Blanco en blanco

Blanco en blanco

Por | 3 de abril de 2020

Sección: Crítica

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Blanco en blanco (Théo Court, 2019) comienza con una preocupación por la luz: a principios del siglo pasado, en Tierra de Fuego, Pedro (Alfredo Castro), fotógrafo comisionado por un terrateniente para retratar a su futura esposa, examina la habitación donde llevará a cabo su tarea e, insatisfecho con la penumbra, recorre las cortinas y coloca la cámara frente al sitio mejor iluminado. La prometida, una niña, sigue sus minuciosas instrucciones hasta lograr la posición adecuada. La atención a los pequeños detalles, que Pedro trabaja poco a poco hasta determinar el gesto perfecto, desenvuelve una relación entre el retratista y su objeto donde el poder es indistinguible de la obsesión y la búsqueda de belleza. La ambigüedad nace ahí donde la voluntad de capturar una imagen se antepone a dar un sentido a su contexto: nada se explica todavía, prevalece el deseo de Pedro de crear una fotografía que sea algo más que la simple presencia de lo real. Su afán es convertir la luz natural que entra por la ventana en una manifestación espiritual del deseo. La película, al mostrar esto, hace un retrato inverso: no de la fotografía sino de sus circunstancias. Con ello opera una reflexión sobre la naturaleza de la imagen misma, que ya no es nada más el instante inmóvil y eterno que se independiza de su temporalidad, pero tampoco es un encuadre que contiene, resume y depura el mundo capturado. La imagen es la ambigüedad de una atmósfera en la que el deseo se pierde en sí mismo y en los laberintos que recorre.

La insistencia en los paisajes blancos de nieve, donde la soledad aísla a la pequeña comunidad de trabajadores de la hacienda en situaciones domésticas sofocantes, herméticas, añade una pátina ominosa a la presencia constante de la naturaleza, cuyo espacio es más desolación que armonía o aventura. Hay algo esquivo y amenazante que sobrevuela cada encuadre y que nunca se trata directamente. El señor Porter, la encarnación suprema del poder y la autoridad, es una presencia invisible que sólo se hace presente en las palabras de sus emisarios y sirvientes. Su inaccesibilidad desplaza el eje de lo real: Pedro recorre un mundo de fantasmas como viajero en territorio extraño. Su tarea, que también consiste en fotografiar a los trabajadores, transfiere el enrarecimiento del ambiente al acto de fotografiar, a escenas que desdoblan el acto de tomar una fotografía en la oposición de un campo y un contracampo, cuya reflexividad ambivalente no se decanta por la reconciliación ni por la crítica.

La ambigüedad del mundo, que es el punto de partida desde donde Pedro ordena sus retratos, al transferirse al interior de éstos, coloca ambas realidades en un mismo plano, de manera que la fotografía intensifica el enrarecimiento del mundo sin negarlo, cuestionarlo o delimitarlo. En la obsesión de Pedro con la futura esposa del señor Porter es donde mejor se refleja la ambigüedad con la que se asume la violencia del mundo en la intensificación fotográfica. La fotogenia de la niña esposa empuja a Pedro a realizarle un segundo retrato, esta vez a escondidas. Ahora su deseo asume una libertad ajena a los constreñimientos sociales y produce una postura lánguida, algo bucólica y de erotismo incipiente, que Pedro persigue ejerciendo un dominio total sobre el rostro, el cuerpo y el vestido de la niña, cuya dejadez y confianza remarcan la depredación del deseo ajeno sobre ella a la vez que descubren su vulnerabilidad y revelan la inocencia que Pedro quiere capturar en ella. La minucia de las órdenes de Pedro y la atención que dedica a cada gesto rezuman una despreocupación completa por la perversidad del acto y acentúan la naturaleza clínica y obsesiva con la que el fotógrafo busca la belleza. Pesa más la fuerza del deseo de Pedro que la triste realidad de la niña. La voluntad de conseguir orden y armonía en la fotografía se manifiesta en esta escena como una violencia sutil, casi metafísica, que nace y se ejecuta no en actos desbordantes sino en un ambiente enrarecido donde el deseo de la belleza está completamente enajenado de la preocupación moral del mundo. Esta belleza, al conservarse en la fotografía, constituye una certeza mayor que la ambigüedad o perversidad del mundo donde se produjo. La belleza es un resto, un exceso trascendente que comparte las perversiones de sus circunstancias pero que permite dejar un remanente, una huella, de éstas.

