Vitalina Varela y el lenguaje del silenc

Vitalina Varela y el lenguaje del silencio

Por | 15 de mayo de 2020

Sección: Ensayo

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Hablar de Vitalina Varela, más reciente film de Pedro Costa, me remite, en primer lugar, a hablar de una sensación –en el sentido profundo o radical de una estética con sustrato histórico y geográfico, es decir, de una estética de corporalidades y sensibilidades concretas– que no podría describir de otra manera que como un sentimiento de estar a la intemperie, es decir, una sensación profunda de abandono producto del despojo y puesta en crisis de los aspectos inmediatos que nos permiten, en cierto sentido, desplazarnos en el mundo de manera automática. La percepción de dicha sensación no es menor, pues nos encontramos frente a un film que nos lleva, precisamente, a ver cómo esta automatización impide que en la no necesidad de descifrar el mundo, en su condición de ya dado, nos detengamos un momento a percibir algunos de los aspectos de su marcha, a saber: colonización, migración obligatoria, estratificación urbana, etc. Una confrontación acontecida de forma singular a partir de las cualidades en la percepción que una sala cinematográfica permite.

Pero está sensación de estar a la intemperie, de desnudez, no nace de suyo del argumento principal del film, que es el siguiente: Vitalina, una mujer originaria de Cabo Verde, llega a Portugal con la finalidad de acudir al funeral de su marido, mismo que no ha visto desde que dejó el archipiélago en búsqueda de mejores condiciones de vida. A partir de este momento la vida real del esposo en Portugal se vuelve un misterio mientras Vitalina experimenta momentos de cruda realidad y nostalgia propias de los recuerdos de vida que se agolpan en su memoria. Como mencioné, en el film hay aspectos que nos desprenden de la cotidianidad, aspectos de corte político, económico, colonial, etc. Empero, aunados al argumento de la película, en sí mismos no permiten una reflexión estética profunda que no esté mediatizada directamente por alguno de ellos. Asimismo, una sala de cine por sí misma no produce un efecto como el que describo. Es necesario algo más. Es aquí donde aparece un factor imprescindible mismo que otorga al film su carácter crítico y sensiblemente profundo, a saber: el uso que Pedro Costa (Lisboa, 1958) hace del campo instrumental.

Cuando hablo de campo instrumental me refiero a todo el sistema de aparatos necesario para la materialización de ideas en el mundo, pero que no sólo se reduce a él, sino también a toda serie de ideas, conceptos o recursos del pensamiento. En el seno de todo campo instrumental descansa una técnica. Un texto sobre el arte o todo acto creativo que no considere una reflexión intrínseca sobre el campo instrumental como fundamental se encuentra perdido no sólo estéticamente a un nivel profundo, sino a nivel político. Así, el campo instrumental se vuelve indispensable para el proceso creativo como poiesis no idealizada subjetivamente ni mecanizada como automatismo, sino como fisura producida en el campo de la percepción, de nosotros como seres sintientes que ven interrumpido el campo semiótico ordinario y que en el cine, como lenguaje, rompe con los subcódigos para intentar introducir desde el proceso creativo otra forma de sensibilidad. El cine es un lenguaje, y ese lenguaje es producido por cierta utilización del sistema de aparatos, de las ideas y conceptos que convergen y entran en crisis en la poiesis como proceso sensible y material, como corporalidades con sustrato histórico y geográfico propias de una sensibilidad interna profunda tanto del que manipula dichos recursos, como del que es exhibido por ellos. A partir del campo instrumental es posible una relación con la materia. El cine, como lenguaje, es producción y consumo de signos. El punto es, a partir del campo instrumental, desnudar la codificación heredada, regresar a un nivel proteico, más difícil aún cuando es una producción y consumo de signos dirigidos a la sensibilidad.

Algunos textos, al abordar el film, hablan del claroscuro, del tenebrismo, de la bella obra maestra que es Vitalina Varela (2019), pero en su avalancha de adjetivos no se detienen en lo esencial. Desde luego que en Vitalina hay claroscuro, la lucha entre luz y sombra, Caravaggio, etc., pero esto no es pintura sino cine, de tal modo que la relación con la obra es distinta. La atmósfera oscura en la que se encuentra Vitalina tiene que ver con algo más profundo que una simple relación tradicionalista: tiene que ver con una penetración que el sistema de aparatos y del campo instrumental hace en su conjunto sobre lo concreto, una especie de fisura en la cual la pluralidad de determinaciones que lo conforman –de lo que la habita en un sentido estético– se libera y emana como sangre de una llaga recién hecha y rompe la superficie del código inmediato para trastocar el nervio más profundo desde el cual una serie de nuevos signos sensibles cobran fuerza dando forma en medio de la oscuridad.

Así, el movimiento y la violencia del volumen en un encuadre –violencia en el sentido de que es resultado y punta de partida de pluralidad de determinaciones–, un plano fijo –la formación matérica de cuerpo entre el ir y venir emergiendo de la sombras– es la exploración de una contradicción vital que la habita, porque es metafísica en cuanto se relaciona con su vida, su cuerpo, sus recuerdos, pero está atravesada por un sustrato geográfico e histórico al tener como condición de posibilidad los aspectos objetivos del mundo que le tocó vivir, entre los cuales encontramos, como decíamos, colonialismo, marginación, exclusión sistemática en todas sus vertientes posibles. Dicho carácter trágico sólo puede ser explorado de forma profunda por otro tipo de lenguaje cinematográfico, un lenguaje del silencio, del cuerpo que emerge, de la mirada acuosa; un lenguaje que no necesita palabras o que cuando las necesita sólo las utiliza a manera de susurro.

El cuerpo que se desplaza entre la atmósfera del silencio de Vitalina sólo es posible por la contradicción y su sensibilidad en la cual el sistema de aparatos se introduce, por un lenguaje articulándose desde la fragmentación, haciendo del film un film sublime, proteico, desnudo. A ello se debe la sensación de despojo sensible, de crudeza, por quienes contemplan lo reciben, misma que al salir de la sala de vuelve un estar a la “intemperie”.

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Breve nota sobre crítica y teoría.

Decía Walter Benjamín que la revolución técnica en el ámbito de la producción artística irremediablemente conlleva a un cambio o transformación de la percepción, misma que, al reproducir términos heredados para describirla, se trunca pues en su seno reproduce un carácter reaccionario. Al abordar un film, o un aspecto teórico dentro del cine, se reproducen ciertos conceptos y delimitaciones que pragmáticamente son útiles, pero insuficientes en la transformación de la percepción y del sentido profundo de lo sensible. Que si un film es documental, ficción, cine etnográfico, docuficción, que si es una obra bellísima, una obra maestra, producto de un genio, etc, lo cierto es que un film sólo es una propuesta auténticamente crítica si se sitúa como producción y consumo de signos en la objetividad arbitraria del mundo con una radicalidad que nos hace desplazarnos a un plano semiótico de código distinto, que habla de lo que no se puede hablar por deficiencia de articulación del subcódigo parasitario. En un cine así, que busca la desnudez, cualquier adjetivo o género fílmico resulta estéril y discutir su pertenencia a cualquiera de ellos se vuelve inesencial.


Eduardo Zepeda es pasante de la licenciatura en Filosofía en la UNAM.

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