Familia sumergida

Familia sumergida

Por | 21 de agosto de 2018

Sección: Crítica

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Es verano en el hemisferio norte y afuera del cine el termómetro está por encima de los 30°. La sala del Festival de cine de Locarno está repleta, los espectadores dejan los abanicos de lado y se acomodan para descubrir la opera prima de María Alché, la joven realizadora argentina quien presenta en premier mundial su Familia sumergida, protagonizada por Mercedes Morán.

El universo que nos propone Alché (Buenos Aires, 1983) también esta signado por el calor y el agobio. Estamos en un departamento de Buenos Aires y enseguida comprendemos que la hermana de la protagonista acaba de morir. Esa pérdida deja a Marcela en un estado casi hipnótico hasta volverla una extraña en el alborotado ambiente familiar. Es verano y las vacaciones se suspendieron por la muerte de la tía Rina, el ambiente en la casa está enrarecido y los conflictos familiares están a la orden del día. Marcela, con lo que le queda de energía, trata de ocuparse de las demandas hogareñas: ayudar a elegir una camisa a su hijo, terminar de hacer una torta para su hija, repasar junto a su hijo una mal estudiada lección de geografía que la hace romper en llanto, gestionar la crisis de su hija mayor que viene de separarse del novio, la lavadora que se rompe, su marido que se va de viaje… todo esto transitando el duelo por la muerte su hermana. Ese es el ambiente que se respira en el seno familiar y lo que percibimos a través de la mirada ahogada de Marcela.

La directora se interesa en cómo el pasaje de la vida a la muerte opera sobre los que quedan, sobre cómo los afectos y los recuerdos se entrañan y conmueven las relaciones familiares. Es por eso que la cámara nos pasea por ese superpoblado departamento de clase media porteña en el momento justo en que la familia atraviesa la pérdida. Porque la clave de lectura principal de la película de Alché son los espacios, los que construimos, los que necesitamos para vivir y los que dejamos al morir: la tarea principal de la protagonista es vaciar el departamento de la difunta. Los primeros cuarenta minutos de la película son un logrado contraste entre el bullicioso departamento de Marcela, en donde entra y sale gente, suena el timbre, el teléfono; y el departamento de Rina, ese otro espacio silencioso donde sólo quedan los objetos inertes de una vida que acaba de apagarse.

La casa de Marcela, ese espacio familiar de relativa normalidad, se va transformando progresivamente. A medida que va sacando los objetos del departamento de su hermana muerta, su realidad se va llenando de alucinaciones inquietantes. Al mismo tiempo, el entorno familiar va mutando, los integrantes de la familia circulan en una delgada línea entre la naturalidad y la actuación: se disfrazan, cantan, juegan, se pelean, actúan… como si los fantasmas del recuerdo que desempolva Marcela se fueran metiendo en la banalidad cotidiana. Si bien hay una búsqueda, no se trata de un ejercicio de memoria voluntario, es más bien la irrupción del misterio del pasado, de los muertos que en forma de manifestaciones oníricas se incrustan en el presente y transfiguran la realidad.

Alché nos va mostrando a través de los espacios las inquietudes de la existencia. Marcela va trayendo las plantas de Rina a su departamento hasta convertirlo en una miniselva urbana, rodeada de vegetación y pegada a un ventilador se queda obnubilada ante un documental televisivo que muestra a una serpiente mudando de piel. Entra y sale, mentalmente, de un espacio cotidiano que le resulta cada vez más ajeno, de una vida que ya no parece pertenecerle.

En ese momento de extravío existencial aparece Nacho, un amigo de su hija que planeaba un viaje al exterior y que se termina quedando en Buenos Aires. Le ofrece ayuda para desarmar el departamento de su hermana muerta. Esa presencia impulsa en Marcela una energía positiva y le ayuda a salir al mundo exterior a buscar explicaciones. Juntos emprenden un pequeño viaje para corroborar que un terreno que pertenecía a la familia sigue existiendo. En esa aventura dejan la ciudad y se internan en el campo, atraviesan un cañaveral, caminan por un entorno selvático, miran un mapa, se pierden… De manera insólita llegan a una casita en el monte donde viven unos amigos de Nacho y es en ese lugar donde los cuerpos se liberan, se enciende el deseo y se produce un encuentro.

Rápidamente el relato vuelve a la ciudad, el departamento y la familia siguen ahí conviviendo con los fantasmas que se le aparecen a Marcela y la perturban. En un intento fallido por continuar la aventura Marcela vuelve a buscar al joven amigo de su hija, pero ya no lo encuentra como si él también fuese un fantasma que se coló en su vida sólo un instante.

El departamento de Rina se vacía: cajas, muebles, ropa, fotos. Todos esos elementos acumulados de una vida que se transforman en indicios de algo que termina, o mejor aún como un cambio, como una mudanza… Pero como la vida sigue, organizan una reunión familiar, los que quedan se vuelven a juntar para celebrar que todavía están a pesar de los que se fueron. Pero Marcela ya no sabe en que lugar está, la transformación se ha operado en ella y entonces se pierde en discusiones sobre la felicidad de su abuela o entre los pasillos de la casa. Finalmente, cansada y solitaria se aleja de la celebración y trata de buscar compañía en un cigarrillo, cuando vuelve, en pleno baile familiar, ella ya no está completamente presente, su baile lábil nos dice que comprendió la inutilidad de resistirse al tiempo y acepta su destino con gracia, con un secreto placer.

Maria Alché presentó su opera prima Familia sumergida en el Festival de Locarno, en la sección «Cineastas del presente». La joven realizadora argentina ya había realizado dos cortometrajes Noelia (2012) y Gulliver (2015) donde también trabajó la cuestión de los vínculos familiares. Actriz de cine y teatro, cabe destacar su primer trabajo como protagonista del film de Lucrecia Martel La niña santa (2004) y su trabajo en el cortometraje Luminaris (2011), de Juan Pablo Zaramella. El nombre de Martel, aparece en los créditos de Familia sumergida como asesora de guión. Es difícil, con la presencia de Mercedes Morán y el clima de agobio familiar que nos transmite la película, no pensar en La ciénaga (2001), obra mayor de Lucrecia Martel. Sin embargo, la búsqueda personal y el lenguaje de Alché se impone y logra desarrollar un lenguaje propio entre lo real y lo onírico pasando de una dimensión a la otra con total naturalidad y fluidez narrativa.


Esteban García de la Mata es fotógrafo y videasta. Formó parte del comité de selección de los Rencontres de cinéma latinoaméricain, en Burdeos, Francia, y del equipo del Festival FILMAR en América Latina, en Ginebra, Suiza.