El misterio de la caja idiota
Por Román Rangel Ordóñez | 14 de agosto de 2019
Sección: Ensayo
Temas: AudienciascineTelevisión
Tercera temporada de Picos Gemelos (Twin Peaks, David Lynch y Mark Frost, 2017)
Por mucho tiempo, distinguir entre el cine y la televisión no resultaba complicado. Oriundo de una alquimia metafísica, el autor y cineasta Amos Vogel afirmó que la experiencia cinematográfica requería de la oscuridad total: «El espectador no debe distraerse del rectángulo brillante desde el cual lo asaltan figuras enormes. La televisión, por otro lado, no exige tanto pues el espectador se mantiene consciente de su entorno y de quien lo rodea, gracias a los llamados “cortes comerciales”».[1] La década de los setenta vio varias transformaciones en el medio televisivo, con la cancelación de importantes instituciones estadounidenses como fueron The Red Skelton Show (1951-71) y The Ed Sullivan Show (1948-71), así como la pérdida del interés público hacia sitcoms fantásticos como Hechizada (Bewitched, 1964-72) y Mi bella genio (I Dream of Jeannie, 1965-70) para dar paso a contenidos familiares, con una consciencia social emergente. La época reforzó la popularidad del formato narrativo de mayor consumo hasta la fecha, la telenovela, estigmatizada como un género exclusivo de amas de casa, pero con audiencias considerables de hombres y estudiantes universitarios.
Vogel tiene razón con respecto a los aspectos distractores de la televisión y en su clara reverencia al cine cita a André Breton: «Es en el cine donde se celebra el único misterio absolutamente moderno».[2] La espectacularidad de la frase se concibe un tanto austera e ingenua hoy en día, pero se debe recalcar –específicamente porque Breton fue teórico del surrealismo– que quizás los misterios son transferibles, o mejor aún, que se presentan como entes vivos, en una constante metamorfosis. Si esos primeros televisores –cajas de tubos de rayos catódicos colocadas en las salas de familias muy pudientes– servían funciones recreativas y comunicativas mediante un limitado espectro selectivo, la caja coloniza hoy en día cada habitación sin condicionante socioeconómico y con una cantidad ilimitada de opciones, introduciendo otro misterio impetuoso con el arribo del internet y las plataformas de streaming. Y si la condición humana se torna en el combustible de la maquinaria generadora de empatía (como el crítico Roger Ebert llamaba al cine), entonces tenemos que mirar intensamente al medio de mayor congregación de historias y narradores.
En su ensayo, “Nuevas narrativas televisivas: Relajar, entretener, contar, ciudadanizar, experimentar”, Omar Rincón establece, en esencia, dos eras, la de la televisión generalista e industrial, de conservadurismo moral y pereza creativa, y la de periodismo subjetivo, inestables experimentos narrativos y posibilidades inéditas para la creación audiovisual.[3] Podríamos argumentar que la llave para aludir a la sofisticación narrativa en este medio reside en el género documental. El pionero John Grierson define al documental como el tratamiento creativo de la actualidad, por lo que la «edición de secuencias debe, por ende, incluir no sólo descripción y ritmo, sino también comentario y diálogo».[4] Mientras que los noticieros se sostienen bajo un formato inapelable en su lenguaje descriptivo, como el uso de presentadores, narraciones en voice-over y soundbites (extractos de entrevistas), el documental se presenta como una constante reinvención de sí mismo. La televisión británica, por ejemplo, gozó de extraordinarias propuestas documentales durante la década de los 50 y 60. Con la sociedad cambiante y desencantada de la Postguerra este género rápidamente se convirtió en un espejo: reflejo de la clase obrera, comunidades de migrantes y microscopio de la tensión racial y una situación económica en decadencia. La posibilidad de que una narrativa pudiese impactar profundamente a sus espectadores, articulándose con base en hechos reales, lo ha convertido en una poderosa herramienta social.
Pero la televisión ha sido motivo de constantes críticas con el pasar de los años. Los prejuicios hacia la “caja idiota” varían desde la manipulación de imágenes hasta sus limitaciones narrativas y las carencias técnicas dentro de su programación. Giovanni Sartori, por ejemplo, insistió en «que la televisión, a diferencia de los instrumentos de comunicación que la han precedido (hasta la radio), destruye más saber y más entendimiento del que transmite».[4] El aspecto enajenante revela un deseo escapista en nosotros, refugiándonos en el ámbito hogareño, libre de tensión y absuelto de responsabilidad. La directriz donde la televisión resulta en un arte inferior puede situarse en el punto de fuga estadounidense, donde el ciclo populista vio un despliegue masivo hacia todos los sectores de la población. En Europa, el panorama fue mucho más prominente y variado, con la posibilidad de mayor libertad creativa y oportunidades narrativas. Cineastas como Ingmar Bergman, Rainer Werner Fassbinder y Krzystof Kieślowski lograron algunos de sus mejores trabajos en la televisión. Si el lenguaje televisivo, a través de las décadas, estaba gradualmente aproximándose al lenguaje fílmico, ¿cómo podíamos distinguir ahora entre el cine y la televisión?
