Niñato

Niñato

Por | 21 de junio de 2018

Sección: Crítica

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La caminata de David, el rapero madrileño de treinta y tantos años, empieza a cruzar la calle y ya luce los colores de un cine que sabemos de qué está hecho: una cámara al hombro le respira en la nuca al Ulises de algún calvario cotidiano con un afán humanista (nada desdeñable). Dirigida por el cineasta español Adrián Orr (Madrid, 1981), Niñato (2017) pudo haberse ubicado cómodamente en el subgénero festivalero de las pequeñas odiseas de los Dardenne, pero se ahorró las conclusiones del cuento moral para dejar que la vida de su gente se desenvuelva desmitificada.

La película se adentra en los cuartos oscuros y descuidados que habita la familia Ransanz. David, conocido por amigos y públicos nocturnos como Niñato, todavía vive en casa de su madre, en donde es el tutor de su hija y sus dos sobrinos: los levanta por las mañanas, los lleva a la escuela, les ayuda con la tarea y los inspira con sermones banqueteros sobre la responsabilidad y la autonomía. Nuestro papel es el del testigo invisible, pues observamos muy de cerca una vida familiar fidedigna en la modestia de sus trivialidades durante seis años.

Esta transparencia, sin embargo, tampoco implica una inmersión de registro meramente documental, como una cifra estadística de los cambios en la familia nuclear española en época de crisis o de los patrones patológicos de los músicos de medio turno. La intimidad de nuestro hombre y sus múltiples espacios (casa, calle, coche y fiesta) revela una relación importante entre su carácter inmutable y el crecimiento de la gente que tiene a su alrededor —los niños, sobre todo—, ironía que se expresa a través de la también contradictoria dualidad entre el plano secuencia y la elipsis, los dos recursos favoritos de Niñato para establecer un juego en donde el tiempo se alarga y brinca.

Si el tiempo se alarga,
la mañana llega como le llega a los niños flojos, en un cuarto grafiteado a media luz, lenta y enemiga, desmenuzando cada trabajoso minuto que el pequeño Oro necesita para quitarse la piyama, caerse dormido un instante y otro más, levantarse entre los gritos del despertador paternal y tratar de vestirse para ir a la escuela, o la tarde se pierde desvanecida entre el humo del cigarro que se fuma con el gesto tierno de reposar en las piernas de la novia y el humo del cigarro número dos que se fuma calando el mismo necio sample en una vieja Acer sobre la mesa de la sala, a contraluz. Todos esos tiempos muertos se dirigen a la noche, hora de rimas salvajes en el escenario: el hábitat verdadero del protagonista.

Si el tiempo brinca,
su ausencia se roba discretamente a Oro, Mia y Luna y los cambia de pronto por preadolescentes más despiertos, como si la niñez se escondiera entre cada corte para huirle al papá David y dejarlo ser. La elipsis, al suprimir las conexiones entre los lapsos estirados del párrafo anterior, ayuda a resaltar el movimiento, factor de cambio paulatino, igual que las ráfagas estroboscópicas del antro favorito de Niñato.

Quizás el resultado más perceptible de esta conjugación de tiempo y tiempo suprimido es la ilusión de un mundo con ritmo propio y la fluidez con la que el rapero ocupa las calles y las habitaciones. Como las heroínas de Andrea Arnold —de Red Road (2006) a Dulzura americana (American Honey, 2016)—, navegantes de ciudades y campos nublados marginadas por su soledad y su clase, el David Ransanz de la pantalla parece haber contagiado al clima mismo de Madrid para hacerse de un lugar que lleve su sello, Niñato, padre soltero y compositor urbano en pants por siempre, fumador; dueño de pocas cosas, pero dueño al fin.

Decíamos que aquí no hay película de los Dardenne porque se evitan premios y castigos morales. En lugar de un dictamen probatorio de la calidad del alma, el final de la trayectoria en escena de Ransanz ofrece la posibilidad de un futuro distinto. Queda un eco del padre en la canción de sus niños, descendientes naturales del hip-hop (al menos uno de ellos, como queda muy claro en la espontaneidad de la secuencia de la bañera), autónomos como él tanto quería. Haciendo cuentas, David debe tener cuarenta años cuando sus hijos ya no lo necesitan para salir a la calle; su vida por fin podría seguir otros senderos.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay

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