Zama: La adaptación imposible

Zama: La adaptación imposible

Por | 3 de febrero de 2022

La queja de los escritores respecto de las adaptaciones cinematográficas que traicionan el “espíritu” de sus libros se ha convertido en un cliché. Hay también quienes argumentan que el cine debería inventar sus propias historias en lugar de abrevar de fuentes literarias. Pues bien, en Zama (2017), la película que Lucrecia Martel realizó a partir de la novela homónima (1956) de Antonio Di Benedetto, la literatura, más que una fuente, es un objeto de interrogación. Las palabras parecen desenterradas después de mucho tiempo, como si fueran los restos fósiles de un código olvidado. Percibimos un clima que recuerda la experiencia de lectura, pero la poética del libro aparece como algo que viene de un espacio-tiempo sobre el cual ya no sabemos demasiado. Es que Zama (la película) no es una adaptación, es un experimento. El guion no “traiciona” (palabra cuyo uso presupone siempre una plenitud originaria que las fuentes nunca tienen), en todo caso explora, pone en tensión el texto que utiliza como material para su construcción. Si las adaptaciones responden a un criterio de traducibilidad, de adecuación a otro lenguaje, Zama (la película) pone la literatura en el lugar de un otro al que no podemos entender porque ya no estamos en ese idioma y deliberadamente nadie nos lo traduce.

Los actores no representan a los personajes de la novela. Es decir, no hacen exactamente los mismos personajes, sino sus versiones cómicas. La película hace con la novela un poco lo que el Quijote hizo con los libros de caballería y otro tanto lo que Pierre Menard hace a su vez con el Quijote. Es una película anticlásica que nace de un libro también anticlásico. Si este pudo ser leído como un texto ligado al existencialismo y al absurdo, aquella es una cinta paródica y neobarroca. Entre la novela y el proyecto de adaptación, Lucrecia Martel (Salta, 1966) desliza una pantalla donde las frases desorientan y sobre la que se proyectan los fantasmas de la relación entre el cine y la literatura. Por lo demás, frente a los reparos de los escritores, Zama (la película) no es ni literatura ni adaptación, es “mezcla”: otra historia.

Hay palabras que en la película no se sabe quién las dice. La cámara recorre la escena distraída, flota entre los elementos, como si el camarógrafo estuviera alcoholizado y llegara muchas veces demasiado tarde para saber quién habló. Esas palabras sueltas, a merced de la intuición y el extravío del espectador, son acaso lo que queda por saber de la literatura. Es lo que el cine basado en textos literarios puede hacer sin perder su fuerza en el intento, o por lo menos es lo que Martel encontró que puede hacer con su cine: descolocar el lenguaje que viene de la literatura, construir un juego de falsas atribuciones o de atribuciones ambiguas, lanzar a la escena cada tanto una palabra sin autor, para que no nos olvidemos de que alguna vez la literatura fue sencillamente eso. Esas palabras sueltas no son “diálogos”. Son sonido, signos de una puesta en escena cuyo desciframiento excede la superficie del lenguaje. Acaso sólo las orejas mustias de Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele) puedan oírlas, saber quién las dijo, con qué propósito y en referencia a qué.

Hay un reo (Jorge Román) que tiene que hablar. «Necesitamos que el muchacho confiese», dice el Gobernador (Gustavo Böhm). Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), el asesor letrado, explica: «Está cerrado. No va a hablar». Cuando lo dejan libre (con una falsa libertad, simulada sólo para que el muchacho hable) y le muestran la puerta de salida, el reo no la encuentra. No hay salida para él. Nunca la hubo. Por eso corre y choca contra la pared. El truco funciona, ya que ahora el reo habla, pero todo lo que dice oblicuamente habla de Zama. No informa nada, en cambio, acerca de su supuesta culpabilidad. Todo lo que el reo puede confesar es un texto que ninguno de los presentes entiende. El reo habla para nosotros: sus palabras caen del otro lado de la pantalla, más acá del espacio diegético. No mira a cámara. Ni siquiera lo vemos cuando hace su declaración. Habla de Zama (hace literatura, encarna la figura de un narrador) precisamente porque no está dentro del encuadre, está en otro lugar.

Zama, atrapado en una tierra que no ama, es el hombre sometido a las eternas dilaciones de la burocracia colonial que él mismo representa. Víctima de sí mismo, todo lo que puede es desesperar, desesperanzarse antes de enloquecer en el desarraigo. Da la sensación de que todo puede suceder, salvo las cosas que Zama quiere que sucedan. La ley del deseo de la película es extraña: no sólo se desea lo que no se tiene, sino que se desea lo que se podría haber tenido de no haber sido explicitado en forma de “solicitud”. Poner en palabras el deseo (hacer con eso literatura) es fatal. Al revés del dicho, Zama, el asesor letrado de “prosa filosa”, no calla (dice que quiere volver a su patria) y por eso otorga. Cuando parece que por fin el Gobernador le va a escribir la carta de solicitud al Rey para su trasladado a Lerma, una nueva instancia de postergación: el Rey no atiende esos pedidos sino hasta la segunda solicitud, que se escribirá recién un año más tarde. Tal vez por eso se le concederá ese pedido, porque se trata de un texto que no representa el cumplimiento de ningún deseo, sino su nuevo aplazamiento.