Este tren de pensamiento da lugar a la serialización como parte íntegra de su lenguaje. Hoy en día sobreviven cuatro cadenas públicas principales en los Estados Unidos: ABC, CBS, NBC y FOX. Todas ellas, con una amplitud de programación, pero todas con estrategias de difusión con base en estudios de mercado. Los horarios matutinos, vespertinos y nocturnos separan cómodamente audiencias y tipos de contenidos. El editor de una serie de televisión trabaja de forma mucho más dinámica que uno en el cine, recibiendo cada semana cerca de 40 horas de grabación para un episodio de 40 minutos. El director tiene mucho menos tiempo en la sala de edición ya que normalmente está grabando otros episodios. Quienes tienen corte final, en la mayoría de las ocasiones, son los productores. Este proceso persiste en varios programas actuales, sin embargo, y poco a poco, el formato de miniserie adquiere mayor popularidad. En esencia, estas no son diferentes a sus contrapartes fílmicas, con la distinción de una división episódica. Lo que complica el argumento reside tácitamente en los guiones (el primer corte editorial de cualquier formato audiovisual). David Lynch, por ejemplo, optó por escribir un solo guion canónico para la tercera temporada de Picos Gemelos (Twin Peaks, 2017), concibiéndola como una película de casi 18 horas. Por cuestiones comerciales se distribuyó en 18 partes (el director no gusta de llamarlos capítulos), a través de la cadena de Showtime en los Estados Unidos y de Netflix en nuestro país. La historia torcida de este hito televisivo arranca con un piloto que fue editado como una película para el mercado internacional en 1990. Si la serie no hubiese sido adquirida por su cadena, quizás Twin Peaks sería hoy en día un producto de 2 horas sin mayor relevancia. Cabe también recordar que ese fue el destino de Mulholland Drive: Sueños, misterios y secretos (Mulholland Drive, 2001), la cual originalmente también iba a ser una serie de televisión y se convirtió en lo que quizás sea la mejor película en la filmografía de Lynch. Aunque la tercera temporada de Twin Peaks compitió en los Emmys y los Golden Globes, la prestigiosa publicación Cahiers du cinéma la declaró la mejor película del 2017.
Los paradigmas irremediablemente migran de la oscuridad de las salas de cine a la claridad de la domesticidad, donde el artista tiene un enlace más íntimo con su audiencia. En años recientes, y gracias a la digitalización de contenidos, la brecha entre hogares y complejos cinematográficos se acota permitiendo a los usuarios adoptar un equipamiento superior para el disfrute televisivo. El cine, por su lado, recurre a la promoción circense para atraer a su público o se refugia cálidamente en los nichos del festival y circuitos alternativos.
Y sí, los contenidos maduros y sofisticados que se disfrutan en casa conviven en un mar de opciones, todas luchando por acaparar nuestra atención. Si el cine es ritual y comuna, la televisión se ha convertido en un féretro fetichista de nuestros tiempos. Vale la pena regresar a Amos Vogel, quien aseguró, durante su época, que se había traicionado el maravilloso potencial del medio televisivo ante la dominación de una obligación comercial y una publicidad ubicua, citando a una gama enorme de canales que sólo transmiten basura los 365 días del año.[5] Vogel falleció en 2012, a pocos años de esta nueva “época dorada” para la televisión, pero seguramente pudo prever cómo la modernidad se encargó de separar la basura en contenedores, dando cabida a un nuevo mundo donde los sueños ya no obedecen preceptos sacrosantos. Este es el nuevo misterio absolutamente moderno.
Román Rangel Ordóñez es el director de programación del Festival Doqumenta, en Querétaro. Escribe reseñas para Estación Geek. Acaba de producir su primer documental Un viaje en taxi (C.K. Mak, 2019), ganador del premio Maguey a mejor película en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara. @Marcador00
[1] Amos Vogel, El cine como arte subversivo, Festival Ambulante y Secretaría de Cultura, México 2016, p. 26.
[2] André Breton citado por J. H. Matthews en Surrealism and Film, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1971, p. 2.
[3] Omar Rincón, “Nuevas narrativas televisivas: Relajar, entretener, contar, ciudadanizar, experimentar”, Comunicar: Revista Científica de Educomunicación, vol. XVIII, nº 36, Huelva, 2011, pp. 43-50.
[4] Giovanni Sartori, Homo videns: La sociedad teledirigida, Taurus, México, 1998, p. 12.
[5] Amos Vogel, op. cit., p. 21.
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