¿Qué vemos cuando miramos al cielo?

¿Qué vemos cuando miramos al cielo?

Por | 24 de febrero de 2022

¿Qué vemos cuando vemos ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?? El director georgiano Alexandre Koberidze lanza esta extraña e original película romántica sobre dos jóvenes, un futbolista y una doctora, que después de un par de encuentros fortuitos, despiertan, a causa de una infundada maldición, habitando cuerpos distintos a los suyos. A partir de este momento mágico, ambos se instalan en un pequeño café donde quedaron de verse la noche antes del embrujo. Sin reconocerse, trabajan juntos en el encantador local, sin saber que el amor de sus vidas está a unos cuantos metros, portando una máscara que imposibilita el encuentro. A pesar de lo original de la trama, y de que en efecto goza de momentos maravillosos, ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? (Ras vkhedavt, rodesac cas vukurebt?, 2021) se gesta desde un terrible malentendido entre la intención y la intuición, que desemboca en el mirar errático de un director que no pudo habitar la contradicción del artificio cinematográfico en su supuesto deseo originario por lo “real”.

Koberidze (Tbilisi,1984), comenta en el Q&A de MUBI, y en posteriores entrevistas, que se inspiró, «no literalmente, pero sí en esencia», en la tradición del cine silente. Su meta, como parece comentar, aunque enseguida admite que es imposible, es hacer un cine que nos regrese al génesis de la experiencia cinematográfica: el terror de La llegada del tren (L’arrivée d’un train en gare de La Ciotat, Auguste y Louis Lumière, 1895). Su intención por emular la tradición de cine silente es evidente en el estilo o lenguaje que utiliza, por ejemplo, planos, en su mayoría fijos, sin mucho movimiento y nulo artificio, con algunos pequeños zooms, lo que en su conjunto salta a la vista por ser un estilo, anticuado y mínimo, como lo fue el primer cine. Es evidente, desde el lenguaje que utiliza, y la depuración del artificio, que busca manufacturar una imagen que nos acerque más a un registro puro de lo “real”. Aunado a esto, como explica también en la entrevista, utiliza la voz en off como recurso narrativo directo y explícito, con el objetivo, mismo que caracterizaba a Robert Bresson, de liberar a la película lo más pronto posible de sus exigencias narrativas, para que lo que es propiamente cinemático se manifieste con amplio espacio para respirar. De esta forma, a través del narrador se revela el encuentro, la posterior maldición, y muchos de los puntos de inflexión dramáticos.

Todo esto sonaría de lo más interesante si no fuera porque lo que dice Koberidze no coincide con la obra final, inmanente, ya no suya. La discrepancia sucede cuando el director se ve cegado por el ejercicio desmedido de sus convicciones y termina por descubrir su obra como el resultado de intuiciones indiferentes a sus intenciones ideales. En los momentos finales de una de sus secuencias, disfrutamos del respiro que una bella imagen del afluir del río nos ofrece, sin embargo, Koberdize parece no soportar la existencia desnuda y silente de esa imagen. Termina por traicionarse al introducir por enésima vez al narrador, esta vez en carácter de noticiero para brindarnos un dato demoloder sobre el ecocidio actual de nuestro planeta, información  que, a pesar de su incuestionable y obvia relevancia, termina por ensuciar el momento cinematográfico. Este ejemplo es el más claro y distinto sobre la pregunta por el deber ser del cine, cuestión en la que Koberdize fracasa y en la que posteriormente profundizaremos. Koberidze mismo confiesa que los planes originales de su película empezaron a cambiar cuando fue a visitar, después de más de una década en el extranjero: las locaciones, que por su belleza se multiplicaron, y por consiguiente, también la cantidad de personajes y subtramas, que finalmente culminaron en la hiperfagia de toda una ciudad. Como espectador es díficil asimilar tantas películas en una: por un lado está el romance brujo, por otro una exploración folklórica del fútbol, luego una cinta dentro de otra, donde hace un cine sobre el cine y finalmente, en la sobremesa, el retrato sinfónico de Kutaisi. Esto claramente terminó por jugar en su contra como se aprecia en la constante intervención de la voz en off, que siempre viene al rescate de las constantes líneas narrativas que al cerrarse se bifurcan en una mitosis llevada a la hipérbole, donde inclusive, los perros callejeros tienen su propia línea narrativa. Más que liberar al cine de sus ataduras narrativas, la voz en off se encomienda, como suele suceder, como el siervo antonomásico del tipo de cine que se postra bajo la sombra de la novela y no a la luz del documento vivo, como en principio pretendia Koberidze.

