El faro

El faro

Por | 14 de octubre de 2021

El triunfo de un buen film radica en saber rodar sobre la penumbra del éxito entendido desde el entretenimiento y meditado desde la formalidad de la cultura; radica en la capacidad de tomar lo que las artes han procurado al hombre y hacer algo efectivo con una (de preferencia discreta) combinación.  Quizá uno de los secretos, actualmente, se centre en simular que se innova, pero, eso sí, con un estilo muy personal y marcado en la manera de plasmar una historia. Todo esto se encuentra en El faro.

Esta película de horror, dirigida por Robert Eggers, trata de un joven farero, Ephraim Winslow (Robert Pattinson), bajo las órdenes del viejo y abusivo farero Thomas Wake (Willem Dafoe). Deberán vivir y trabajar juntos por cuatro semanas, cuidando y manteniendo el faro de una isla. Su convivencia será difícil desde el primer momento por las condiciones de poder y la personalidad de ambos protagonistas, además de las carencias y exigencias a las que estarán sometidos en aquel lugar apartado de la civilización. El faro, para Ephraim, pronto se convertirá en una meta a la cual llegar, luego en una obsesión, en tanto sitio que pareciera esconder un misterio o representar una escabrosa gloria. Algo lo llama desde el faro; un deseo estará siempre al borde de poseerlo.

El espacio en que la historia se desarrolla justifica y posibilita que haya sólo dos personajes. Puede decirse algo similar del tiempo interno, ya que se da a entender el paso de las semanas con una repetición –nunca monótona, afortunadamente– de espacios y acciones, hasta imposibilitar la capacidad –de los espectadores tanto como de los fareros– de distinguir cuánto tiempo ha pasado. El cuadro de 1.19:1, aunado al blanco y negro que cubre todas las imágenes remontándonos al 1890 en que transcurre la historia, propician la limitación espacial y mental.

Ephraim y Thomas tienen una vida compleja, rutinaria. En ese ajetreo, pierden dominio de sí y la noción del tiempo. Nosotros perdemos más certezas cada vez a voluntad de los subtextos del guion y de la potencia con que Dafoe (Appleton, Wisconsin, 1955) y Pattinson (Londres, 1986) actúan. Se suman, aparte, el homoerotismo que ellos niegan y los altibajos que provoca el alcohol. Con esto, los personajes se van conociendo y revelan fragmentos de sus vidas: ¿cómo llegaron a ese trabajo?, ¿qué han vivido?, ¿quiénes son? El viejo dice haber sido marinero, cuenta historias del mar voraz, habla del coraje, confiesa haber abandonado a su familia; el nuevo farero habla de su trabajo anterior, de sus frustraciones y metas, de una o dos culpas, y desvela que Ephraim Winslow es un nombre robado. Entretanto, hay misterios que no se esclarecerán ni medianamente.

El film contiene referencias marinas y muchos simbolismos que expanden el aura psicológica de la cual se sostiene desde un comienzo: están las gaviotas, que representan a las almas de los marineros muertos, y a las que, por ende, se debe respetar; una figura en madera de sirena, que por supuesto no significa nada bueno; el faro como representación masculina de dominio; el hombre significando su propio infierno; entre otros, con los que se juega hasta el final. Funcionan en tanto son la base (y motor) en que el drama y el miedo se suceden.

Basada en una investigación que toma en cuenta las obras de Melville y Sarah Orne Jewett, y diarios de fareros reales, este film, entre otras cosas, es un ejemplar ejercicio sobre los efectos del aislamiento, de la detonación de las irresoluciones personales arrastradas toda una vida, y de las actitudes –y vicios– machistas respecto al poder. Todavía los hermanos Eggers –Max, hermano menor del director, es el coguionista– introducen sirenas, las cuales, se sabe, hacen que el deseo sea irrefrenable y la manipulación, las alucinaciones, para los hombres del mar, tengan cabida. Pero es justo aquí donde ocurre un problema con el sentido: luego de tanta revelación, tanto símbolo, añadiendo las visiones y las inconsistencias –sin duda puestas a propósito– en los datos que dan los protagonistas, es imposible no preguntarse qué es real entonces y qué no lo es. Como sea, no afecta mucho, pues este caos incluso sirve al género.

Sin embargo, también hay mitología dentro: la luz del faro; Thomas, único protector de esta; Ephraim con el afán de llegar hasta arriba y conseguirla. Hay una redirección de la historia prometeica, que de hecho se menciona textualmente en un par de ocasiones, y, a su vez, se recrean pinturas que alegorizan el mito. Son imágenes intensas bien logradas, pero la interpretación del mito aquí se desvanece con la probabilidad de que Thomas y Ephraim sean un mismo personaje, sólo un reflejo mantenido por la locura.

Está, también, un mito más, aquel del horror cósmico inventado por Lovecraft. La pequeña isla en donde transcurre la historia es un lugar perfecto para que habite la bestia ancestral a la que se le rinde culto desde el inicio de la humanidad. Es un secreto del faro que Thomas resguarda; interactúa con Cthulhu, la deidad de nombre impronunciable que se comunica por medio del pensamiento. Este ente de las profundidades del océano bien podría ser el culpable de las alucinaciones, del desasosiego de ambos protagonistas y de toda la violencia que se desborda, pues domina a estos fareros hasta llevarlos a la locura y la muerte.

Éste es un film que soporta muchas lecturas, y se puede relacionar, por uno u otro motivo (temática y argumental, por ejemplo) con algunas obras maestras del género, como Posesión (Possession, 1981) de Andrzej Żuławski, y El resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick, entre otros. Además, el propio Eggers aseguró en Cannes que Bergman fue un referente estético. La verdad es que el talento de este nuevo director ha sido muy aplaudido, y sus obras sobresalen, en parte, quizá, porque la mayoría de los filmes recientes dentro de este género no tienen tal calidad ni una propuesta tan variada como se puede ver en El faro (The Lighthouse, 2019). Sin embargo, que esta obra esté nutrida de muchas obras tomadas tanto del cine como de otras artes no es, aunque pareciera, su mayor virtud, sino el muy definido estilo y la innegable belleza que le devuelve al género.


Eduardo Hennings estudia Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Tiene una columna de ciencia ficción, fantasía y terror en la revista Penumbria. Su narrativa y su poesía han sido publicadas tanto en libros como revistas físicas y digitales.