La cárcel de Ripstein y Garciadiego

La cárcel de Ripstein y Garciadiego

Por | 2 de diciembre de 2021

Utopía en El castillo de la pureza (Arturo Ripstein y José Emilio Pacheco, 1972).

El machismo es una cárcel de la que es muy difícil escapar y más aún si se tienen sentimientos de amor hacia el carcelero. Dentro de esta contradicción viven muchos de los personajes que habitan la filmografía de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego: hombres y mujeres encerrados en relaciones codependientes donde el poder masculino domina, controla y violenta a su contraparte femenina, de quien paradójicamente necesita de una u otra forma para reafirmarse. A lo largo de su carrera, el cineasta ha construido variaciones de este tipo de prisión, pero destacan tres en particular: El castillo de la pureza (1972), El imperio de la fortuna (1986) y El diablo entre las piernas (2019). Los tres son melodramas instalados al interior de espacios domésticos asfixiantes y su núcleo es la dicotomía hombre/mujer con sus respectivas fuerzas contrastantes. Adentro y afuera, macho y puta, dominación y sometimiento se debaten en historias circulares que no parecen vislumbrar una salida satisfactoria para ninguna de las dos partes.

El primer y más claro ejemplo de la cárcel ripsteiniana es sin duda El castillo de la pureza. En este clásico del cine mexicano de los setenta, un hombre encierra a su familia para “protegerla” de los peligros del mundo exterior ejerciendo un control maniaco sobre su esposa y sus tres hijos. Gabriel Lima (Claudio Brook) es el patriarca defensor de los más altos valores, trabajador y obsesionado con el orden. Pero su fachada impoluta esconde una masculinidad frágil que explota en misoginia, hipocresía y problemas con la sexualidad. Su esposa Beatriz (Rita Macedo) acepta un encierro de dieciocho años como prueba de amor y obedece las reglas de un patriarcado que ayuda a inculcar después a sus hijos. Como menciona Paulo Antonio Paranaguá: «El castillo de la pureza describe la pareja simbiótica, la fusión amorosa del hombre y la mujer plenamente identificados con sus atributos tradicionales, la complementariedad de los dos sexos».[1] Y es que Gabriel y Beatriz conforman la estructura clásica de familia, donde el padre es el que provee, es el único que puede salir y es la única autoridad para ordenar y castigar; mientras que la madre se encarga de las tareas del hogar y funciona de soporte emocional para todos los miembros del clan. 

En El castillo de la pureza todavía no se formaba la mancuerna creativa de Ripstein (ciudad de México, 1943) con Paz Alicia Garciadiego. El guion fue escrito por el director y José Emilio Pacheco (ciudad de México, 1939-2014), por lo que es posible distinguir una visión predominantemente masculina que se regodea en su enclaustramiento. El personaje de Gabriel es presa de su propia cárcel, vive doblemente encerrado tanto en su casa como en su mente. Él también es víctima de su machismo que lo hace vivir atormentado por cubrir sus inseguridades y, sobre todo, lo hace concebir al sexo como una forma más de dominación. Condena el pasado de su esposa y la atormenta con sus arranques de celos, aunque él sí se permite insinuarse a jovencitas o desquitarse con prostitutas. Tampoco tolera la incipiente sexualidad de sus hijos que, en condiciones tan herméticas, sólo encuentra una salida en forma de incesto. Para él, la culpa siempre la tiene la mujer, ya sea su mujer por “puta” o su hija por “coqueta”. El personaje de Beatriz es unidimensional, no presenta señales de su propio deseo como más adelante sí lo tendrán los personajes femeninos concebidos por Garciadiego. Es sumisa y no tiene el coraje necesario para dejar a su esposo ni siquiera cuando en el desenlace de la película la policía se lleva a Gabriel. Aquí entra otro personaje que también tendrá diferentes versiones en las películas posteriores de Ripstein: Utopía (Diana Bracho), la hija, mujer joven que se rebela y busca romper con el encierro obligado. Aunque su intento de fuga es más inocente que efectivo, en este personaje radican las ansias de libertad. Pero una posible liberación del yugo machista ya no es concebible para esta familia incluso ante la ausencia del patriarca. El regreso final a casa se siente más como un retorno voluntario a su prisión. El amor se traduce en culpa por faltarle el respeto a su temeroso pero respetado carcelero. 

