El lado monstruoso de la madre en The Babadook de Jennifer Kent
Por Helen Garnica | 26 de febrero de 2021
Sección: Ensayo
Temas: Cine de horrorCine y psicoanálisisCine y psicologíaJennifer KentMadres en el cinePerfiles psicológicos de personajesThe Babadook
En los últimos años han surgido múltiples películas que cuestionan la imagen de la madre como “ángel del hogar” y la maternidad como un proceso idílico. Así, nos encontramos frente a filmes de terror donde la madre deviene en un monstruo (verbigracia, Mamá [Mama] de Andrés Muschietti en el 2013), los hijos se vuelven presencias amenazantes que buscan atentar contra la integridad de la progenitora (Dulces sueños, mamá [Goodnight Mommy] de Severin Fiala y Veronika Franz en el 2014) o surge un ser malévolo que busca apoderarse de la madre y desaparecer al hijo.
En esta última línea, The Babadook (Jennifer Kent, 2014) nos presenta a Amelia, una madre viuda que se encuentra ante una fecha traumática: el séptimo cumpleaños de su único hijo, Samuel, actualiza el recuerdo del padre muerto. Además, Samuel es un niño con problemas de conducta (los profesores y su tía Claire enfatizan el carácter violento del infante) y que cree ver monstruos en cada espacio de la casa. Amelia, quien antes escribía cuentos para niños y ahora trabaja como enfermera en un asilo, leerá un libro llamado The Babadook para que su hijo conciba el sueño y descubrirá que la historia trata de un monstruo que busca ingresar en sus lectores para destruirlos. Pronto, una amenaza se cernirá sobre el hijo.
1) El reclamo incesante del hijo
Los minutos iniciales de la película nos posicionan frente al sonido de la lluvia y a Amelia viendo a su esposo durante el día del accidente: él parece aturdido frente al timón, ella lo mira mientras una luz enceguecedora ilumina su rostro e impactan gotas de agua. De inmediato, es despertada del sueño por el hijo que grita «¡Mamá, he tenido pesadillas otra vez!» La lluvia y el recuerdo del marido, la demanda continua del hijo y el uso del primer plano son motivos constantes en el largometraje y dan cuenta del deterioro mental que experimenta nuestra protagonista.
Slavoj Žižek, en “Lacan con Ojos bien cerrados”, hace hincapié en que el contraste entre el sueño y la realidad se traduce en la oposición entre lo real traumático y el fantasma. Por ello, el sueño no se presenta como una evasión de la realidad sino, más bien, es la amenaza de lo real que se cierne sobre la ficción que habita el sujeto y pugna por ingresar: hay algo en el sueño que lo hace insoportable y la única vía posible se traduce en «despertar a la realidad como huida de lo real que nos encontramos durante el sueño».[1]
En The Babadook el sueño no es una vía de escape para Amelia, tampoco es el espacio donde puede huir de la realidad atosigadora en la que se halla inmersa (el trabajo monótono y el cuidado del hijo), pues ella encuentra al esposo muerto y su rostro se horroriza: en el sueño existe un elemento insoportable que la obliga a despertarse. Asimismo, en el espacio onírico, el marido siempre le señala «Hoy lloverá», con lo que alude al día de su muerte, cuando la llevaba al hospital para alumbrar al hijo, por lo que la protagonista niega la sola mención de la lluvia y grita cuando escucha tal afirmación. Lo insoportable para el personaje es revivir la muerte del marido, dado que esta se traduce en la génesis del hijo.
Sin embargo, el despertar no se comporta de un rasgo positivo: ella vive sola con un hijo que siempre le recuerda su función de madre. La relación entre Samuel y Amelia se gesta bajo una falla significativa: el primero quiere colmar a su progenitora, pues no la ha dividido entre mujer y madre. Recordemos que Jacques-Alain Miller, en El niño entre la mujer y la madre, no sólo repara que el Padre inscribe el coto en el deseo de la madre con respecto al hijo, sino, además, que esta debe direccionar su deseo del cuerpo de un hombre a otro que no sea el niño. En otros términos, debe existir un reconocimiento donde la madre desee “no-todo del niño”, pues que el hijo se posicione como el mero objeto deseo de la madre provoca estragos: la culpabilidad materna, la perversión y el fetiche infantil, y la forclusión.
