Megalópolis: El desdén a la utopía y

Megalópolis: El desdén a la utopía y la posibilidad de los afectos

Por | 28 de noviembre de 2024

Megalópolis es, desde cualquier perspectiva que la veamos, una obra inmensa. En sus premisas, en su estructura, en las formas en las que logró realizarse y en los cuestionamientos y discusiones que se generaron con su esperado estreno. Coppola lo sabía, la detracción llegaría antes que el abrazo y los críticos rehuirían de los atrevimientos estilísticos del autor octogenario que se dio la licencia de hacer lo que quiso con la que muchos han llamado, su obra testamentaria.

Aunado a la voracidad de esta descalificación se suma el hecho de que los argumentos de los críticos son, en su gran mayoría, comprobables casi de inmediato. El uso de efectos especiales, las incontables subtramas que se presentan y el especial peso discursivo que se le da a un diálogo que cae en lo explicativo hacen que en un primer visionado la cinta despierte dudas. ¿Es ésta la obra cumbre de un cineasta tan experimentado como Coppola (Detroit, 1939)?

La respuesta es sí. Explicitada por su autor en cada una de las entrevistas que le han realizado al respecto, la concepción de Megalópolis (Megalopolis, 2024) es un conjunto de todo aquello que Coppola ha sentido, pensado y visto a través de sus años. Pese a los evidentes fallos de producción, su materialización representa casi un milagro para el cineasta y, no menos importante, para el cine en general. La pregunta es ¿por qué?

El filme, financiado por el propio autor y estrenado en Cannes donde fue acompañado de un ejercicio performático que incluía a un espectador dialogando directamente con Cesar Catilina (Adam Driver en uno de sus papeles más nobles), es una fábula utópica. De ahí proviene toda su naturaleza lúdica y su obviedad discursiva. Desde ahí podemos justificar la construcción de sus monólogos centrados en desenvolver en términos prácticos y sencillos las posibilidades de la política, la arquitectura, el cine y, sobre todo, de la imaginación para edificar un mejor futuro.

No hay en Megalópolis una sola línea que no esté orientada en exponer la potencia creativa de la mente humana. Por ello, Coppola introduce, tan sólo unos minutos después de haber comenzado la cinta, a un Catilina que, sobrio y favorecido por su increíble uso de la palabra, nos susurra al oído: «No dejes que el ahora destruya el para siempre». A esta aseveración, vendrán muchas más, todas ellas impregnadas de un tinte de crítica social, pero sobre todo de una esperanza que rompe toda lógica. Para el cineasta, el hombre en sí mismo es la utopía, en sus medios de razonamiento y de construcción –no gratuitamente tenemos a un protagonista arquitecto, capaz de detener el tiempo.

Como no es sorpresa para nadie, Coppola, además, ha impreso en su obra grandes herramientas de teatralidad que van desde la segmentación en actos dramáticos, hasta la configuración de distintos niveles de lectura para los personajes que se desenvuelven como en una tragedia de la antigüedad. Así, hacemos una visita al pasado clásico de la narrativa mientras realizamos una ruptura con la hegemonía cinematográfica de la conocida estructura aristotélica. Y acá no podemos ser sutiles. Llevamos demasiado tiempo construyendo un imperio audiovisual a partir de sistemas basados en el conflicto, en la confrontación y en la transformación a partir de “concreto y acero”. Y es casi seguro que por eso no gustó Megalópolis.

Tres tiempos, un héroe, un deseo, un obstáculo, un conflicto. Durante un masterclass en Montevideo, la cineasta argentina Lucrecia Martel se cuestionaba «¿de verdad nuestra vida se ve así?». La conclusión a la que llegó fue que resultaba no sólo “natural”, sino necesario comenzar a pensar en otras formas de narrar nuestra realidad porque el infalible “camino del héroe” que había funcionado en los tiempos de las grandes odiseas se volvía hoy por hoy en una zona de confort desde donde la narrativa enarbolaba historias con un profundo devenir bélico. El arco de personaje, que visualmente no es más que la trayectoria de un misil balístico, nos asegura un objetivo, su impacto, trascendencia y transformación a partir del choque, de las posibilidades connotativas propias de la colisión, de la catástrofe, pero ¿es la única forma de entender el mundo?

