El virus de la normalidad: En las calles

El virus de la normalidad: En las calles de Filadelfia

Por | 26 de junio de 2020

Popular es la historia de Tom Hanks confirmando su contagio. El virus, tan lejano que se pensaba, había transfigurado su fortaleza y jovialidad, hacía poco manifiestas, en agotamiento, debilidad, dolor y pérdida de algunas facultades. Y mientras que su propia muerte se convertía en una inusitada realidad, el interés más inmediato, a su alrededor, era que, por lo menos, no contagiara a alguien más. Esto es, por supuesto, el planteamiento de la película Filadelfia (Philadelphia, Jonathan Demme, 1993). Andrew Beckett (Hanks), joven pero, presumiblemente, brillante y encantador abogado, con una carrera en veloz ascenso, descubría, súbitamente, la ilusión de su estabilidad: enfermo de SIDA, perdía el trabajo y, no tan poco a poco, la vida.

Cuando busca la asistencia legal de Joe Miller (Denzel Washington), se manifiesta en escena una, entonces, indeseada invitada: la sana distancia. Miller, lo más alejado posible, observa con ansioso detenimiento cada fatal movimiento de su potencial cliente: la mano con la que acaba de saludarlo parece haberse contaminado, al contacto, de una impureza sobrenatural; la gorra, puesta sobre el escritorio, se transforma en el epicentro del contagio, invisiblemente transmitiéndose a través de todo lo que le rodea; el puro y el portarretratos, desgraciadamente manipulados por Beckett, se han marcado, ante los ojos de Miller, con una mancha apestosa de la enfermedad imperceptible pero ineludible. Por ello, tras rechazar el caso, el abogado cancela todas sus citas y busca inmediatamente a su doctor: no vaya a ser que, dentro de seis meses, se descubra que sí podía transmitirle el virus a su hija con sólo cargarla, pues lo portaba en su ropa o sus zapatos.

Sin embargo, si el virus hubiera sido distinto, si en vez de virus de inmunodeficiencia humana se le llamara coronavirus, las reacciones de Miller hubieran sido no sólo aceptables sino hasta obligatorias: el mismo escenario, con las mismas acciones, pero con distinto virus hubiera hecho de la discriminación, responsabilidad. ¿Cómo se les ocurre saludarse de mano? ¿Por qué estás tocando las cosas del escritorio? ¿Por qué le hablas tan cerca? ¿Cómo no cancelar todo para ir con el médico, si acabas de tener contacto directo con un portador? ¿Cómo volver a casa, con tu recién nacida, si podrías llevar el virus en tu ropa? ¿Y cómo podrías volver a tu oficina si aún no está desinfectada? Qué irresponsable Andrew, consciente de su contagio y, no obstante, poco cuidadoso de su entorno. La coincidencia no es casual ni, tampoco, la inversión de su valor: entre ambos extremos, podría encontrarse un vínculo, no bioquímico, sino social.

El VIH es un virus de lo privado. No se transmite en la calle, a la vista de todos, sin darse cuenta de cómo o a quién, sino a través de actos específicos, ajenos a la exterioridad, inconstantes y altamente condicionados. El virus no transita de portador en portador, con soltura irrestricta: no se mueve, a menos que se le mueva. Y sus vías de propagación son restringidas. Se almacena en el interior, como si la luminosidad lo repeliera, habitando en la mayor intimidad, con la mayor cobertura.

El coronavirus de síndrome respiratorio agudo grave tipo 2 es un virus de lo público. Su espacio de propagación no es la intimidad de la recámara, sino la cotidianidad de la calle. No hay que organizar un acto concreto para que se propague: la normalidad es peligrosa. El virus es puro movimiento, transacción incesante que encuentra en la habitual exterioridad su espacio de contagio: en el transporte, en la escuela, en las diversas mercancías, en el saludo, en el abrazo, en la inocente conversación. Es la degeneración de lo ordinario.