La posición del hijo como aquel que colma genera una «madre angustiada» que «es, de entrada, la que no desea –o desea poco o mal– como mujer».[2] Pretender anular a la mujer es que el propio hijo no acceda a la castración simbólica que le permita diferir del Padre: el primero reconocerá que la madre no lo quiere sólo a él y el segundo admitirá que hay un deseo fuera de sí que debe compartir con el hijo. El actuar de Samuel se circunscribe a ser quien, ante la falta de una posición paterna que direccione su deseo fuera de la madre, busca ser el eje de atención de Amelia. Inclusive, se presenta en todos los escenarios donde puede aflorar o materializarse el reclamo de la mujer por el cuerpo de un hombre: en una escena, por ejemplo, Amelia usa un vibrador porque cree que su hijo está dormido y en el momento del éxtasis su grito se ve “tapado” por el del hijo, quien vocifera que el Babadook está en su cuarto y no desea dormir solo.
Así, Amelia como madre angustiada ha decidido forcluir el recuerdo del padre: «No lo menciono nunca» le comenta a su hermana Claire; se aleja de Mrs. Roach –su anciana vecina que padece Parkinson– apenas esta evoca al esposo, Oscar; y ha decidido guardar todo lo referente a él (fotos, ropa, libros) en el sótano del hogar, puerta que mantiene con llave y donde nadie, ni siquiera ella, accede. El debatirse entre su deseo de un hombre y la posición de madre produce la crisis: la emergencia del Babadook como una alucinación.
Sería pertinente observar estas dos imágenes:
Antes de la aparición del Babadook (1):
Después de la asunción del Babadook (2):
En los dos fotogramas referidos se plasma la dinámica continua de la película: en 1, el niño extiende los brazos hacia la madre, la aprisiona contra sí (le aplasta el cuello y la envuelve con sus pies) en una demanda de afecto, mientras que ella lo aleja y se desliza hacia el borde de la cama e intenta “descansar”. Segundos después, se enfoca su rostro para mostrarnos las arrugas, los cabellos desordenados y el movimiento de los ojos: descansar la está vedado porque el sueño es la amenaza de lo real que opera en la primera parte de la película. Con eso, el uso del primer plano conduce, de manera artificial, «a una invasión del campo de la conciencia, a una tensión mental considerable y a un modo de pensar obsesivo».[3] De allí que prestemos atención al descuido físico de la protagonista como el indicio material de un desorden mental que amenaza con apoderarse de ella. Además, deshacerse del hijo y acurrucarse en el borde de la cama infantil sindica la división que ella misma busca establecer: un espacio propio donde pueda vivir la mujer, la cual se acurruca hacia el vacío, es decir, hacia la ausencia del marido.
El segundo fotograma representa el momento en que el Babadook ha cobrado mayor fuerza: la madre, quien antes omitía todo resto que recuerde al esposo, abraza el violín del marido, mientras que el hijo la sostiene de la cintura y le pide que se marchen a la casa de Mrs. Roach: Amelia se halla atrapada entre el hombre y el niño. La manifestación del violín rememora aquello que la madre ha estado negando repetidas veces: no menciona a Oscar y tampoco desea que el hijo comente o indique el nombre del Babadook; curiosamente ambos están siendo ocultados o destruidos persistentemente por la madre: el padre no se menciona y el libro es quemado.
Cabe resaltar que la forclusión señala la falta de la función paterna, es decir, el universo simbólico no se halla estructurado, nombrado y ordenado por una Ley, de modo que se instala «un agujero en el orden simbólico […] y el consiguiente aprisionamiento del sujeto psicótico en lo imaginario».[4] En la película, Amelia ve irrumpido su hastío por este monstruo que salta del plano de la ficción a la realidad y le repite: «Baba Dook! Dook! Dook!», pero el nombre de este ser no parece tener un correlato en la realidad inmediata y simbólica. El monstruo emerge, de esa forma, como una presencia extraña que le recuerda el deseo del falo, tal como una idea insoportable (la muerte), que ella ha decidido expulsar de su vida: Mr. Babadook se confunde con la imagen de su esposo, en la medida que ambos usan indumentaria parecida.
