Fauna o La imaginación fugitiva
Por Miguel Ángel Reyes | 2 de abril de 2021
Sección: Crítica
Una cámara en close-up nos permite ver dos rostros distintos. Al principio, uno supone que se trata de un documental de modalidad participativa, pues el director, Nicolás Pereda, interroga a ambos varones quienes resultan ser hermanos. Al grande le dicen Goliat y cuando a Nico, el chico, le preguntan por qué, responde que así le pusieron sus amigos porque mató a su novia. A Nico no le consta la verdad de esta afirmación, y el grande, Óscar, reitera su inocencia y se muestra incrédulo ante las sospechas infundadas en el pueblo y su familia. Pereda (ciudad de México, 1982) interroga a otros niños cercanos a Óscar y obtiene respuestas similares: Goliat mató a su novia. Hay un corte y, a continuación, los créditos iniciales son acompañados por una imagen fuertemente contrastante con la anterior: la toma es abierta, una persona camina con dificultades hacia la cámara, las formas del espacio están distorsionadas por el lente, que hace todo borroso, ilegible.
La película se llama Verano de Goliat (2010) y estas primeras escenas me interesan porque logran caracterizar el trabajo realizado por el director desde hace más de una década: un cine experimental y de contrastes, en el cual la linealidad narrativa pierde importancia ante los diferentes dispositivos de distanciamiento cuyo propósito es afirmar que eso visto en pantalla es un montaje, un artificio. De ahí, por ejemplo, el deseo por disolver de forma desconcertante la barrera entre documental y ficción en Verano de Goliat, o de explorar con particular ahínco la puesta en escena y los efectos de iluminación en Todo, en fin, el silencio lo ocupaba (2010). Los procesos, y no tanto el producto fílmico, son lo que le interesa trabajar a Pereda: un cine que no concluye con la imagen final y que, más bien, deja abierta la posibilidad de seguir articulando y enriqueciendo dicho proyecto, haciendo reverberar distintos sentidos.
En una primera instancia, podríamos decir que Fauna (2020), su más reciente largometraje, no se aleja de estas preocupaciones estéticas. En ella seguimos a Luisa (Luisa Pardo) y Paco (Francisco Barreiro), una pareja de actores que se dirige al pueblo minero donde viven los padres de la primera. Un paisaje semidesértico transita por la ventana. La población a la que llegan, después de un viaje infructuoso, posee calles de terracería, casas que lucen como construcciones improvisadas. Gabino (Gabino Rodríguez), uno de los rostros inconfundibles de la filmografía de Pereda y que en esta ocasión interpreta al hermano de Luisa, también llegará en su coche para sumarse a la visita. Con su porte característico y su actuación contenida, le revela a su hermana no haber visto a sus padres en los últimos tres años. Los señores (Teresa Sánchez y José Rodríguez López) no tardan en aparecer y, tras las presentaciones de rigor y momentos de incomodidad y confusión, Paco se vuelve el foco de atención: su papel en la serie de Narcos (Carlo Bernard, Chris Brancato y Doug Miro, 2015 a la fecha), es lo que más le interesa a los ancianos.
Esto último, en apariencia trivial, se vuelve un detonante de la trama, ya que permite esbozar dos de los elementos fundamentales de la película: la puesta en escena y la representación. De hecho, uno de los momentos más divertidos, vinculado a lo anterior, sucede minutos después de que los padres conozcan a Paco. Al terminar de comer, él, Gabino y su padre van a un bar. Mientras toman una cerveza, el padre le exige a Paco que actúe. «A ver, hazle», le dice. «Hazte una escena». Incómodo, Paco reconoce que en esa temporada de Narcos su personaje no tuvo diálogos. Sin embargo, es tanta la insistencia del padre y de Gabino que termina por acceder e interpreta, primero en silencio, y después viéndose obligado a inventar unos diálogos y caminar de forma altiva y desafiante, al narcotraficante. La cámara, hasta el momento fija, sigue sus movimientos, permitiéndonos ver a los otros clientes del bar: unos militares, un señor acodado en la barra y una mesera atenta al desplazamiento del actor. Cuando Paco finaliza la escena y vuelve a sentarse para contemplar su cerveza en silencio, el padre, emocionado, de nuevo le exige: «A ver, otra vez».
