El legado del Diablo
Por Jorge Hidalgo Chagoya | 28 de junio de 2018
Los padres comieron uvas agrias
y los hijos sufren dentera.
Jeremías (31:29)
El legado del Diablo (Hereditary, Ari Aster, 2018) nos muestra un escenario trágico donde ya se habían adentrado películas como La bruja (The Witch: A New-England Folktale, Robert Eggers, 2016), con la cual comparte productor, y El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, Roman Polański, 1968): historias donde se nos muestra a una familia corrompida y/o destruida por un agente externo intrusivo, el outsider, que por medios auténticamente diabólicos y perversos desvía el orden familiar.
Este film, sin embargo, tiene el mérito de dilucidar los antecedentes generacionales que trazaron las líneas invisibles del destino de los protagonistas. Estos, miembros de un ambiente familiar viciado por mentiras, secretos, psicopatologías e inversión de roles, sufren un determinismo catastrófico prescrito por sus ancestros. Y el espectador puede encontrar reflejos de sus propios mitos familiares, desencadenándose así el auténtico horror: miedo a las enfermedades mentales hereditarias, a ser como los padres, a morir solo como el abuelo, a repetir los mismos errores inevitables causados por las fuerzas inasibles en las que fuimos formados como sujetos frente a nuestros progenitores y hermanos.
En la primera mitad de la película Annie (Toni Collette) asiste a una sesión abierta de terapia grupal en un intento de elaborar los complejos sentimientos (reproche, culpa,…) causados por la pérdida de su madre. Durante la sesión, Annie termina narrando un historial de trastornos psiquiátricos en su familia: la depresión de su padre, quien muere por inanición voluntaria, un hermano con esquizofrenia que se suicida culpando a su madre por, presuntamente, haber introducido personas dentro de él, y finalmente su madre con trastorno de identidad disociativo, una mujer llena de secretos y distante que hacia el final de su vida sufrió demencia. Annie termina su monólogo con la sentencia «Esa fue la vida de mi madre», seguida de un silencio sepulcral por parte del grupo de apoyo. Es ahí donde el silencio parece esconder lo obvio, y es que tal linaje de tragedias no se puede reducir de ninguna forma a la vida de su madre: abarca también su propia vida y por extensión la de sus hijos y esposo.
Los horrores de vidas pasadas siguen vigentes en formas disfrazadas y encubiertas. Françoise Dolto menciona al respecto: «Las dificultades en cadena […], en la estructuración edípica, no se remontan a las carencias de los padres, sino a las de los abuelos y en algunos casos, a las de los bisabuelos. […] Se trata de una inmadurez de la libido, de represiones o perversiones sexuales, fruto de una carencia sucesiva de resoluciones edípicas».[1] Ricardo Rodulfo, al igual que Dolto, trató la locura familiar no como un mero producto indeseable de la genética sino como un producto del mito familiar: «Una serie de discursos y prácticas cotidianas que incluyen actos, dichos, ideologemas, normas educativas, y regulaciones del cuerpo».[2] Un mito que se perpetúa inconscientemente, imponiendo roles preconcebidos alienantes a cada nuevo miembro, a quien además se le inviste con una función que determinará su imaginario y subjetividad.
Estos conceptos pueden dar pautas para entender mejor la simbología utilizada en la película: las clases recurrentes de Peter sobre la tragedia griega y el determinismo, los discursos y síntomas que se repiten entre los familiares, la decapitación recurrente de los personajes como representación de la pérdida absoluta de control frente a influencias externas, etc. Hay dos elementos que parecen ser especialmente representativos de la alienación del individuo frente a la neurosis familiar: las maquetas en miniatura que manufactura Annie sobre su experiencia en familia, donde los individuos en casa lucen impotentes frente al devenir de un boceto ya hecho, y la posesión demoníaca del cuerpo del hermano mayor por el mismo espíritu que poseyó alguna vez a la hermana menor muerta en un accidente causado por el primero.
Conforme avanza la trama, Annie intenta indagar la verdad detrás de todo el montaje de destrucción, sin embargo parece ser demasiado tarde para retomar el control del destino de su familia, ya condenada por un proceso iniciado por la abuela muerta. Cada familia es contenedora de un pequeño drama, y cuando el dolor es mucho, como suele ser, se recurre a maniobras que resultan en una herencia siniestra. Habría que preguntarnos sobre nuestro imaginario y nuestros fantasmas, qué función y qué rol cumplimos dentro de nuestra encomienda histórica, si también a nuestra propia manera, en nuestra propia casa, somos miniaturas.
[1] Cf. Maud Mannoni, La primera entrevista con el psicoanalista, Editorial Gedisa, Barcelona, 1996.
[2] Cf. Ricardo Rodulfo, El niño y el significante: Un estudio sobre las funciones del jugar en la constitución temprana, Editorial Paidós, Barcelona, 1996.
Jorge Hidalgo Chagoya es psicólogo.