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El poder eventualmente rompe la desidiosa ambigüedad. Porter se entera de la segunda sesión de fotos y envía a un par de hombres a golpear a Pedro para dejar claro quién manda, pues su fin no es despedirlo ni asesinarlo: se contenta con someterlo y enviarlo al frente de la batalla, a la frontera donde el territorio de Porter se forja con sangre y muerte. Este límite corresponde al centro secreto organizador del mundo de Porter: el exterminio de los indios selknam, habitantes originales de la región. Una partida de cazadores emprende un viaje al desierto. Pasamos inadvertidamente del paisaje nevado al rigor árido de la tierra roja quemada por el sol. La geografía, que ya era vaga, deviene abrupta y absurda. Se pierde el resto de la mesura que se entreveía en la contención del paisaje nevado. Hay una secuencia onírica que coloca a Pedro en un límite más profundo, entre la lucidez y lo desconocido. No recorre únicamente los bordes de un territorio controlado sino también la demarcación entre lo razonable y el delirio. El preciosismo con el que se compone cada plano de la película desemboca aquí un hermetismo bastante confuso, pues ya no conserva el sentimiento amenazante de lo horrible, y cede a un embellecimiento vacío e insignificante de los páramos del desierto: la naturaleza es más bien indiferente a las perversiones humanas. Mientras que en la hacienda las atmósferas interiores depuraban el sofoco de una posible violencia, y las exteriores afirmaban la voluntad contradictoria y absurda del colonizador al plantar edificios solitarios en inmensos páramos nevados, la presencia sola de la naturaleza no produce más que una contemplación aletargada y ajena a los conflictos centrales de la cinta. Su belleza es decorativa.

Después de un enfrentamiento donde mueren varios indios, Pedro prepara una fotografía de los cazadores exhibiendo el cadáver de sus víctimas. El sol casi se oculta detrás de un promontorio. Quedan pocos minutos de luz. Hay muertos sobre la tierra. Junto a cada cuerpo, un hombre posa con su fusil. Pedro los separa y equilibra su disposición dentro del cuadro, uno por uno, mientras el sol desaparece, con una voluntad análoga a la que acomodó los gestos de la niña esposa. Su manía no reacciona frente al horror del exterminio. Sólo le interesa deshacer el estorbo y la desproporción. Avanza contra el tiempo. Para capturar el instante adecuado debe sobreponerse a la mudanza de la naturaleza y ejercer su artificio con absoluto rigor. Casi antes de que caiga la oscuridad sobre el paisaje, Pedro armoniza finalmente a los asesinos y a sus víctimas en un retrato tranquilo, casi anticlimático, donde la huella del horror cede a la presencia de la fotografía. La pantalla se hace negra.

En la evidente despreocupación moral de la imagen fotográfica por la realidad que registra hay un doble filo. Por un lado se manifiesta una conciencia reflexiva de la relación entre el mundo y el registro donde triunfa la desolación sobre la dialéctica o la crítica. Por otro, se hace partícipe a la imagen cinematográfica del deseo de ordenar el mundo. La imagen es un acto de poder que reafirma los valores establecidos por el mundo donde nace, pero no cierra completamente la puerta a volver a la misma realidad con otros ojos, cuya renovada mirada puede atender el carácter horrible de su naturaleza. La ambigüedad que se había conservado para despertar cierta fascinación en el tono de los paisajes y en las escenas herméticas de los pobladores de la hacienda, es sucedida, en este plano final, por una clara preocupación sobre la relación de la imagen con la historia, la moral y el deseo de belleza. El tono enrarecido y distante de la violencia ya prefiguraba su eventual aparición en una presencia completa. El plano final la proporciona concentrando toda la ambigüedad acumulada.

Blanco en blanco prefiere ver y definir un problema en vez de aventurar su resolución. Antepone la fascinación a la lucidez, aunque con la mesura propia de la contemplación con la que trabaja las situaciones y los paisajes. Una actitud más tajante no podría iluminar los interiores con la blanca luz natural que entra del gélido exterior y producir atmósferas sutiles, amenazantes y solitarias con tanta delicadeza. En esto consiste, quizá, lo más interesante de la cualidad ambiental con la que se tratan las relaciones de poder y las preocupaciones morales de la fotografía: la violencia despierta más dudas y es más alienante ahí donde no hay golpes, disparos o sangre, sino en el cotidiano reconocimiento de que el mundo y su belleza siguen adelante aun cuando se han cometido –o se cometerán– los horrores más impronunciables.


Abraham Villa Figueroa es pasante de la licenciatura en Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Escribe sobre cine en Icónica y otros medios digitales.