Tres notas sobre el cine de Teo Hernánd

Tres notas sobre el cine de Teo Hernández

Por | 2 de julio de 2018

Sección: Ensayo

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 Tres gotas de mezcal en una copa de champán (Trois gouttes de mescal dans une coupe de champagne, 1983)

I. Movimiento como discurso

Parece una obviedad decir que el cine se dedica al registro del movimiento. El espacio, evidenciado por la luz, y el tiempo evidenciado precisamente por el movimiento son la materia prima del séptimo arte, pero dada esa cualidad, suelen ser elementos obviados.

No obstante la anterior afirmación, existen filmografías cuya intención es poner en primer plano al movimiento mismo como elemento protagónico del cine. Específicamente la obra de Teo Hernández se dedica, entre otras cosas, a develar los alcances del movimiento y conforma una obra que no pretende necesariamente contar historias sino producir piezas de arte en sí.

En el caso de filmes realizados en Super-8 como Para Concertino (Pour Concertino, 1990) y Descartes de Concertino (Chutes de Concertino, 1990) Teo Hernández (Ciudad Hidalgo, 1939–París, 1992) trabaja directamente con la locomoción corporal. En el primero vemos un retrato de Sara Jiménez, la madre del realizador, donde los close ups van al extremo, y con base en un estudio, siempre emotivo, de los rasgos de la mujer se compone esa impresión de movimiento; en el caso de la segunda obra, los planos que no se usaron en Para Concertino se “reciclan” y se suman al estudio del cuerpo de diez bailarines, entre ellos Catherine Diverrès.

En ¡Vloof! La garceta–Pan del mono (Vloof! l’aigrette – Pain de singe, 1987) Hernández registra al coreógrafo Bernardo Montet. Aquí, con movimientos veloces de la cámara, a veces incluso caóticos, se descompone el cuerpo del bailarín, además de que se ensaya sobre la representación de género.

De manera similar ocurre con El viaje a México (Le voyage au Méxique, 1989), pero en lugar de descomponer y fragmentar un cuerpo humano, se lleva a cabo el estudio vertiginoso de otra corporalidad: la ciudad. Teo Hernández registra Morelia (y otros espacios de Michoacán) y del entonces Distrito Federal con la misma técnica que en ¡Vloof! La garceta–Pan del mono, encontrando importancia en los sonidos y colocar al movimiento como personaje principal, gracias a la manipulación de la cámara más que a los elementos que se observan a cuadro.

Finalmente, la obra más “conocida” de Teo Hernández, Tres gotas de mezcal en una copa de champán (Trois gouttes de mescal dans une coupe de champagne, 1983), quizá sea la menos dinámica de las aquí citadas, sin embargo a partir de una especie de metarregistro –creación de imagen registrando imágenes, filmar una serie de fotografías en un espacio cuya profundidad de campo remata en la Torre Eiffel o desde la misma edificación– lleva a cabo una vez más un retrato, en esta ocasión de su historia personal, cuestionando su identidad desde la narración en off de la vida de su padre. Además, desde esa narración, le ofrece al espectador una toma de postura sobre el cine y sobre el lenguaje audiovisual; es decir, aquí el movimiento ya no es físico, sino de discurso.

Julio César Durán

 

II. El gran merolico

La definición de merolico dice, «Masculino y femenino, México, curandero callejero, charlatán, vendedor ambulante». Y también: «Persona que es muy habladora, vendedor callejero que atrae a los transeúntes con su verborrea».

En su película El viaje a México, Teo Hernández vuelve a México después de quince años y a tres años de que la muerte se lo llevara en París, donde había vivido la mayor parte de su vida. Se trata de un cuaderno de viaje, de recortes, de sus caminatas por el centro, por las ruinas prehispánicas, por el Michoacán de su infancia, por mercados, conventos, fachadas y plazas. Se trata también de una película particularmente crepuscular en su filmografía, donde se intuye por un lado, el reencuentro por fin consumado con México a través del cine, y por otro, la melancolía de la pérdida.

Sin embargo, desde el título el cineasta asume la mirada del extranjero, del meteco. Vivir como exiliado, sin papeles y producir su cine de ese modo y en esa economía, fueron para él decisiones vitales y existenciales que lo llevaron a Francia donde permanecería durante más de 30 años. En esta película, Teo parece visitar su pasado con la curiosidad de un coleccionista, con una mezcla de asombro y nostalgia, como en aquellas secuencias donde alguna familiar del cineasta le muestra sus viejas fotografías familiares, telas y objetos que parecen provenir de otro tiempo.