El imperio de la fortuna significó un cambio en la filmografía de Arturo Ripstein al colaborar por primera vez con Paz Alicia Garciadiego (ciudad de México, 1949). Se integra a su cine una exploración más profunda en los personajes femeninos, comenzando con el de la Caponera (Blanca Guerra). La historia del pregonero Dionisio Pinzón (Ernesto Gómez Cruz) convertido en peleador de gallos y posteriormente en apostador empedernido, se puede dividir en dos bloques: primero el del exterior, con la vida en los palenques y el canto libre de la Caponera; y luego el del interior, con la vida en la hacienda donde se llevan a cabo eternas partidas de póker. Esta segunda parte de la película comparte las características claustrofóbicas de El castillo… y más adelante El diablo entre las piernas. La mayor parte de la acción se reduce al cuartucho donde Pinzón juega y obliga a permanecer a la Caponera. Ella es su talismán, por lo que es forzada a quedarse cerca de él en contra de su voluntad, convertida así en un objeto inanimado como las estatuas que adornan la casona. El tiempo se alarga con lentas y repetidas elipsis que hacen más larga la sensación de encierro, tanto para la Caponera como para el espectador que se siente aprisionado junto con ella. Pero a diferencia de El castillo…, aquí sí se hace manifiesto el sufrimiento por parte de la mujer. Ella quiere salir y seguir su profesión de cantante, pero después de intentar fallidamente regresar a los palenques, asume con resignación su destino así como lo hizo Beatriz antes que ella, y como más adelante repetirá la protagonista de El diablo entre las piernas.    

Garciadiego le otorga a la Caponera un deseo que le da individualidad. El canto (aunque sea una mala cantante) es su principal expresión, pero también lo es el sexo. Es la Caponera la que incita el encuentro sexual con Pinzón que terminará por unirlos. El erotismo adquiere en esta película un nivel más explícito que en El castillo y anticipa lo que sería el núcleo de El diablo… Pero el  placer femenino va languideciendo a medida que la relación se va aislando dentro de sí misma, regida una vez más por el control masculino. Pinzón deja de ser el inofensivo peleador de gallos de la primera mitad de la película y se convierte en el carcelero de su piedra imán, repitiendo el patrón e imagen de su mentor, Lorenzo Benavides (Alejandro Parodi), y acercándose cada vez más al personaje autoritario de Claudio Brook. Pero a diferencia de este último, en la desatención del placer sexual de su esposa «no es puro egoísmo machista lo que caracteriza a Dionisio, sino más bien un rechazo de la sexualidad»,[2] ligada a su mano engarruñada que simboliza una problemática genital. La forma en que Pinzón afianza su hombría la encuentra en las apuestas, pero lo hace a costa de la libertad de su esposa. La única salida para este pájaro enjaulado entonces será la muerte; y como hablamos de una relación de codependencia ligada a la suerte, Pinzón no tiene más opción que seguirla hasta la tumba a través del suicidio. Así, ambos terminan más juntos que antes, sepultados bajo la misma tierra. El otro personaje femenino importante de El imperio de la fortuna es la Pinzona, hija de la pareja, única sobreviviente de la tragedia familiar y continuadora de la figura de su madre. Al igual que Utopía, es la mujer joven que simboliza la fuga. Ella sí consigue regresar al exterior, pero repitiendo las andanzas y probablemente el destino de la Caponera. En su primera película juntos, Garciadiego y Ripstein convierten El gallo de oro, el argumento de Juan Rulfo, en su primera telenovela fatalista en la que chocan fuerzas masculinas y femeninas sacando chispas de melodrama y erotismo, y que más adelante, película tras película, irían perfeccionando. 

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Treinta años después de su primera colaboración, El diablo entre las piernas, la más reciente película de la ahora ya veterana pareja, vuelve a instalarse al interior de un matrimonio sumido en una dinámica de sometimiento que se distingue en esta ocasión por su acercamiento a la vejez. Una vez más, hay una casa en la que un hombre, El Viejo (Alejandro Suárez), y una mujer, Beatriz (Silvia Pasquel), conviven desde hace mucho, mucho tiempo. Aunque no hay un enclaustramiento forzado como en sus predecesoras (ambos salen por su cuenta atendiendo diferentes intereses), abundan los reclamos y la desconfianza que el marido expresa ante las ausencias de su mujer. El candado es de otro tipo, una especie de posesión emocional que ha ido acumulando pesadas capas de tiempo que no son fáciles de desprender. Tal vez sea la costumbre o el apego disfrazado de amor lo que termina por fungir como una reja que retiene a Beatriz en su infierno doméstico. 

