Pedro Almodóvar: Un orfebre extravagante y calculador
Por Mariano Carreras | 10 de marzo de 2022
Sección: Ensayo
Temas: Pedro Almodóvar
La flor de mi secreto (1995).
La filmografía de Pedro Almodóvar es el largo proceso de maduración de una de las concepciones acerca del cine más relevantes de la actualidad. Entre La ley del deseo y Dolor y gloria, se despliega un derrotero de experiencias cinematográficas que me gustaría indagar a partir de tres hipótesis quizás no muy originales, pero acaso pertinentes y productivas: 1) tales experiencias postulan una idea de puesta en escena entendida como artificio; 2) configuran, además, una visión del mundo que se resuelve en la paradoja de una moral transgresora; y 3) ambas cosas, poética e ideología, están interrelacionadas como los hilos entrelazados de una alianza confeccionada por un orfebre extravagante y calculador.
Por una parte, la puesta en escena del cine de Pedro Almodóvar es una construcción basada en una poética artificiosa y metadiscursiva, una máquina impermeable respecto de la realidad contingente, diseñada para que todas las referencias que problematizan el mundo sean siempre una función interna de dicha maquinaria. Por otra parte, su filmografía no se limita a confrontar las reglas establecidas. En tal caso estaríamos frente a una poética nihilista. Por el contrario, las películas de Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949) son transgresoras porque discuten con la moral consustanciada con los resabios ideológicos del franquismo, pero no para volar el edificio social por los aires, sino para desmontar las partes que no funcionan y construir espacios comunitarios que nos resulten menos tediosos y hostiles. Cuando la pantalla se identifica con la fiesta, cuando el melodrama se nos presenta como un paraíso artificial que quisiéramos interminable, estamos frente a una maqueta del constructo social que el realizador manchego propone como alternativa del mundo en el que vivimos.
«La realidad debería estar prohibida», dice la editora de La flor de mi secreto (Gloria Muñoz). Leo (Marisa Paredes), protagonista del film, escribía novelas rosa, pero, como «[está] viva», una crisis la transforma y la lleva a escribir una novela demasiado realista para los estándares de la editorial. «¿Cómo se te ocurre venirnos con la historia de una madre que descubre que su hija ha matado al padre después de que este intentara violarla, y que para que nadie se entere la madre lo hiberna en la cámara frigorífica del restaurante de un vecino?» Reconocemos en ese texto la temprana sinopsis de Volver (2006). Pero el cuestionamiento que la editora le hace a Leo toca un problema central: el cine es, en cierto sentido, sueño, y, en tanto que tal, podría tener un efecto evasivo. Sin embargo, el sueño almodovareano, si bien construido en base al hermetismo de la puesta en escena, se teje con algunas de las contradicciones más acuciantes de las sociedades occidentales contemporáneas. Quizás por eso el mundo alternativo que se nos propone nunca responde a la pretensión de algún ideal. Sus personajes no viven ni aspiran a vivir entre algodones. No se nos ofrece la utopía de un mundo pacificado, sino un horizonte en el que las contradicciones prometen ahorrarnos el mal del aburrimiento. Bello y desproporcionado, divertido y escandaloso, el mundo almodovareano se desmarca de cualquier idealismo y asume los riesgos de proponer divergencias históricas tan asequibles como eventualmente inquietantes.
En los primeros minutos de La flor de mi secreto (1995), las hojas de una ventana se abren abruptamente hacia el interior de un departamento, y las páginas de un libro corren hasta llegar a una donde leemos la frase «indefenso frente al acecho de la locura», con la palabra indefenso remarcada con lápiz y reescrita, pero en femenino, en el margen superior. El dinamismo que adquieren esos elementos de la escenografía y del decorado son los signos evidentes de un fuerte viento que acaba de entrar, la naturaleza que mueve lo que se ve. Sin embargo, desde el punto de vista de la construcción narrativa, es el efecto de un dispositivo escénico que, en realidad, nos abre al interior de las reflexiones de Leo como lectora, como escritora y como mujer. Ese viento nos revela una marca de la vulnerabilidad de la heroína y nos abre a la “cocina” de su oficio. Nos pone, si se quiere, frente a un núcleo de sentido en el que lo que leemos, junto con la voz en off de la protagonista, lo sintetiza todo: [Leo] indefensa frente al acecho de la locura. El viento es siempre un accidente de la naturaleza, pero en el cine de Almodóvar todo accidente es una creación artificial al servicio de la fabulación. La puesta en escena almodovareana tiene esto en común con el cine clásico: el azar ha sido “desterrado” del set de filmación, cada detalle que forma parte del espacio fílmico es parte de un diseño.1 Pero difiere, sin embargo, en que se trata de un diseño que, en lugar de limitarse a producir una ilusión de realidad, exhibe el carácter artificial de esa ilusión y nos invita a reflexionar sobre las relaciones entre ficción y realidad.