Aquello que Amelia ha expulsado fuera de sí adviene en «un jirón como una nueva realidad»[5] que agujerea su propio yo y, por ende, el medio donde está inscrita. Babadook le reclama a la madre «Let me in!», puesto que la casa es una metáfora del cuerpo de la madre: el progresivo descuido en que Amelia va cayendo se observa en las condiciones materiales del hogar (platos sucios, objetos desordenados, entre otros) y, por ello, la penetración del monstruo al sitio familiar se constituye como un ataque directo hacia ella. Esto se ejemplifica cuando Amelia, luego de reaccionar violentamente ante los pedidos constantes del hijo («Eres mi mamá», «Tengo hambre», «Léeme un cuento»), le pide perdón mientras menciona «Necesitamos salir de esta casa. Llevamos aquí mucho tiempo». Justamente, horas antes, ha detectado un enorme agujero en la casa.
2) Un agujero en la casa/Amelia
Lacan, al abordar el crimen de las hermanas Papin hacia las dueñas de la casa en que trabajan, repara en el aparente error de Christine: denunciar al alcalde como secuestrador. Dicho yerro se produjo porque existe una similitud fonética entre mère (madre) y maire (alcalde), es decir, Christine, realmente, estaba acusando a su madre por la opresión que esta ejercía sobre ella y su hermana (el dejarlas a su suerte durante la infancia y luego ponerlas a trabajar sin respetar su anhelo de profesar los hábitos religiosos). La falla del lenguaje requiere volver a mirar sobre lo simbólico y detectar aquello que no es evidente a primera vista. Justamente, el agujero que mencionamos aparece sin razón lógica, su irrupción se da cuando Amelia transita por la cocina y ella cree que su casa se halla infestada de cucarachas:
Agujero detrás del refrigerador (3):
Vista real del “agujero” (4):
Esta irrupción en la realidad cotidiana de Amelia marca el advenimiento de la alucinación que «se impone como percepción […] es la aparición en lo real de lo que no puede acontecer en lo simbólico».[6] Precisamente, el agujero establece una ruptura importante en el largometraje: ante la amenaza del Babadook que ha entrado a su cuerpo, ella clausura toda vía de salida de la casa y anuncia que allí celebrarán el cumpleaños del hijo. Es en ese momento cuando se desencadenará la locura en el personaje: matará al perro, creerá ver al esposo muerto e intentará ahogar al niño. Sin embargo, en la casa tapiada aparecerá un hueco por donde manarán cucarachas (3), aunque luego un fotograma nos permita ver que tal agujero no existe (4).
Cabría pensar el término cockroach (cucaracha), pues el rostro de Amelia es semejante al observar el monstruo o al escuchar que pronto lloverá: hay algo traumático en esos seres que la obliga a escapar de su presencia o desaparecerlos. Ello se resuelve si recordamos el pedido de Samuel: escapar a casa de Mrs. Roach. No es ilógico, entonces, que quieran ir a casa de una anciana enferma a conjurar la presencia del Babadook porque ella habita en el lugar donde no se halla el “cock” que tanto perturba a la protagonista. De hecho, solemos ver que Amelia observa complacida a su vecina: la anciana mira la TV como ella, pero mientras la protagonista se enfrenta a un ejercicio tortuoso (las películas románticas, las noticias de madres asesinas), aquélla observa las ficciones con placidez: ese hogar aledaño es el espacio de ensueño, donde ya no serán presas del deseo de falo de la madre que ha desestructurado la relación con el hijo, es decir, no la amenaza el “cock” del padre.
Además, el “cock” no sólo ha agujerado violentamente el espacio materno sino, también, se engarza, por el parecido fonético, con el triple “dook” que anuncia al monstruo o el “toc toc toc” que utiliza para tocar la puerta. El deseo por el falo (“cock”) se ha intentado inscribir tres veces: en el libro como el “dook” que hace eco del monstruo, pero la madre quema el texto; después, busca ingresar y llama “toc” a la puerta, pero Amelia no permite el paso; finalmente, horada la casa y penetran las cucarachas (cockroaches) que le recuerdan aquello que ha intentado forcluir.
