El otro lado de la esperanza

El otro lado de la esperanza

Por | 23 de noviembre de 2017

Un exiliado abandona su patria para escapar de la masacre y el caos de la Batalla de Alepo. Si se despoja ese retrato de su detalle hiperrealista, cruel como cualquier otro que intente capturar con mínima justicia la agudeza de los éxodos humanos, ¿qué nos queda? La elección cariñosa de un valiente sirio, infiltrado en Helsinki con las buenas intenciones de legalizar su estatus civil mediante un proceso estilizado cómicamente y sobreviviendo a las hostilidades de un país que no está listo para recibirlo —si en términos tan amables se puede describir al neonazismo callejero, aunque sea de caricatura.

Y si a ese retrato además se le roba su espíritu de crónica, el que le da talla y número con precisión periodística, ¿no se aproximaría entonces al terreno de la fábula? Para narrar más fácilmente, sí, pero para inspirar o modelar conciencias de igual manera, El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen, 2017) —como Le Havre: El puerto de la esperanza (Le Havre, 2011), la película que la precede en la filmografía de Aki Kaurismäki y que sirve como una especie de precuela espiritual—, abstrae el fenómeno migratorio que sufren juntos el Medio Oriente, África y Europa para colocarlo en un formato en el que se pueda desenredar con sencillez, pero sin que pierda los matices que le dan urgencia.

A la historia de Khaled (Sherwan Haji), el refugiado, se le conocen solamente sus características más elementales en favor de la búsqueda de la verdad, de una verdad, encerrada entre las capas de una puesta en escena rígida y un desarrollo antidramático. Para llegar a ella hay un arreglo melancólico: un guiñol iluminado como televisión noventera, plástico, decadente y enternecedor, en donde los personajes son más jugadores que símbolos o registros de sus contrapartes en su complicada realidad. Si Khaled juega al héroe o al mártir para nosotros, el gordo Wikström (Sakari Kuosmanen) juega al hada madrina, una condición de hombre acomodado que, como parte de un pequeño renacimiento en su edad madura, se puede dar el lujo de ayudar al prójimo porque no tiene nada que perder.

A la voluntad de simplificación de la película le asiste la herramienta humorística del deadpan, sello invariable del autor finlandés, que igualmente se desentiende de adornos y complicaciones. El humor seco cuestiona y alivia. También ridiculiza: cuando el anticuado restaurante de Wikström pide a gritos una imagen renovada para no perder más clientes, la farsa de la apropiación cultural (los empleados del restaurante visten como falsos japoneses) termina en la clausura inmediata de su nuevo restaurante de sushi. En una microsociedad globalizada con calzador, por muy bondadosa que sea, la aceptación y el entendimiento de una cultura ajena siguen provocando desaires y sintiéndose, a fin de cuentas, antinatural.

A pesar de ello, el otro lado de la burocracia desalmada y el discurso de odio, esa verdad que se aludía hace un par de párrafos, sigue siendo la esperanza que se ha buscado desde tiempos inmemorables por hombres y mujeres de cualquier nacionalidad, y que se encuentra sin falla en un rincón medio ensombrecido, oculta en el armario con un perrito en brazos o sacada de contrabando de un montículo de carbón. Quizás la mejor parte de un cuento a la Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957), es que su planteamiento nostálgico, calculado y ultimadamente considerado excusa a sus personajes de tener cualquier clase de justificación para sus buenas acciones. Tanto en el inmigrante como en el benefactor, ambos improbables pero funcionales en el (¿necesario?) modelo fabulesco, el acto compasivo es suficiente y no requiere de explicaciones humanistas.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay