Los Soprano: Dos poéticas en tensión
Por Mariano Carreras | 24 de noviembre de 2022
Sección: Ensayo
Temas: David ChaseEstereotiposGéneros fílmicosLos SopranoMetarreferenciasPersonajes de series de televisiónSeries estadounidenses
Los Soprano recupera una línea que Twin Peaks había ensayado por primera vez en la televisión norteamericana, algo que a esta altura tiene ya desarrollos muy diversos, pero que se puede sintetizar en el hecho de que ciertas series se proponen y son vistas como alternativas narrativas de larga duración herederas del cine, sin el peso de representar el papel de derivaciones menores, o en todo caso reivindicando ese papel como un sello de identidad. Pero además, Los Soprano piensa la relación entre el cine y la televisión –esquema en el que actualmente habría que sumar las plataformas por demanda– y los modos en que los espectadores nos relacionamos con todos estos aparatos audiovisuales. Quizá por eso es necesario volver a verla. O mejor, quizá por eso me pasa que la vuelvo a ver.
La serie erige un universo ficcional en el que una familia mafiosa italoamericana de Nueva Jersey se reconoce a partir de los estereotipos del cine de gangsters de los años 70 y 80. Ahora bien, no sólo que no padecen semejante esquema de identificación, sino que, más bien, a primera vista, lo disfrutan. Digo “a primera vista” porque no es una certeza: ¿están orgullosos de parecerse a esos estereotipos o no lo pueden evitar? ¿Se ríen del parecido porque les divierte o porque de lo contrario tendrían que forjarse una imagen distinta? Como sea, saben que los estereotipos están ahí, que serán identificados en relación con ellos por mucho que intenten diferir, que están condenados a repetir seriamente las ficciones en las que han sido anticipados por la historia del cine o a convertirse en sus réplicas graciosas. Por momentos parecen una cosa y por momentos la otra. Sus vidas oscilan entre opciones paródicas más o menos trágicas y más o menos cómicas, en función de lo que pueden hacer con el peso de una tradición que los encanta y que los persigue a la vez.
Podemos hacer el ejercicio de pensar a Tony Soprano (James Gandolfini) como un Michael Corleone impúdico y físicamente expandido, o a Carmela Soprano (Edie Falco) como una Kay Adams con apellido italiano y bastante menos escrúpulos. Podemos pensar a Silvio Dante (Steven Van Zandt) y a Paulie Gualtieri (Tony Sirico) como las versiones satíricas de un tipo social sobre el cual, además de temer, nos podemos reír. Ahora bien, la particularidad de Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007) consiste en que sus personajes son derivaciones autoconscientes de los íconos de las películas de gangsters del Nuevo Hollywood, en el contexto de una propuesta narrativa que no renuncia al realismo. La hipótesis que quisiera poner a prueba sería entonces que la serie se estructura en torno de la tensión entre dos poéticas sustancialmente distintas: el realismo y la parodia. Para ejemplificar esto podemos pensar en las diferencias que existen entre la psicóloga de Tony Soprano, Jennifer Melfi (Lorraine Bracco), y el propio Tony. Ella también es descendiente de italianos, pero lejos de encarnar un estereotipo proveniente de la ficción, se vuelve reconocible a partir del tipo social de una mujer profesional hacia fines de los noventa, completamente integrada en la sociedad norteamericana. Las escenas de terapia son importantes no sólo porque representan la genial ocurrencia de poner en pantalla el corazón de un terrible mafioso sobre la mesa de disección, sino también porque sirven para mostrar cómo se construye una relación entre dos poéticas antagónicas.
Algo semejante se puede pensar en el modo en que lidian con Tony y Carmela sus hijos, dos típicos adolescentes norteamericanos de familia acomodada. Meadow (Jamie-Lynn Sigler) y Anthony (Robert Iler) se pelean cada tanto con sus padres por las decisiones que estos últimos toman a la hora de gestionar las tensiones dentro del núcleo familiar, pero se pelean también con los pliegues derivativos que van descubriendo en sus padres. Aunque disfrutan de la posición social en la que se encuentran, y aunque experimenten orgullo y vergüenza de manera alternativa por el tipo de negocio al que le deben esa posición, se mantienen a prudente distancia de los rasgos paródicos de sus padres, se resisten a la idea de aceptarlos como parte de la herencia.
Jennifer visita con su pareja la casa de los Cusamano. Es una simple cena de amigos, pero con una particularidad: los Cusamano son vecinos de los Soprano. La coincidencia no sorprende a nadie porque el anfitrión del encuentro es el colega de Jennifer que le derivó a Tony como paciente. En pos del análisis, los psicólogos dan rienda suelta a la curiosidad, pero Jennifer se extralimita: se levanta de la mesa para ir al baño y allí se asoma a la ventilación para espiar la casa de Tony. No ve nada, quizá porque es de noche, quizá porque no hay nada para ver. Sin embargo escucha un grito que la asusta, y después otro. Son los gritos de un hombre que sufre de dolor. Imaginamos lo que ella se figura: una escena de tortura en un antro mafioso, pero como no puede ver y después no se anima a preguntar, al final se queda con la duda. En cambio, nosotros no: en el final del capítulo escuchamos los gritos de Tony mientras levanta pesas en el sótano de su casa. El peso de la tradición de las películas de gangsters sugería que asociemos los gritos a una escena de sufrimiento y de crueldad. La serie, como relato, provoca esa anticipación, pero no para confirmarla sino para desmentirla y descalificarla como un prejuicio.