Al cruzar el umbral de lo público a lo privado (o viceversa), se alteran las expectativas de conducta e, inclusive, se llegan a invertir: como en la Casa del Espejo, de Alicia, los valores parecen estar al revés. A veces, sería hasta absurdo acatar los códigos de vestimenta privados en plena publicidad urbana, o arreglarse, acatando los públicos, para permanecer en la interioridad del hogar. En efecto, hay continuidad: matar es un delito, adentro y afuera; pero la dinámica social se transforma: hay actitudes, sentimientos y hasta decisiones determinados por su espacio.

Así, el cambio en la valoración de las reacciones de Miller no deriva exclusivamente de las respectivas formas de contagio, sino de las respectivas conductas esperadas. Sus medidas de prevención juzgan lo privado desde los criterios de lo público: como si la cercanía fuera semejanza, considera su exclusión como la mejor salvaguarda. Así lo reclamaba el mismo Charles Wheeler (Jason Robards), cabeza del despacho en el que trabajaba Andrew, al reprocharle el haber traído el SIDA a sus oficinas, a sus baños y a su picnic familiar: su sola presencia, ante sus ojos, era sinónimo de contaminación. De manera inversa, quienes, no obstante la pandemia de COVID-19, se reúnen, celebran y conservan su normalidad, juzgan lo público desde los criterios de lo privado: como si sólo penetrando en la intimidad, se robaran el virus que a otro le pertenece. Circunstancias más cercanas a las del contagio del mismo Andrew.

A pesar de todo, la defensa de la firma Wyant, Wheeler, Hellerman, Tetlow & Brown es sólida. Acusan a Beckett de incompetente, aseguran su ignorancia con respecto a la enfermedad y refutan cada supuesto ejercicio de discriminación: habían ascendido a quien, hoy, los acusa de racistas y no despidieron a quien, tiempo atrás, también manifestara su contagio. Sin embargo, más o menos, a la mitad de la película se produce el giro que vuelca la balanza a favor del demandante. La cámara lo supo, al, finalmente, liberarse de la incesante vigilancia de los primeros planos y moverse libremente, como flotando, para observar a la distancia. La música acompaña al tornarse esperanzadora, mientras Joe Miller hace patente la realidad del juicio: a Andrew no lo despidieron por tener SIDA, sino por ser homosexual. Lo que Wheeler no quería en su yate, en sus baños o en su oficina era aquella amenaza a su frágil virilidad.

Por eso no despidieron a Melissa Benedict (Kathryn Witt), pues, al haberse contagiado a través de una transfusión, no hubo alguna conducta de su parte que provocara su contagio. Pero Andrew, con su vida disoluta, es responsable de su condición, y ¿cómo saber si sus imprudencias no impactarán en su trabajo? Por supuesto, la vida depravada de la que hablan es, específicamente, su orientación sexual pues, si bien se contagió por su propia falta de protección (en una época en que no había suficiente información), no lo transmitió a nadie más, incluyendo a su pareja, Miguel (Antonio Banderas).

Pero, ¿no sucede lo mismo con los que se enferman de COVID, específicamente, por su irresponsabilidad? ¿Qué tan distinto es nuestro juicio de aquel de los abogados de la firma, al considerar que su enfermedad fue provocada por su conducta disoluta? Cuando el juicio se descubre girando en torno a la homosexualidad, reaparece el juego de las dinámicas sociales: la sexualidad de Andrew se desnuda en el espacio público. Y se le juzga en consecuencia, como si su enfermedad fuera de incumbencia generalizada y un riesgo permanente. Por su parte, nuestro hipotético contagiado de coronavirus que desprecia el encierro, nuevamente, invierte la relación: cree que su enfermedad sólo le compete a él, puesto que, si desgraciadamente la adquiere, no tiene propuesto propagarla. Pero, ahora sí, ya no es privado, sino público: quizás seas libre de contagiarte, pero, a diferencia del VIH, puedes contagiar, incluso sin saberlo, a quien ni siquiera tocaste, a quien ni siquiera conoces y a quien ni siquiera te importa.