«No se preocupe, está todo bajo control», dice el chofer del “mambo taxi” (Guillermo Montesinos) en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) cuando Pepa (Carmen Maura) le pide que no pierda de vista el taxi en el que viaja la ex esposa de su ex amante. La frase vale perfectamente como descripción de la poética almodovareana. Apenas se sube al auto, Pepa arroja la típica frase: «Siga ese taxi». La respuesta del chofer introduce en la escena una dimensión metadiscursiva: «Creía que eso sólo pasaba en las películas». Los personajes repiten los enunciados convencionalizados por el cine, pero son portadores de una conciencia que convierte esas cristalizaciones en citas. El chofer del “mambo taxi” es un espectador apasionado. Por eso reconoce a Pepa por uno de sus papeles como actriz de televisión y le pide un autógrafo para su novia. Por eso llora cuando en el segundo viaje ve a Pepa romper en lágrimas en una realidad que no puede no ver con una pátina de melodrama. Esto es clave en el cine de Almodóvar: la conciencia del carácter artificial de los recursos cinematográficos no es nunca el trabajo de una racionalidad fría, sino de un movimiento intelectual con implicaciones afectivas que le dan sentido al movimiento.
Lo que emociona en el cine de Almodóvar se deriva del patetismo con que sus personajes están relacionados con el cine en particular y con la cultura de masas en general. Podemos pensar esto en Dolor y gloria (2019). La actitud de Salvador Mallo (Antonio Banderas) es profundamente nostálgica respecto de un tipo de experiencia cinematográfica perteneciente al pasado. Para quienes fuimos educados en una cultura televisiva, y hacemos lo que podemos en el vasto universo de la cultura digital, esa actitud parece demasiado arcaica, pero ciertamente bella y atractiva. Tan arcaica que, para expresarla, el realizador ya no puede filmar (le faltan fuerzas para semejante esfuerzo). Por eso se desplaza del cine a la literatura y lo que tiene para decir acerca del cine ahora lo escribe. Si eso que dice termina en un escenario, es gracias a las artimañas de Alberto Crespo (Asier Etxeandia), un actor que, conmovido por las palabras del realizador, fascinado con los recuerdos de un tipo de experiencia ya perimida, primero le roba el texto y después se lo pide. Por lo demás, la actitud de Mallo es tan bella y atractiva que ese relato devenido texto dramático tiene el poder de convocar un fantasma del pasado y hacerlo llorar, quizá no tanto porque el texto cuenta las peripecias de su juventud, sino por la intensidad afectiva de las evocaciones de un mundo que ha desaparecido.
Las películas de Almodóvar están llenas de fantasmas. Algunos regresan del pasado, como el Federico de Dolor y gloria (Leonardo Sbaraglia), un joven yonqui hundido en los recuerdos de Mallo antes de “resucitar” en el presente narrativo del film. O como Irene (Carmen Maura), la madre y abuela que en Volver escapa de la justicia gracias a la mirada supersticiosa de los habitantes del pueblo, quienes, cuando la ven, la reconocen como un espectro. Otros vienen del más allá, como Alicia (Leonor Watling), la joven que en Hable con ella (2002) recupera el conocimiento después de una larga convalecencia en estado de coma. Otros, finalmente, son las imágenes que los personajes de la cultura de masas proyectan sobre quienes viven a distancia del brillo y del glamour. Esos personajes son tan opacos como cualquiera, pero las luces de la pantalla los hacen brillar, y entre los fulgores del espectáculo y la opacidad de la realidad se filtran fantasmas difíciles de disipar. Es acaso el llanto de una imagen semejante, más que el de Pepa, lo que mueve al chofer del “mambo taxi” a las lágrimas. Entre los fans y las estrellas se extiende un abismo, como la ventana del auto que separa a Esteban (Eloy Azorín) de la célebre actriz Huma Rojo (Marisa Paredes) en Todo sobre mi madre (1999). Es posible insistir para que divasdivos escuchen las expresiones de devoción que se les dedica, pero esa devoción asume formas tan rebuscadas que, en ocasiones, termina siendo riesgosa.
La ley del deseo (1987).
En La ley del deseo, Antonio (Antonio Banderas) persigue al realizador Pablo Quintero (Eusebio Poncela) hasta convertirse en su amante, pero con tal obstinación que no le tiembla el pulso a la hora de cometer un crimen. Cuando descubra que el objeto de su deseo es un imposible, ya no podrá reconciliarse con el mundo. Como buen personaje trágico, su ley es a todo o nada. Pero, como es sabido, el todo nunca se alcanza. Antes de que el melodrama toque sus notas más altas, hacia el primer tercio de la película, Pablo Quintero da una entrevista en televisión. La escenografía es austera y prolija, pero en medio del show se cuela una mosca. Esa pequeña intrusión interrumpe y al mismo tiempo subraya la artificialidad de la escena. Antonio, frente a la pantalla, mira la entrevista y toma nota de las cosas que Pablo dice esperar de un amante ideal. Después intentará componer ese papel como pretendiente, pero el personaje que hace frente a Pablo no puede más que decepcionarlo: eso que el realizador decía amar no coincide con lo que en verdad ama, porque lo que dijo frente a las cámaras no fue su deseo sino el de su imagen mediática, y porque lo que finalmente encuentra en Antonio es una simple copia de sus palabras. Antonio actúa en la realidad el deseo que Pablo ficcionaliza en televisión. Y no sólo sobreactúa lo que no es para satisfacer el deseo de un otro, sino que, además, confunde ficción con realidad: hace un personaje ficticio donde simplemente debería existir y piensa que la ficción televisiva es una verdad lisa y llana.