Coppola nos asegura que no. Lo hace estructuralmente al componer un filme sin “conflicto”. Y es que, aquello que se vio como “subtramas” inconclusas y un “desarrollo de personaje arquetípico” me resulta más cercano a una decisión consciente de evadir la hegemonía estructural de las tragedias a las que estamos acostumbrados por la creciente oligarquía hollywoodense, que no sólo ha apostado por lo bélico, también ha invertido toda su atención en lo distópico, en la normalización de lo inevitable del colapso mundial y en la degradación de lo inherentemente humano.

Es por este contexto particular que la labor de Coppola conduce a una reivindicación de la imagen como posibilidad, a partir de la victoria de los sueños y la vida por sobre lo vil, lo decadente, lo avaricioso y lo mercantil. En un estado de absoluta franqueza, el cineasta que es reconocido por su increpante retrato de la mafia italoamericana recobraría los valores de la familia y el amor para volverlos a poner de frente, como bandera. ¿Absurdamente romántico? Quizá, pero, con todo un camino recorrido dentro del cine y, particularmente, dentro de la industria (cinematográfica y vinícola), el también empresario parece esforzarse por compartir las conclusiones de una vida entera. Y esas conclusiones son la apuesta por los afectos, por la humanidad y por la concepción de una gran familia universal donde las barreras de los estados-nación se derrumban junto a sus privilegios, su colonialismo y su inhumana guerra —o genocidio—. En sus premisas más básicas, Coppola parece acercarse a las premisas marxistas esbozadas en los manuscritos económicos y filosóficos de 1844, donde se desarrollaría la idea de que la supresión de la propiedad privada constituiría la emancipación total de todas las cualidades ontológicamente humanas.

Así, Coppola que, como él mismo ha declarado, creció y fue formado por la industria, desestima casi por completo las herramientas de fabricación y manufactura que ésta ha impuesto al séptimo arte y se aventura a deslegitimar en fondo y forma la concepción de lo que se ha convertido en el “cine de fórmula”, apostando por la reconfiguración de símbolos en torno a lo posible no sólo del arte, sino de la humanidad, desdeñando la pornografía de la violencia, satirizando al imperio y al poder y apostando por un final feliz que recae y se sostiene únicamente en la benevolencia del hombre. Algo que hace mucho parecía perdido.

Tropezada narrativamente, pero brillante en su discurso, Megalópolis justifica su existencia bajo el intento voraz y sensible de imaginar nuevas formas de pensarnos a nosotros mismos como aquellos arquitectos capaces de detener el tiempo (eso que, todos tenemos claro, se nos terminó hace mucho) y descubrir una manera de salvar a la humanidad. Un desborde de romance, extravagancia y posibilidades que impacta, para bien y para mal, y genera un cuestionamiento profundamente necesario sobre aquello a lo que se nos ha condicionado: discursos ambiguos y enajenantes con impactantes efectos visuales. Porque tal como diría Cesar Catilina «las utopías no están hechas para ofrecer soluciones, sino para hacer las preguntas correctas». Coppola las hace y en nosotros cabe responder ¿apostaremos por los afectos como base para la transformación ideológica?


Bianca Ashanti trabaja en el área de publicaciones de Cineteca Nacional e imparte clases de Narrativa a nivel licenciatura en ESCENA Escuela de Animación y Arte Digital. Ha escrito para medios tradicionales como Reforma y Milenio. También ha colaborado en revistas independientes como Fotogenia PodcastFILME MagazineLumínicas y La Rabia Cine.