«Mereces un beso», le dice Luciana (Lola Dueñas), la esposa del Ministro de Hacienda, a quien Zama ostensiblemente desea. Pero de inmediato la mujer agrega: «Ahora no». En otra escena, ella habla de los comediantes de Buenos Aires, a los que nunca vio. Leyó noticias de ellos en los impresos con los que llegaron envueltas una copitas de licor. Cuando brindan, ella propone hacerlo «Por los comediantes que se atreven al disfraz». Sueña con esos espectáculos que concibe demasiado lejanos, que le resultan incluso un poco inconcebibles. Aunque los actores de la película son conscientes de ello, los personajes permanecen ciegos al hecho de que ellos mismos son los comediantes que ofrecen el espectáculo con el que sueñan gozar alguna vez. Esa distancia entre los actores y los personajes es crucial porque nos permite reír con los primeros del drama que les pasa por encima a los segundos, sin dejar de comprender los detalles más escabrosos del orden colonial en el que están implicados.

El capitán Parrilla (Rafael Spregelburd) fue picado por un bicho venenoso. ¿Qué bicho? ¿Una avispa “pompi”?, ¿una araña? No importa en realidad. Fue algo y no se sabe a ciencia cierta qué. En Zama nunca se sabe.  Convaleciente, el capitán pregunta: «¿Quién está cantando?» Es la pregunta de un alucinado (de un envenenado) porque en verdad en ese momento nadie canta. Más tarde el que va a “cantar” es Zama, pero en un sentido muy distinto: le revela al capitán la identidad de Vicuña Porto y se convierte en un simple delator. Sin embargo, la pregunta de Padilla es anterior a la delación de Zama, responde a una lógica alucinatoria que se corresponde con el régimen atributivo general de la película. Ese régimen vale también para el sistema de personajes. ¿Quién es, de hecho, Vicuña Porto? ¿Cuál es su estatuto en la ficción? Ya fue ajusticiado, pero todavía es un peligro. El peso de la ira del Gobernador ha caído sobre él y sus orejas mustias ya no sirven más que como moneda de empeño en un juego de dados. Y, sin embargo, su existencia sigue siendo tan amenazante que es preciso organizar una partida para acabar con él y su organización. ¿Cuál es, por otra parte, el Gobernador? El hombre refinado que “se atreve al disfraz” y a la cortesía (Gustavo Böhm) o el desarrapado descortés y jugador que usa las orejas de Vicuña Porto de collar (Daniel Veronese).

Zama (la novela) es quizás en la película el libro que el escribiente Manuel Fernández (Nahuel Cano) escribe a espaldas de la corona y en casa del Gobernador, allí donde todo el tiempo que se emplea pertenece al Rey. Por tanto la escritura de ese libro corresponde a un tiempo robado. Es un texto clandestino, condenado al entierro o a la censura y la persecución de su autor. Su único horizonte posible es el futuro, ese tiempo en que los hijos, que a diferencia de los libros nunca se sabe cómo serán, acaso puedan desenterrarlo y encontrarle algún sentido. Es el texto del futuro en un presente para el cual no tiene lugar, porque su lenguaje es todavía ilegible. Ese texto no se lee en la novela, donde sólo sabemos por Zama que se trata de un «pensamiento (…) enrevesado» e «incomprensible». En Zama (la película), que respecto del libro es ni más ni menos que el futuro, ese texto es el idioma de los personajes. Ellos hablan el lenguaje ya fosilizado de ese libro clandestino, cuyas palabras se pierden en la ilegibilidad y muchas veces en el anonimato.

Lucrecia Martel, una directora que ha construido una poética sobre cuya singularidad se ha dicho suficiente, enfrenta el cliché y le devuelve un reflejo distorsionado: hace (de) una adaptación (otra cosa). Ya lo dijimos: Zama (la película) no es en realidad la adaptación de nada. Más bien es un constructo sin adaptación posible, frente al cual fracasamos cada vez en el intento de adecuar nuestra mirada, donde el lenguaje se ha vuelto un poco incomprensible y por momentos gracioso. Cada tanto es preciso desenterrar un libro clandestino para ver lo que todavía no sabíamos acerca de la literatura. Escrito en secreto, el libro del cual los personajes de Martel toman sus palabras es un texto carcomido por los bichos, lacunario, incómodo. Ese mundo filmado es tan extraño como las imágenes de un primer lector que entiende poco y nada sobre lo que intenta leer. También nosotros, puestos a esperar lo inverosímil, somos sorprendidos siempre, tan desprevenidos como el propio Zama en la postergación de su deseo. Sólo que, en lugar de avanzar hacia la desesperanza, asistimos al espectáculo de unos comediantes que tantean el futuro por encima de la ruina de sus personajes.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.