de 2016
En Cazadores de humanos, el antropólogo Elliott Leyton sostiene que, lejos de ser locos o anomalías, los asesinos múltiples son «la principal encarnación de ciertos aspectos deformadores de su civilización», civilización que desde hace casi un siglo y medio –con el caso de Jack el Destripador, que se volvió espectacular no tanto por los asesinatos cometidos, sino por la relación epistolar que se entabló con los periódicos ingleses– ha mostrado terror y fascinación por estos asesinos, quienes han sido glorificados y mitificados por la literatura, el cine y la televisión.
De acuerdo con Leyton, en la era preindustrial, los asesinos múltiples eran aristócratas y sus víctimas eran siervos y campesinos; en la era industrial, burgueses que atacaban principalmente a niños, indigentes y empleadas domésticas. La época moderna vio el surgimiento de un nuevo tipo de asesino: hombres entre la clase trabajadora y la clase media quienes asesinan a prostitutas y gente de clases distintas, como mujeres universitarias. «En todos los casos, parecen justificar su conducta y extraer sus ideas de una cultura deshumanizante que glorifica y legitima la violencia como una respuesta adecuada –e incluso «varonil»– a decepciones que forman parte de una vida normal».
La serie Dexter (James Manos Jr., 2006-13) –cuya primera temporada está basada en la novela El oscuro pasajero (2004), de Jeff Lindsay– nos introduce en la mente de un asesino múltiple, Dexter Morgan (Michael C. Hall): una mezcla entre Jeffrey Dhamer, “El caníbal de Milwaukee”, y Edmund Kemper, “El asesino de colegialas”, quien afirmaba ser una suerte de vengador heroico por asesinar una “muestra” de la clase social que lo había excluido. La peculiaridad y el encanto de Dexter es que representa la fantasía de domesticar los impulsos de un asesino mediante un código de conducta que termina por ser un código de justicia más cercano a la Ley del Talión: sólo puede matar a quienes merezcan ser asesinados; Dexter es pues un asesino que se dedica a matar a asesinos, un apéndice de la máquina de impartición de justicia.
Inclusive si su procedimiento está fuera de la ley, el resultado es corregir los errores de un sistema de justicia penal. Y quizás en este aspecto se muestre con mayor claridad lo que se podría considerar, como quiere Leyton, el subtexto político de un asesino múltiple con estas características: no se trata tanto de consolidar la fantasía de un asesino funcional que mata a quienes han quedado fuera del brazo de la ley; de hecho, Dexter es simplemente un carnicero, incapaz de sentir empatía por su víctima o por las víctimas de su presa: seguir el código sólo es un medio para evitar ser atrapado por la propia policía y una manera de liberar su necesidad de sangre de manera útil a la sociedad (tal como una persona con un gran amor por las armas y una oscura necesidad de ver cuerpos reventados por las balas podría decidir enrolarse en el ejército y, bajo una idea de “servicio a la patria”, matar impune y justificadamente a su prójimo, el enemigo del “mundo libre”). El subtexto político de la serie acaso refleje el sentir de muchas personas: que el sistema de justicia penal es laxo, que permite que los asesinos salgan impunes o que, en el mejor de los casos, no castiga con suficiente fuerza a los máximos transgresores de la ley, los asesinos.
Así, con cada asesinato de Dexter, con cada presa que pasa a su plancha, lo que presenciamos, de hecho, es la ejecución de la pena de muerte, una forma de justicia arcana: ojo por ojo, diente por diente, vida por vida. Si, en efecto, los asesinos múltiples son la principal encarnación de ciertos aspectos deformadores de la civilización que los creó, el personaje de ficción Dexter encarna a la perfección una noción de justicia que comparten, abierta o veladamente, muchas personas y particularmente de un país –que representa el modelo de civilización occidental dominante– en cuya mayoría de estados aún se practica la pena capital. La diferencia es que Dexter la ejecuta descarnadamente, sin disfraces humanitarios ni civilizatorios: pasa a los criminales al cuchillo y luego los destaza para regar los restos en el mar.
De ahí quizá la popularidad del personaje: un extraño superhéroe que tangencialmente trabaja por la justicia, pues en realidad sólo lo mueve la sed de sangre; un vengador anónimo que se atreve a ejecutar uno de nuestros más inconfesables deseos, una noción de justicia y de castigo no tan soterrada ni tan lejana en el tiempo.
Andrés Téllez Parra es escritor y profesor de Sociología del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
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