Me detengo en este fragmento porque expone algunas de las problemáticas planteadas por el largometraje y que el mismo director recalcó en una entrevista: ¿cuál es la responsabilidad de los actores al darle vida en la pantalla a estos individuos irascibles y de moral cuestionable?, ¿acaso existe la posibilidad de narrar la violencia sin caer en la caricaturización de la misma realizada por series como Narcos? Pereda y compañía optan por la ironía y el deadpan, sellos característicos de su obra y que nos permiten tomar distancia de aquello que aparece en pantalla. Aquí no veremos a un Diego Luna cautivando y entusiasmado al público en su papel de un capo galán, cruel e inteligente, sino a un Francisco Barreiro reacio a representar al criminal y, con ello, darle satisfacción a sus espectadores. Sin el artificio del vestuario y la ambientación ostentosa de Narcos, la escena de Paco revela lo inverosímil y lo errónea que puede ser semejante tipo de representación. La ficción es peligrosa, parece decirnos Pereda, sobre todo aquella que manipula y minimiza un aspecto tan doloroso como el de la violencia que ha asolado a México desde hace varios años.
Si Fauna versa, fundamentalmente, sobre el mismo cine y las infinitas posibilidades de sus elementos –el sonido, la imagen y, sobre todo, la actuación–, también podemos decir que es el itinerario de una búsqueda por incorporar y trabajar con otros materiales narrativos; un itinerario que ya había comenzado a tomar forma en los trabajos anteriores del cineasta y que alcanzaba particular fuerza en Mi piel, luminosa (2019), cortometraje codirigido con Gabino Rodríguez (Durango, 1983) y cuyo soporte es un cuento del escritor mexicano Mario Bellatin. Este ejercicio intertextual y metaficcional se hace visible en la segunda parte de Fauna, en la cual la historia del libro leído por Gabino pasa a ocupar el primer plano visual y narrativo. Al principio, su voz en off va marcando las acciones de ese individuo de la historia (interpretado por él mismo) que llega a un pueblo y se instala en un hotel. El encuentro accidental con Flora (interpretada por Luisa Pardo) y luego con Fauna (de nuevo Pardo), lo desviarán de su objetivo principal: encontrar a un tal Rosendo Mendieta quien, aparentemente, ha sido desaparecido por un grupo criminal. Lejos de seguir al pie de la letra la novela de Mario Levrero (de la cual la película toma el nombre en una suerte de homenaje), Pereda la utiliza como un pretexto para jugar e inventar sobre la marcha. Esto no es raro, y tal vez algunos de los mejores trabajos de alguien como Jean-Luc Godard –pienso en Pierrot, el loco (Pierrot, le fou, 1965) o Week-end (1967)– se valieron de un proceso similar: hallar en materiales literarios motivos para accionar la imaginación fílmica.
En el caso de Fauna, es posible advertir la inclinación por mostrar no sólo la línea porosa entre realidad y ficción –actores interpretándose a sí mismos, narrativas de la violencia que le dan forma al imaginario colectivo–, sino también entre cine y literatura, subrayando los vasos comunicantes que nutren a ambas disciplinas. Mientras la primera mitad de la película presenta con humor las tensiones familiares así como las dificultades y goces en torno a la actuación, la segunda gira en torno al poder de la ficción y su capacidad para darle forma a las experiencias. La última escena, en este sentido, resulta bastante sugerente. En ella vemos a los personajes de la novela en un viaje hacia ninguna parte, mientras las voces en off de Gabino y Luisa siguen articulando esa historia que ya no se sabe si proviene del libro o si ellos mismos concibieron. «¿Te puedo decir algo?», le pregunta Gabino a su hermana en un cuadro en el que ficción fílmica y metaficción literaria coinciden. No escuchamos sus palabras, y tal vez en ese gesto final esté contenida una de las ambiciones de la película: que nosotros también inventemos e imaginemos esa posible respuesta.
Divertida e irreverente, defensora de la ambigüedad y la experimentación constante, Fauna es un claro ejemplo de que no son necesarios recursos económicos desmesurados o producciones de largo aliento para dar muestras de ingenio narrativo. «En un contexto de ficción no somos responsables de lo que producimos como acción, sino como representación», escribe Gabino Rodríguez en un texto en el que reflexiona sobre la actuación.[1] Saturados como estamos de series y películas cuyo único propósito es enaltecer la cultura del narcotráfico y minimizar su impacto en la sociedad, es valioso encontrar en Pereda a alguien quien, en concordancia con lo planteado por su actor principal, aún piensa que las representaciones de la vida nunca son inocentes y que el cine, en una de sus múltiples vertientes, debe problematizar con la ilusión de realidad que lo sostiene.
Miguel Ángel Reyes estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Obtuvo menciones honoríficas en el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2019 y en el X Concurso de Crítica Cinematográfica “Fósforo” Alfonso Reyes, categoría “Ex alumnos y público en general”, en el marco de FICUNAM 2020. Ha colaborado en medios como Tierra Adentro y Bitácora de vuelos.
[1] Gabino Rodríguez, Estamos hechos para el sueño, no tenemos órganos adecuados para la vida. (Apuntes sobre la actuación en el cine para jóvenes poetas), Cinema 23, México, 2018, p. 9.