The Souvenir

The Souvenir

Por | 31 de enero de 2019

Sección: Crítica

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En principio, al amor le corresponderá siempre –y de manera siempre latente– un dolor proporcional al placer y la pasión, el de la pérdida, el desamor. Joanna Hogg traslada esta dicotomía a la construcción The Souvenir (2019): un hombre y una mujer unidos y confrontados por una relación de poder –uno posee el capital simbólico de la experiencia y la “superioridad intelectual”; la otra posee el privilegio social y los medios para solventar todos los gastos– cuyo vínculo siempre endeble se manifiesta tanto en lo narrativo como en lo formal.

La propuesta visual enfatiza estos matices en todo momento: la cámara oscila entre tomas fijas que permiten que los personajes se acerquen, se alejen, entren, salgan del cuadro, hay acercamientos extremos y sensibles a los cuerpos –las manos, los ojos, la piel– y un fuera de foco que aísla a Julie, la protagonista, del mundo que la rodea. La acción, que sucede principalmente en interiores –en especial dentro de su departamento– se empalma a su vez con tomas de la película que está realizando en la escuela de cine y en un paisaje desierto donde escuchamos sus escritos en voz en off. Cada uno de estos elementos se desenvuelve para finalmente confluir en un mismo instante donde Julie, sola al fin, parece haber encontrado algo dentro de sí misma, algo que no habría surgido de no ser por el encuentro y desencuentro con Anthony.

Queda claro que Julie (Honor Swinton Byrne) es una joven privilegiada –¿de qué otra manera podría dedicarse a estudiar cine sin ningún agobio económico?–, la vemos pidiéndole dinero recurrentemente a su madre mientras intenta encontrar una voz que sostenga su mirada fílmica. Se enamora de Anthony (Tom Burke), un hombre que, a la par de mostrarle una ternura esporádica, la apantalla aleccionándola continuamente y señalando sus faltas de carácter y la inconsistencia en su trabajo. Entre copas de vino y conversaciones sobre el arte y la vida, consolidan una relación sostenida por el poder que él ejerce mientras ella paga las cuentas: ella se pierde en una desesperada búsqueda de aprobación y una idealización de su pareja que le impiden ver los peligros que representa y el abuso al que está sujeta de forma cotidiana. Está a su lado pero no está con él. Nunca coexisten como iguales. En medio del deseo y la pasión se juega una relación de poder que se vuelve más tensa conforme avanza el tiempo. Cuando Julie le implora que se vaya parece al fin ver aquello que siempre estuvo ahí: ella –su mirada– no puede madurar sin la liberación y, a su vez, aquello detonado por la liberación no habría sido posible de no haber existido el encierro.

Al inicio de su relación, Anthony lleva a Julie a ver la pintura que le da el nombre a la película. Una mujer acaba de recibir noticias de su amado y está grabando su nombre en un árbol. Las lecturas que cada uno de ellos le dan a la expresión de la mujer ponen en evidencia sus distintas formas de ver el mundo y de verse entre ellos. Julie cree que la mujer parece triste, Anthony cree que parece decidida, ambos coinciden en que, sea cual sea la realidad, luce muy enamorada. Hacia el final, Anthony desaparece una noche y Julie replica a su manera la acción de la mujer de la pintura: deja una nota con su nombre en la puerta con la esperanza de que vuelva.

Julie menciona en uno de sus escritos que siente «El día y la noche fundiéndose en una nada grisácea», el final de su historia con Anthony es inminente, así como el inicio de aquello que seguirá después. Sólo entonces, durante esta transición, Joanna Hogg (Londres, 1960) permite –a través de una ruptura de la cuarta pared– que la distancia entre la pantalla y nuestra mirada sea transgredida, así como se disuelve la distancia entre Julie y el mundo que la rodea mientras la vemos entrar en aquel paisaje inalcanzable. Un camino posible hacia la creación es la destrucción.


Ana Laura Pérez Flores es editora de Icónica y asistente editorial en Cal y Arena.