Uno de los aspectos clave de este melodrama es el retrato que hace de la sexualidad de este par de viejos cuerpos. El erotismo es salvaje, no hay miedo en mostrar las pieles arrugadas, las canas despeinadas, las tetas guangas. El sexo se encuentra en el centro del relato y de ahí son expulsados los demonios de un machismo recalcitrante y un placer femenino que le hace resistencia. Beatriz es víctima constante de insultos y humillaciones por parte de su celoso marido, quien la acusa de puta, cusca y güila, y no soporta el pasado sexual de su esposa así como tampoco Gabriel Lima toleraba el de la suya. La doble cárcel del viejo es una mente rumiadora del historial sexual de su mujer que no le puede perdonar. Él, sin embargo, sí se permite tener una amante, quien sorprendentemente resulta ser la más sensata de todos los personajes al abrazar las contradicciones del sexo sin mayor problema. Al igual que la Caponera con la canción, Beatriz es poseedora de un deseo que se traduce en el gozo de bailar tango y en la búsqueda de un orgasmo que el Viejo le niega. Cuando por fin Beatriz se atreve a reclamar su placer buscando en otra cama, afirma así una independencia que, a diferencia de las protagonistas de las películas anteriores, la hace querer salir de su encierro. En este momento, desafortunadamente y como no podía ser de otro modo en el derrotismo de Ripstein y Garciadiego, entra en escena Dinorah, la criada de la casa que ayuda al Viejo a mantener presa a Beatriz con lujo de violencia física. Antítesis de Utopía y la Pinzona, esta joven ya no es sinónimo de rebeldía o libertad, al contrario, es la propagación de la misoginia y machismo en la propia mujer. 

A diferencia de El castillo…, que se acerca más al horror social en miniatura, o El imperio…, que recrea la fatalidad rural de Rulfo, El diablo entre las piernas ofrece una versión más agridulce de la cárcel ripsteniana. La contradicción en la que viven los personajes causa esta sensación, pues por más sofocante que sea el ambiente de la casa no desaparece una conexión sentimental en la pareja. Beatriz es la musa de un viejo macho que concibe los más dulces versos de poesía misógina para recordarle por qué siguen y seguirán juntos: «Puta naciste, puta envejeciste, puta me vas a enterrar y puta te has de morir». La visión optimista que podemos sacar de esta pesimista historia de amor viene al saber que no somos nosotros los que estamos encerrados. Hay de cárceles a cárceles, pero la de ellos parece ser peor. 

¿Es casualidad que la Beatriz de Silvia Pasquel comparta el mismo nombre que la de Rita Macedo? ¿Será que Pinzón le heredó su vieja bata de baño al Viejo? Se podría decir que esta triada de historias son la misma película. Pero las sutilezas importan y sería mejor decir que en El castillo de la pureza encontramos la génesis, la primera piedra de esas paredes de machismo que tanto fascinan a Ripstein; El imperio de la fortuna sería entonces el puente, el primer intercambio de palabras entre el cineasta y la guionista que más adelante generaría obras que exploran en mayor o menor medida los mismos temas; y El diablo entre las piernas es la culminación de ese diálogo creativo con uno de sus melodramas más sórdidos, o por lo menos uno que se siente de los más personales. Lo más probable es que la edad que comparten con sus personajes y su matrimonio en la vida real les haya permitido abordar con honestidad a ese par de viejos excitados.

En esta trilogía hay otra coincidencia, todas terminan con la imagen de la mujer viendo a cámara, como enfrentando al espectador. ¿Es resignación lo que guardan sus ojos?, ¿o se saben vistas, desnudas ante el público que atestigua su sufrimiento? A propósito de El imperio de la fortuna, Garciadiego comenta que el único aspecto que tuvo que transformar en el guion fueron los espacios, ya que a ella le gustan enormes porque venía de una escuela de monjas, donde el edificio abarcaba una manzana entera y desde niña siempre le «cautivaron esos espacios. […] Mientras que a Ripstein le gustan los espacios muy chiquitos, enclaustrados».[3] Con estas palabras, Garciadiego confirma uno de los elementos que conforman la esencia de la obra compartida con su marido. Él en la cámara y la construcción de escenas; ella en el guion y la construcción de personajes; él jalando hacia adentro y ella empujando hacia afuera, han encontrado en la dualidad de fuerzas masculinas y femeninas un espacio creativo que les ha permitido exponer el lado más cruel y contradictorio del amor. En sus películas, la puta y el macho viven atrapados y amándose.


Israel Ruiz ArreolaWachito, forma parte del equipo editorial de la Cineteca Nacional desempeñándose como investigador especializado. @wachitou


[1] Paulo Antonio Paranaguá, Arturo Ripstein, Cátedra, Madrid, 1997, p. 90.

[2] Idem.

[3] Alejandro Medrano Platas, Guionistas del cine mexicano, Cineteca Nacional, México, 2018, p. 210.