El espanto

El espanto

Por | 20 de septiembre de 2018

Desde el crepúsculo hasta las luces primeras del día, una vieja ambulancia se zambulle en el paisaje ralo de La Pampa argentina. Animales y pastores salen a su paso entre las estepas que rodean al camino sin pavimentar. Su destino es El Dorado, un minúsculo pueblito de apenas unos 400 habitantes, profundamente enclavado en la inmensa provincia de Buenos Aires, pero a muchas horas de la capital. Allí, una anciana enferma espera la llegada de la unidad tumbada sobre la cama de un clásico cuarto campirano (un reloj que hace tic-tac y avanza medio apesadumbrado, una luz tenue que se aproxima desde las ventanas, sábanas de flores, un crucifijo sobre la pared), pero según los habitantes de la casa y los vecinos, su enfermedad no es algo que los médicos comunes puedan curar (en el pueblo no hay médicos comunes, «para qué…»), porque ese mal pertenece más a una especie de plano espiritual, es más como un tipo de estupefacción, un estado del alma parecido a una fuerte depresión; un raro e indefinible agente: «el espanto».

Y es que El Dorado no es un pueblo común de La Pampa a pesar de las primeras apariencias. La mayoría de sus habitantes, hombres y mujeres chapeados, algunos de ojos muy abiertos y extraña mirada, parecen haber desarrollado –o más bien heredado y quizás readaptado– insólitos poderes de curación, consistentes, por ejemplo, en acciones como «pasarse un sapo» vivo por ciertas regiones afectadas del cuerpo, doblar y desdoblar una cinta frente al enfermo, arrojar al paciente «adrenalina» mediante movimientos parecidos al karate, enviar mensajes de texto acompañados de bostezos, o pronunciar secretísimas palabras al oído de aquel al que se quiera curar. Los habitantes de El Dorado lo curan prácticamente todo, todo menos “el espanto”, un mal que aparentemente sólo puede ser aliviado por un terrible viejo ermitaño a las orillas del pueblo.

El espanto (2017), segundo largometraje de la dupla de jóvenes directores y publicistas bonaerenses Pablo Aparo (1986) y Martín Benchimol (1985) –el primero, La gente del río (2013), exhibido en DocsDF, exploraba en una clave similar la construcción social del miedo y la desconfianza vecinal durante un verano en una pequeña comunidad de la misma Pampa– es un documental tan impresionante en su relativamente sencilla y no obstante sólida factura como entrañable en su aproximación a la imaginería pueblerina de un puñado de personas. Y si bien, el elemento que más ha llamado la atención sobre la película es su inmersión en la pequeña y recóndita comunidad de El Dorado a partir de una disección de las peculiares prácticas esotéricas de sus pobladores, su particular mirada documental, por momentos embebida de un carácter de suspense propio de ciertos géneros de ficción, logra llegar mucho más lejos: a través de un registro estéticamente inmejorable tanto en la imagen como en el diseño de sonido, captura la inusual belleza de un sitio de alguna forma suspendido, la simpática y cristalina simplicidad de los residentes (al igual que su conservadurismo, prejuicios y marcadas contradicciones) y la fuerza de una cosmovisión que oscila entre la melancolía del campo y los extraños caminos de la fe popular.

Con sus 70 minutos de duración y discreto paso por festivales como La Habana, Ámsterdam y Guadalajara (donde ganó un premio especial del jurado) El espanto es uno de los mejores documentales del año.


Gustavo E. Ramírez Carrasco es editor en el Departamento de Publicaciones y Medios de la Cineteca Nacional. Contribuyó con un estudio sobre la obra de Pedro González Rubio al libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Documental (2014). @gustavorami_