Allí donde Antonio fracasa, el Ricky de ¡Átame! (Antonio Banderas) es exitoso. En parte porque sabe perfectamente distinguir entre ficción y realidad: cuando se acerca a la actriz Marina Osorio (Victoria Abril), no lo hace para concretar una fantasía de pertenencia vinculada con el mundo del espectáculo, sino para retomar el hilo de un encuentro sexual en el que tiempo atrás ambos pasaron un buen momento. Pero también porque no actúa: es un psicópata que en ningún momento disimula su obstinación ni su falta de escrúpulos. Si por momentos pretende convencer a Marina de entregarse a su amor por las buenas, no recurre a componer ningún personaje complaciente sino a la tozudez de su propio convencimiento. Es verdad que en el camarín de Marina se disfraza con una peluca, pero no lo hace para encarnar un personaje que no es, sino, por el contrario, para acechar a su víctima sin correr el riesgo de que más tarde alguien pueda reconocerlo. También es verdad que se roba del camarín varios objetos del atrezo, sin embargo, lejos de satisfacer con eso alguna clase de fetichismo, todo el tiempo parece tener en claro el uso práctico que finalmente les dará durante el secuestro. Frente a la celebridad de la cual está enamorado, Ricky no se confunde, sabe que está frente a una mujer de carne y hueso. Por eso no se le escapa en ningún momento. O sí, pero se le escapa cuando lo que ella busca ya no es huir sino embarcarse en un inquietante proyecto amoroso con quien la mantuvo casi dos días en cautiverio.
Tanto en ¡Átame! (1989) como en La ley del deseo (1987), la candidez con que son concebidos los psicópatas traspone sus agresiones en el horizonte de expectativas de unos pobres diablos que parecen más confundidos que perversos. Almodóvar no los juzga, más bien les dedica miradas piadosas. Tampoco nos impone que nosotros los juzguemos por él. Sus películas nos dicen que esos descarriados son indicios de una sociedad tan imperfecta que convierte a los vulnerables en pequeños monstruos. Ellos no son la sustancia del mal, por la sencilla razón de que no tienen poder. O mejor, sólo tienen el poder de romper lo que pueden tocar con sus manos. Como los yonquis, los ladrones, los travestis y las putas, los psicópatas son parte de una zona marginal en la que deberían dialogar unos con otros si es que quieren salir del atolladero y enfrentar con chances de éxito a los verdaderos villanos. En el mundo almodovareano, el mal, aunque eventualmente pueda perder la batalla, se muestra siempre invulnerable, retiene en sus manos las cartas del poder y de la razón. Quienes lo encarnan son personajes con una cordura pasmosa. Suelen ser figuras que parecen venir de afuera de la puesta en escena, como infiltrados que no encajan en la troup. Son personajes que entorpecen el ritmo narrativo y que proyectan sobre la pantalla las sombras del aburrimiento. Por eso, cuando aparecen, de inmediato los distinguimos y los queremos fuera.
Recapitulemos. En Almodóvar, el hermetismo de la puesta en escena no supone simplemente la construcción de una ilusión de realidad, sino de ficciones artificiosas que reflexionan sobre las contradicciones de las sociedades occidentales y sobre las complejidades de la relación entre ficción y realidad. La conciencia de la artificialidad de su narrativa desdobla el espacio fílmico y fragmenta los procesos de identificación, pero no supone nunca un ejercicio lúdico meramente intelectual. El carácter metadiscursivo del cine de Almodóvar no es un gesto de sofisticación, sino una forma de filmar los afectos implicados en el acto de narrar y una estrategia para pensar el problema de las emociones del público. Esta poética se puede pensar como un sistema que integra en su interior lo que se le opone, aquello que designa como exterioridad, un otro que es preciso reducir al máximo en su poder de fuego. Policías corruptos, productores ahorrativos, padres abusadores, maridos insensibles, forman parte de una serie de personajes que enturbian el flujo de la narración. Son los aguafiestas del sistema, los enemigos de una moral transgresora, que busca alterar el estado de las cosas, pero no para destruirlas sino para combinarlas de un modo distinto.
Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.
1 Tomo la idea del “destierro del azar” del artículo de Noël Burch “Funciones del alea”, publicado en Praxis del cine (Editorial Fundamentos, 1970).