O, quizás, el problema es creerse inmunes, porque de eso sólo se contagian los viejos, los ricos o los asiáticos. Por eso, a las afueras del juzgado, se distinguían pancartas que llamaban al SIDA la cura de la homosexualidad. Como si la enfermedad fuera la marca de identidad que los separa de aquellos que, ya de por sí, eran distintos: somos inmunes porque somos mejores. Y si, acaso se llegasen a enfermar, es por culpa de quienes merecían estarlo y de quienes se pusieron de su lado: es evidente que si los enfermos hubieran muerto, todos estaríamos a salvo. Por eso queman hospitales y ambulancias, por eso atentan contra personal médico y de enfermería, por eso se sugirió el nombre de Gay-Related Immune Deficiency (GRID) al posteriormente denominado SIDA, por eso todos se negaban a defender a Andrew, por eso se le pedía, en Somalia, a los enfermos de SIDA que cometan atentados terroristas ya que, finalmente, no tienen futuro y su única justificación para reclamar un lugar propio en el mundo es sirviendo para algo. Porque debajo de las dinámicas de lo público y lo privado subsiste una particular condición de lo social: aquella dispuesta como lucha de todos contra todos, de competencia para sobrevivir. Una sociedad que progresa en la medida en que se persiga el beneficio personal, impuesto sobre el resto, bajo el supuesto de una eventual armonía de voluntades que, aún en conflicto, encuentran un equilibrio de paz. Un progreso identificado con evolución, en donde sólo merece sobrevivir quien mejor se sabe adaptar. Y en donde cuidar al débil compromete a la totalidad de la especie.

«Oh, brother –proclama Bruce Springsteen en su premiada canción “On the streets of Philadelphia”–, are you gonna leave me wastin’ away on the streets of Philadelphia?»[1] ¿Dejaremos que los enfermos se consuman en beneficio de nuestra supervivencia? ¿Aceptaremos que se decida quién merece vivir, en virtud de su edad, de las causas de su contagio o de su potencial beneficio para la colectividad? O, quizás, podríamos decir, ¿seguiremos aceptándolo?

Una vez más, la dinámica se invierte, pues, pareciera que la pesadilla de Springsteen se convirtiera en la actual solución: abandonar en casi absoluto aislamiento al enfermo; separarnos de él, esperando que las calles le den lo que necesita, antes de que el virus lo consuma. El aislamiento físico parece reforzar la individualidad ideológica. ¿Será que la cuarentena le ha confirmado a muchos que su deber es procurar su propio bienestar? ¿Cómo alcanzar la ética de la cooperación en el mundo del encierro? Tal vez, nuestro reto social, además de superar nuestra egoísta individualidad en favor de asegurar el bienestar colectivo, sea evitar que el obligatorio aislamiento, de sanos y enfermos, se convierta en una patológica soledad:

«Una voz –cantaba Andrew, escuchando a María Callas– llena de armonía me dijo:

¡Vive todavía! ¡Yo soy la vida!
¡En mis ojos está tu cielo!
¡No estás sola!
¡Yo recojo tus lágrimas!
¡Yo me encuentro en tu camino y te socorro!
¡Sonríe y espera! ¡Yo soy el amor!
¿Alrededor todo es sangre y barro?
¡Yo soy divino! ¡Soy el olvido!
Soy el dios que desciende de las alturas
y hace de la tierra un cielo!
¡Ah! ¡Yo soy el amor, yo soy el amor!»[2]


Guillermo Lara Villarreal es filósofo. Coordinó el libro colectivo Filosofar en tiempos de crisisReflexiones desde el pensamiento mexicano (2015). Imparte clases en la Universidad La Salle.


[1] Ay, hermano, ¿vas a dejar que me consuma en las calles de Filadelfia?

[2] Se trata de “La mamma morta”, en el 3er acto de Andrea Chénier (Umberto Giordano (partitura) y Luigi Illica (libreto), 1896):

Voce piena d’armonia e dice:
“Vivi ancora! Io son la vita!
Ne’ miei occhi è il tuo cielo!
Tu non sei sola!
Le lacrime tue io le raccolgo!
Io sto sul tuo cammino e ti sorreggo!
Sorridi e spera! Io son l’amore!
Tutto intorno è sangue e fango?
Io son divino! Io son l’oblio!
Io sono il dio che sovra il mondo
scendo da l’empireo, fa della terra
un ciel! Ah!
Io son l’amore, io son l’amor, l’amor”.