Por otro lado, la forma también fracasa dado que no termina por ser nada en concreto, tanto desde lo conceptual como desde lo emotivo. Lo conceptual falla al confundir tipos de cine silente: por un lado pretende emular a los Lumière, y por otro parece que es más bien Méliès quien le habla. El artilugio narrativo de la maldición y los constantes giros de tuerca acurrucados con una atmósfera de cuento de hadas no terminan de compaginar con el estricto lenguaje de cámara. Por algo los Lumière y Méliès, representan, cada uno, una corriente distinta de la historia del cine. El lenguaje pretende una realidad descodificada, presente, al estilo Lumière, y sin embargo presenta una realidad de lo menos real, llena de lo inverosímil, donde al final es la misma “magia” del cine la que rompe la maldición, ¡puff! El espectador no logra salir de esta confusión creada por tratar la magia desde el registro y la realidad desde la magia. Cuando el encuentro con lo real se entorpece con lo inverosímil y la magia, al habitar un espacio que por definición estilística la excluye, la película se muestra estática. Esto hace que durante grandes lapsos nos encontramos con un campo estéril de emoción. La castidad de la cinta se refuerza con diálogos meramente informativos, entrecortados con momentos de realidad cotidiana que pierden su viva autenticidad al ser silenciadas con una embarazosa melodía que más que alimentar la emoción, la castra convirtiéndola en una postal turística hecha de sonrisas y risas que duran lo que un ocaso a un lado de un río en Georgia… en verano… comiendo helado.

Después de esta breve autopsia de la película es importante señalar que no es tarea fácil habitar la contradicción de querer alcanzar un realismo desde el artificio, más aún, en un mundo cruelmente empalado por la artimaña de lo virtual. Pocos directores han continuado, de forma exitosa, con la antigua encomienda de los Lumière. Para ello tuvieron que resistirse al empuje oceánico y económico de lo “mágico”, iniciado por Méliès. Si aceptamos la metáfora del cine como una ventana hacia la vida, el cine de la magia, como quimera, nos hace creer que no hay ventana, es decir, que la realidad filmada no está delimitada por un marco, y que mucho menos, venga distorcionada por el vidrio de la óptica, que aunque sea transparente existe. Es a partir de ese consenso que somos raptados por una ilusión que se desvía de lo real, y más bien, nos protege de ella. Para entender mejor esta señalada contradicción les comparto la siguiente cita de André Bazin:

Pero el realismo en el arte no puede proceder evidentemente más que del artificio. Toda estética escoge forzosamente entre lo que merece ser salvado, como lo hace el cine al crear la ilusión de la realidad. Esta elección constituye su contradicción fundamental, a la vez inaceptable y necesaria. Necesaria porque el arte no existe sin esta elección.[1]

Es decir, cuando está autocontenida la ventana, el dispositivo se devela, se señala la presencia la cámara, del encuadre, y partimos entonces desde la verdad y no el engaño, pues sólo desde ahí empezará a acontecer lo real. ¿Qué vemos cuando vemos la llegada del tren? El sutil emplazamiento de cámara que nos sitúa en su camino. Ahí están su artificio y su magnífica contradicción. En resumen, no es la falta de artificio, sino el artificio desenmascarado lo que posibilita lo real. En esto falló Koberidze, puesto que por un lado quiso eliminar el artificio, y por otro desenfundó todos los artificios a su disposición, provocando una clara y fatal confusión, misma que le precede y le trasciende, ya que en el corazón de ese conflicto se encuentra la trágica bastardez del cine: todavía no sabe, en su tierna adolescencia, quién es su verdadero padre, si éste o aquél.


Christopher Valender estudia cine en la Escuela Superior de Cine y forma parte de la redacción de Icónica.


[1] André Bazin, “Estetismo, realismo y realidad”, ¿Qué es el cine?, Ediciones Rialp, Madrid, 2017, p. 298.