Asimismo, el “cock” del padre que ha retornado se contrasta con el “talk talk talk” del niño, ello cuando él indica tener hambre y le madre le contesta que sólo «Habla, habla, habla. ¿Por qué no vas y comes tu mierda?» En este punto, el niño sindica que su madre ya no está y ataca a Amelia (intenta lanzarle flechas) para “salvarla” del monstruo. Así, se patentiza el continuo tránsito de la protagonista: oscila entre la mujer que desea el falo y entre la madre amorosa cuyo objeto de deseo debe ser sólo el hijo. El segundo la obliga, de manera constante, a asumir el rol de madre mediante el reclamo simbólico que ella misma resalta (el continuo “talk”), pero el primero se materializa de manera monstruosa a través del “cock” y fractura a la casa (se destruye el hogar), a la madre (emerge el deseo) y al “niño” (Samuel se escapa de Amelia porque el Babadook está en ella).
Ahora, pues, el lado monstruoso de Amelia, para el hijo, es descubrir que la madre no sólo lo quiere a él, que es su “no-todo” y que hay una demanda que no es capaz de satisfacer en ella. En sintonía con él, Amelia ha procurado expulsar el recuerdo del hombre y volverse pura madre, esto ha devenido en la angustia y en el advenimiento del cock sobre la realidad que se había instaurado en la relación madre-hijo. Por ello, el fin de la locura resulta bastante sugerente: el niño acaricia a la madre, esta lo reconoce como hijo y marchan a la casa de Mrs. Roach.
Empero, los planos finales de la película no delatan un desenlace promisorio: Amelia ya habla del esposo, cuenta que Samuel se parece a él, pero todavía guarda los objetos en el sótano donde el Babadook habita y es alimentado por gusanos que ella le lleva. Cuando la cámara se desplaza hacia su rostro, vemos que sigue despeinada y con la mirada perdida e indicios de cansancio, lo cual contrasta con el plano general del niño: él exhibe una amplia sonrisa al salir de la casa de Mrs. Roach y ésta le pide que retorne pronto.
La propuesta de la película parece incidir en que la maternidad se configura como una fase angustiante donde la madre debe poner al hijo como objeto de deseo y negar a la mujer que pugna por direccionar su deseo al cuerpo de un hombre, el cual ya no amenazará con ingresar desde los sueños, pero todavía seguirá latente. Por ende, no existen personajes masculinos (el posible pretendiente) al final, sólo la madre que es sometida por el monstruo y le ofrece sucedáneos (los gusanos) para calmar su voracidad, pero advierte al hijo que algún día él será más grande y podrá acompañarla, quizá es anuncio de que él después será capaz de comprender la magnitud del deseo. A su vez, se nos proyecta la imagen de Mrs. Roach como aquella que ha sido escindida del “cock”, es decir, la que puede vivir sin el falo: el lugar idóneo y final de habitación del niño donde la madre será capaz de estar en continua demanda con respecto a él.
Helen Garnica se desempeña como predocente de Generales Letras de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Forma parte del Comité Editorial de la revista Entre Caníbales, del grupo «Narrativa, sociedad, derechos humanos y resistencia cultural en el Perú republicano» del Instituto Riva-Agüero y del colectivo «Diálogos desde las tinieblas».
[1] Slavoj Žižek, “Lacan con Ojos bien cerrados”, en Cómo leer a Lacan, Paidós, Buenos Aires, 2008, pp. 49- 67; la cita aparece en la última página.
[2] Jacques- Alain Miller, “El niño entre la mujer y la madre”, Virtualia 13, Escuela de Orientación Lacaniana, Buenos Aires, julio 2005, pp. 2- 5; la cita está en la p. 3.
[3] Marcel Martín, El lenguaje del cine, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 46.
[4] Dylan Evans, Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano, Paidós, Buenos Aires, 2007, p. 157.
[5] Liliane Zolty, “Observaciones psicoanalíticas sobre la psicosis”, en Los más famosos casos de psicosis, editado por Juan David Nasio, e-pub libre, 2000, pp. 37- 43; cita en la p. 40.
[6] G. Vialet-Bine y A. Coriat, “Un caso de Jacques Lacan: Las hermanas Papin o La locura de a dos”, en Los más famosos casos de psicosis, op. cit., pp. 254 292; cita en p. 287.