Sin embargo, aquí se opera una síntesis en el trabajo de cámara de Teo Hernández, que le confiere a su estilo, un carácter particular frente al modelo de Jonas Mekas en Reminiscencias de un viaje a Lituania (Reminiscences of a Journey to Lithuania, 1972). Aquí Teo parece haber incorporado todo el aprendizaje llevado a cabo en sus filmes de danza y particularmente en Pas de ciel (1987). Todo el virtuosismo desarrollado al filmar el cuerpo humano en movimiento, que pasa por una utilización particular del zoom y un sentido kinésico del corte, se traslada aquí al cuerpo urbano. En El viaje a México logra así una fusión entre la abstracción y el flicker, producido por los movimientos de cámara de un ojo que danza, junto con un aspecto documental casi etnográfico. La banda sonora, funciona como un paisaje continuo, de calles y mercados, donde los ruidos de la ciudad van creando un contrapunto, confiriéndole un ritmo distinto a las imágenes, breves y fugaces.

Los momentos más bellos y que resumen quizás no sólo el filme sino que sirven de metáfora para todo el trabajo de Teo son aquellos de los ahora casi desaparecidos merolicos, haciendo una representación de magia probablemente en los alrededores de la Merced. El hombre hace su representación con sus reptiles, serpientes e iguanas, sus cartas del tarot y sus pequeños muñequitos todos precisamente distribuidos sobre el pavimento. Y en esa secuencia vemos concretado todo su cine: a Salomé y a la danza, así como al trapero de Walter Benjamin en Experiencia y pobreza, recabando preciosamente tesoros entre los restos. Y así entendemos a Teo Hernández como el gran merolico, haciendo sus trucos de magia con una cámara y algunas telas coloridas, artista del hambre y vagabundo, místico callejero que tiene el poder de curarnos del paso del tiempo mediante los escasos dieciocho cuadros por segundo del formato Super-8.

Martín Molina Gola

 

III. No vemos nada

Durante los primeros cinco minutos de Estrellas de ayer (1969) vemos fotografías. Retratos de Dolores del Río, Greta Garbo, Marlene Dietrich y otras figuras del cine clásico se intercalan entre los cortes de la película que corre, proyectada enfrente de nosotros.

Este collage móvil –hecho a partir de imágenes fijas y acompañado por una canción de la misma Dietrich– parecería un pueril homenaje a las glorias pasadas hasta que, tras un corte, la pantalla se va a negros. La música no cesa pero los últimos tres minutos del film ya no vemos nada. O más bien, vemos la ausencia.

Suponemos en un principio que se trata de un error del proyector, y que detrás de las oscuridad ocasionada por la falla técnica, transcurre el montaje sencillo. Imaginamos entonces las fotografías genéricas de las actrices de antaño que deberíamos estar viendo: las conocemos tan bien que las vemos sin que estén a nuestros ojos. Además, la voz de Dietrich sonando nos dice que tendrían que estar ahí, tal y como estuvieron al inicio. La pantalla vacía se vuelve un lienzo para la imaginación de la audiencia, encadenada a una suposición lógica.

Pero en la proyección se alcanzan a distinguir las lineas del celuloide rayado que confirman que la película corre sin problemas. La oscuridad deja de ser un accidente y se vuelve en una censura intencional de lo visible por parte de Hernández. Nos damos cuenta entonces que lo que pensamos que debía ocupar ese vacío, era en realidad lo que deseábamos que estuviera ahí: la lógica repetición de lo que ya habíamos visto.

Con Estrellas del ayer, Hernández nos muestra que ese deseo por ver los rostros conocidos, esa nostalgia por ver lo ya visto, ciega. Aunque formalmente distinta al resto de su obra posterior, su cometido por erradicar esa mirada canónica –aquella que se angustia cuando se ausentan las certezas– permanecerá intacto hasta su muerte.

Conforme su carrera avanzó, la oscuridad como objeto-de-proyeción para la audiencia fue remplazada por composiciones con las que él fue tomando nuestra posición. Proyectando sobre el vacío sus deseos –ya sea como cuerpos distorsionados, enigmáticas reliquias o paisajes fragmentados­– Hernández se encargó por descomponer la suposición que todo lo que vemos en pantalla debe tener un referente real fuera de ella. En su lugar optó por imágenes que apenas sugieren ser algo, ya que solo desaprendiendo a ver la cara de Dietrich encontraríamos las formas que parecerían no existir.

Santiago Gómez Fernández


Julio César Durán edita F.I.L.M.E., conduce los programas radiofónicos Filmofilia (Grupo Fórmula) y FilmeRadio (Radio IPN), y es el jefe de Prensa de la Cineteca Nacional. Colaboró en los libros Un cine revolucionado: Atisbos de modernidad en la cinematografía nacional (1910-1950) y la edición especial de Correspondencias: Cine y pensamiento.

Martín Molina Gola ha presentado videos y fotografías en diversas instituciones entre las que destacan la Biblioteca Nacional de Francia y galería Fotográfika en San Petersburgo. Su trabajo como cinefotógrafo ha sido presentado festivales como Berlín, FICUNAM, Morelia, Nueva York y Message to Man, entre otros.

Santiago Gómez Fernández estudia Comunicación en la Universidad Iberoamericana y forma parte del equipo de redacción de Icónica.