Vida de melodrama

Vida de melodrama

Por | 14 de junio de 2016

Si la comedia es lo que más está viendo el público mexicano, ¿dónde y cómo quedan las otras propuestas? Aparentemente en un limbo olvidadas. Las cintas más ambiciosas apenas tienen espectadores. Y por ahí una que otra rompe el molde. Por una parte abundan películas definibles como inertes. Pocas emociones, planteamiento de situaciones un tanto difíciles, temáticas que apuestan por una estética hacia el anti-dramatismo. Casi concebidas en frío. Es este el estilo que han perfeccionado directores de cierta ambición como Michel Franco, Amat Escalante y Carlos Reygadas. Lista a la que muy bien puede sumarse al ganador del Ariel de este año, David Pablos.

Este cine inerte ha tenido éxito porque maneja con solvencia un distanciamiento visual que va contra la dramaturgia convencional. El tono distante crea filmes más contundentes para una cartelera donde abundan títulos con efectos especiales. Ese regreso al naturalismo, la trama directa y sencilla y las actuaciones casi no profesionales parecen una bocanada de oxígeno o un trago de agua fresca.

Hay otra vertiente, sin embargo, que parecería funcionar. Al menos a nivel de producción porque en taquilla no. Se trata del melodrama familiar, ya no derivado del viejo cine mexicano de los 1930, sino de su versión más barata: la telenovela. Y se cree que bajándole un poco al tono lacrimógeno; que condensando el tema a la duración convencional de un largometraje no mayor a dos horas -contra cincuenta o cien capítulos televisivos-, con la austeridad de esto basta y sobra para hacer un film emocionalmente intenso. Qué mentira.

Rumbos paralelos (Rafael Montero, 2016) es justo la cinta que faltaba en el mes de las madres. Una historia que se parece muchísimo a De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, Hirokazu Koreeda, 2012). En éste, la historia de ese insólito error de intercambiar bebés en un hospital, se convirtió en un contenido film sin ningún tipo de sentimentalismo que mostró las dificultades emocionales en crudo de la paternidad y lo que significa realmente ir más allá de la biología. Este tema devastador, en la versión mexicana queda en desatado melodrama familiar infestado de lugares comunes que se concentra más en la confusión y la probable amistad entre dos madres. Nunca explora la tragedia implícita, ni las emociones del alma materna, ni la fragmentación sentimental ante la evidencia de un cariño y también ante la ausencia del mismo. En efecto, estamos ante las vidas paralelas de una temática que por un lado crea una auténtica obra cinematográfica y por otro un insípido producto para el 10 de mayo.

El argumento cuenta cómo Gaby (Ludwika Paleta sin expresar más emoción que desconcierto) y Silvia (Iliana Fox, una buena actriz aún en busca de una buena película) se enteran por una circunstancia fortuita que en el hospital les intercambiaron los hijos el día que nacieron. El hijo de Silvia, Diego (Santiago Torres) está gravemente enfermo. Para poder recuperar la salud su madre biológica debe cederle un riñón. El problema es que Gaby ante el shock inicial no le queda de otra que medio sentir una mínima empatía por ese hijo biológico y tratar de defender su vida con Fer (Julián Fidalgo), el hijo que ha criado. Que para ella es el único.

Y para Silvia, ese vital Fer como que se vuelve una especie de botín. Lentamente se olvida de Diego, como si no lo hubiera criado, y se concentra en querer recuperar a Fer, como lo demuestra la larga e inútil secuencia legaloide que, lo único que logra, es enredar más la trama puesto que ya se había establecido que ambos niños, nomás de verse, se volvieron cuatísimos. Al igual que las mamás.

En cuanto sucede el desplazamiento, de la tragedia de los hijos intercambiados al pleito por la posesión del niño sano, la película se concentra en una serie de secuencias insustanciales, siempre dirigidas de forma inepta y esquemática que apenas ilustran el cuadrado guión de Sharon Kleinberg. Secuencias, pues, que hablan más de una simpatía mutua entre madres e hijos y nada más; de un pleito sin interés y de una solución al viejísimo estilo deus ex machina (el padre biológico de Diego accede al trasplante, después de una serie de situaciones confusas, puesto que Gaby no parecía madre soltera ya que el maestro de teatro se comporta como el padre de Fer; en fin, que la confusión está de origen y se explica superficialmente). Se llega así al happy end de la armonía artificial entre familias dispares. Y tan tán.

Desplazarse de la lograda intensidad emocional vista en el original film japonés, al convencionalismo de este melodrama, implica sustituir la esencia de lo que intenta relatar (lo descorazonador de esa inconcebible crisis por haber criado un hijo ajeno; lo traumático que sería descubrirlo de golpe y porrazo), para reducir todo el conflicto a un vulgar enfrentamiento por un hijo que se codicia sólo porque está sano.

Es así que este melodrama, con estilo 1960, no se sostiene por ningún lado, sobre todo ante la ausencia de inventiva visual y el uso ultra convencional de cámara y montaje. Quiso explorar un hecho trágico y se quedó en un teledrama apenas menos exagerado que La rosa de Guadalupe.


José Felipe Coria es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como Reforma, Revista de la Universidad, El País y El Financiero.