Todas las porquerías del mundo

Todas las porquerías del mundo

Por | 25 de noviembre de 2019

Todas las pecas del mundo (Yibrán Asuad, 2019)

Vaya uno saber por qué se llama Todas las pecas del mundo (Yibrán Asuad, 2019), pero ahí hace de las suyas el pequeño arrogante José Miguel (Hanssel Casillas), con complejo de genio-galán, que nomás llegando a su nueva escuela, protegido tan sólo por una ridícula lonchera, se instala para, uno creería, sobrevivir. Sobre todo ante la presencia del gallito fifí Kenji (Luis de la Rosa), aún sin enfrentar sus absurdos problemas de Un papá pirata –¿o era Una papa pirata?– (Humberto Hinojosa Ozcáriz, 2019) esa versión vernácula del megachurro que fue Ese es mi hijo (That’s My Boy, Sean Anders, 2012), con Adam Sandler. Pero no hay que desviarse del tema.

José Miguel parece todo menos frágil, ya que de inmediato se clava con la niña bonita Cristina (Loreto Peralta, resucitando de No se aceptan devoluciones [Eugenio Derbez, 2013]) y se obsesiona demencialmente con ella, maquinando todo tipo de situaciones para ver si puede ligársela, aunque pronto la punketa medio emo Andrea Sutton lo ve con ojos de amor y de que podría ser su caballerito andante.

Pero José Miguel no tiene más ojos que para Cristina. Así se lo dicta la hormona que lo endurece día a día. Por ello, enterado de que le gusta el fut a su indiscreto objeto del chocheo, crea un equipo de perdedores, donde el baquetón entre ellos, resulta por obra y gracia de un guión que se propone ser comedia pero por alguna razón revela un subconsciente retorcido, o traumado, que ese inminente crack del equipo es un adolescente sexualmente abusado –¡ah, cabrón!–, por la maestra del grupo (incluso, previo al clímax de la cinta, le “rompe” la espalda, ¿tras sodomizarlo?).

A pesar de ello, el dizque hipersensible José Miguel nunca se da cuenta de nada y continúa motivado sólo por su brutal narcisismo: quiere con Cristina, a pesar de que ella es mayor y le saca sus buenos veinte centímetros de estatura. No le importa nada, ni pelearse con sus nuevos amigos, ni fracasar renunciando a su inteligencia.

Eventualmente, Cristina será su novia. Pero como el perro de las dos tortas, descubre que ama a la punketa, quien se involucra con Kenji, el ex novio de Cristina, si no, el enredo no sería tan imperfectamente unido ni tan artificial ni tan absurdo.

El tema del inmaduro payaso pequeñín que concluye con él mudándose a otra ciudad, y arteramente echándole ojo a una jugadora de beisbol, como futura víctima y nuevo objeto del deseo onanista, es un poco la metáfora cruda que el cine mexicano reciente presenta como forma de autorretratarse.

Primero, como niño que no avanza en sus primitivos impulsos eróticos, teniendo miedo de cualquier contacto. Segundo, como alguien obsesionado con caerle bien a todos (en especial al público), sin tomar en cuenta que ni simpático es porque todos conocen su bolsa de trucos. Tercero, como alguien desesperado por encontrar un tema, aunque no funcione, ni siquiera ubicándolo en el pasado de la supuesta mejor selección nacional que jugó en el mundial de futbol –¿Francia 1998 o Corea-Japón 2002? La verdad es que lo mismo da puesto que sólo sirve para que el equipo de José Miguel sea una caricatura para su mundialito escolar donde la “copa” es Cristina.

Por último, lo llamativo es su falta de personalidad. Pareciera que lo lineal de la historia es ideal para contarla como capricho de adolescente con serios problemas de empatía. Aunque si se presenta esto como “comedia”, ¿por qué no funciona?

Ninguna risa se desprende de la pena que hay en descubrir a tan promiscuo y procaz prepúber actuando como machito callejero, golpeador y abusivo. Lo curioso es que una cinta similar, la hollywoodense Chicos buenos (Good Boys, Gene Stupnitsky, 2019), que cuenta cómo Max (Jacob Tremblay) se obsesiona con su compañerita de sexto grado Brixlee (Millie Davis) y hace todo lo que está en sus manos para ir a la fiesta de besos que organiza Soren (Izaac Wang), funciona con los mismos términos que la película mexicana.

El  humorismo, ramplón, sí, es sobre niños, en una situación adulta, que nunca renuncian a su mirada infantil. Ni en varias situaciones sexuales, que van del uso de juguetes para adultos al chiste circular donde Max pierde a Brixlee y ésta se hace novia de la otra chica a la que él le gustaba, y que también fue su novia. El enredo es el mismo, pero en este churro, sí da risa.

El problema es que el cine mexicano no puede ir más allá de su hipersolemnidad donde el tema debe ser profundo o trascendente o autoconsciente, hecho con deplorable estilo de foto postal 1950, con colorines brillantes, que no revelan calidad estética sino la porquería coruscante que cada semana aparece en la sentina de la cartelera. Deprimente.


José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.