Panquiaco: Cuando llama la memoria

Panquiaco: Cuando llama la memoria

Por | 9 de abril de 2021

Sección: Crítica

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El baile borroso, colorido, que dura hasta el anochecer, anticipa un recuerdo de Cebaldo, un hombre que dejó su comunidad años atrás, pero todavía le duele. Su cuerpo está en una ciudad de Portugal, muy lejos. Su mente, sin embargo, regresa cada día al lugar del que se fue, una comarca en Panamá.

Como un alma que deambula entre dos mares, Cebaldo, igual que en la leyenda de Panquiaco,[1] sufre en carne propia el despojo de su tierra y, por ende, la sensación de no pertenecer. Ya no es del lugar de donde se fue, tampoco es del lugar donde se encuentra. Quizá nunca vuelva a serlo, a menos que cure la pena que le provoca la ausencia.

La cámara de Ana Elena Tejera, la directora, traza el camino entre el lugar físico y el espíritu de su protagonista, utiliza los formatos cinematográficos a su favor para marcar la diferencia entre las memorias infantiles y el presente esparcido de Cebaldo ―para representar su niñez, encuadra en 4:3, mientras que para la actualidad se vale de la forma panorámica― y luego los entreteje. En la primera parte del largometraje, lo acompaña durante algunos momentos de su jornada en una pescadería, donde lo mira detenerse a ver los barcos zarpar y arribar al puerto, lugar de salidas y llegadas, en el que ahora se encuentra.

Aunque vive frente al mar, lugar simbólico en su genealogía, ese mar salvaje que parece capaz de tragarse a los barcos, es distinto al de su hogar; el de su hogar cura, protege, regresa la memoria. Este mar amedrentante, sin embargo, no ofrece el mismo consuelo.

Como sucede en las historias de tránsito y la migración, el desarraigo le hiere, le quita el sueño. Al igual que Panquiaco, siente que traicionó a su tierra por tomar la decisión de irse, pero ¿qué hacer cuando la corriente llama a caminar otros senderos? Ocurre que uno nunca se va del todo.

La nostalgia inunda cada instante de la vida de Cebaldo, que escucha grabaciones de su familia y amigos ―así nos enteramos de que no estuvo presente en momentos importantes―, habita lugares que parecieran estar detenidos junto con él en el tiempo; escucha viejas canciones en una rocola y se sienta solo a pasar el rato.

En una de esas ocasiones, lo aborda un desconocido que, presintiendo su dolor, le cuenta una historia que ya conoce porque también la está viviendo: el relato de un marinero que añoraba su pueblo, hasta el punto en que este comenzó a volverse un sueño y el pueblo comenzó a soñarlo a él.

La mente tiene formas peculiares de conservar los recuerdos, a veces lúcidos, a veces en forma de reminiscencia. Cuando cae el atardecer morado y baja la neblina, el sueño de esa ciudad narrada se materializa, Cebaldo recorre las calles como en un acto de sonambulismo, y esa atmósfera somnolienta que se asoma simboliza la forma en que se siente la saudade: como un trance onírico, que desdibuja las líneas entre lo vivido y lo soñado. Ha pasado tanto tiempo, que tiene miedo de no recordar. No sabe si sus recuerdos son realmente sueños o si en algún momento confundió su sueño como algo que vivió.

La primera vez que miramos a Cebaldo, el agua de la regadera recorre su rostro, tiene los ojos cerrados. Más tarde, nos enteramos de que un baño con plantas medicinales es la cura para la falta de memoria en la Guna Yala, su antiguo hogar, ahí, la falta de recuerdo se cura con el agua. Tal vez así, con una labor tan simple como el cuidado hacia uno mismo, Cebaldo busca, sin saberlo, curarse.

Aquel relato que el extraño le cuenta en el bar confirma lo que venía meditando: es tiempo de regresar. Cuando su padre falleció, él no estuvo; el viaje de regreso supone entonces la visita a los muertos, al pasado y a los cánticos de la comunidad. En ese transitar, un chamán implora a través de una oración la cura para su dolor, pero también le revela otra salida: «A veces la tierra que perdemos no regresa, tienes que dejar ir».

El canto chamánico acompaña el viaje por los recuerdos ahora tangibles de Cebaldo, cuando revisita los lugares que alguna vez supusieron su único mundo. Sintiendo respeto por los gunas, camina entre la celebración, observa a las mujeres ataviadas con sus vestimentas, casi puede tocar las raíces construidas por sus ancestros. También rememora al niño que fue, corriendo entre la selva profunda, el que sentía en la piel las hojas de los baños medicinales que se pegan al cuerpo.

Cebaldo es la encarnación de Panquiaco en un hombre contemporáneo, es a la vez la de todos los que se van y sufren por tener un presente y un pasado dispersos, de los que conviven con el mito de quien llevó a los colonialistas españoles al Océano Pacífico, y sin darse cuenta traicionó su tierra. ¿Partir por decisión propia también es una traición?

Cebaldo quiere no olvidar, sabe que recordar sus raíces le puede ayudar, pero la sabiduría mística también le sugiere que suelte. Soltar para viajar más ligero, soltar como otra forma de curarse y para despertar del estado de ensoñación.


Grecia Juárez estudia Comunicación y Medios Digitales en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP) y forma parte de la redacción de Icónica. Fue parte del jurado Young Canvas del festival Black Canvas 2020.


[1] En 1511, Panquiaco, hijo de Comagre, el cacique más poderoso de la costa atlántica panameña, dio a Vasco Núñez de Balboa, conquistador español, la primera noticia sobre la existencia de otro mar, el Pacífico, al sur del Istmo. Gracias a Panquiaco, los colonos supieron de la existencia del Mar del Sur y sus riquezas.