En Los Soprano, ni los personajes ni las circunstancias que enfrentan son la repetición de lo mismo respecto de la tradición cinematográfica en la que, a su modo y desde la pantalla chica, se inscribe la serie. Un poco a la manera de la teoría del eterno retorno, la serie subraya aquello en lo que difiere la repetición de las películas de gangsters. Así, por ejemplo, a diferencia de Michael Corelone (Al Pacino), en quien cada paso tenía el vuelo, la agilidad y el carácter impredecible de lo que se hace por primera vez, Tony Soprano ejecuta con pragmatismo y desparpajo los planes que casi siempre conocemos de antemano. A diferencia de Kay Adams (Diane Keaton), quien encarna los valores de una mujer virtuosa en el contexto de una cultura mafiosa que deplora y que literalmente le cierra la puerta en la cara, Carmela Soprano padece mucho más las infidelidades de su marido que el origen ilegal del dinero que ingresa en su casa, mientras que, acaso como desquite, se deja tentar por algunas fantasías “pecaminosas”. En ambos casos lo que nos encanta es que, cuando dan los mismos pasos que sus modelos, lo hacen de modo tal que encuentran en la repetición de los estereotipos cinematográficos la extrañeza de la que son capaces como personajes de televisión.
Que brille un original es menos difícil que disimular el carácter deslucido de una copia. Los personajes de Los Soprano no sólo no se ven deslucidos: son copias que no tienen nada que envidiarle al brillo de ningún original. En este sentido, James Gandolfini, Edy Falco, por nombrar sólo a los personajes principales de la serie, aunque la lista podría extenderse a todo el elenco, aprovechan la opacidad por momentos naturalista y por momentos caricaturesca de las vidas de sus personajes para evocar el modo en que los espectadores nos relacionamos con los fulgores de buena parte de los personajes del cine de Hollywood. En Los Soprano, los personajes son las réplicas imperfectas de los dioses de la pantalla grande que admiran con devoción. El problema es entonces cómo explicar esa imperfección que los convierte en singularidades relevantes.
En El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972, 74 y 90), los gangsters son invulnerables hasta que la violencia los alcanza. Recién entonces resultan heridos y, en el peor de los casos, muertos. En Los Soprano, los personajes nacen rotos: mucho antes de verlos empuñar un arma, mucho antes de ser alcanzados por la violencia que los puede lesionar, sufren de ansiedad, son impotentes, se desmayan, los persigue la enfermedad. Sabemos que son vulnerables antes de ver cómo llevan esa vulnerabilidad a cuestas en el campo de batalla. Son idólatras de figuras idealizadas que saben que nunca van a llegar a ser, pero han aprendido cómo convertir las desventajas de la idolatría en potencia. Lo que repiten del modelo cinematográfico los condena porque están atrapados en una forma que no están dispuestos a romper, quizá porque la tenue gloria de parecerse les resulta irresistible. Pero claro, viven en la pantalla chica, un espacio que los convierte en cuerpos extenuados, expuestos a la finitud. Intuyen que, al igual que sus ídolos, pueden quedar en la Historia. Por eso Christopher Moltisanti (Michael Imperioli) sueña alguna vez con escribir el guion de un éxito de taquilla. Por eso Adriana La Cerva (Drea de Matteo) persigue la ilusión de cultivar su talento como representante en la industria de la música. Lo que no pueden ignorar es que, a lo sumo, si acaso quedan, quedarán en la historia como réplicas de la ficción.
La originalidad de los personajes de El Padrino es el crédito inagotable que sostiene la excepcionalidad de los actores que los interpretan. Los actores de Los Soprano hacen que sus personajes acepten su condición paródica con una abnegación que actúan de manera excepcional. En el primer caso, tenemos la sensación de que los actores son invenciones de los personajes. En el segundo, los personajes reinventan las máscaras de un género cinematográfico un poco gastado y prestigian el oficio de los actores de televisión.
En Hollywood –en eso que por comodidad llamamos “Hollywood”, aunque no sepamos bien si nos referimos a una serie de corporaciones poderosas o al carácter hegemónico de un conjunto de narrativas heterogéneas– los estereotipos cinematográficos funcionan de manera performativa. No son personificaciones ficticias de tipos preexistentes, o sí, pero en todo caso no es eso lo que más importa: lo fundamental es que dichos estereotipos producen modelos de identidad que inciden en la construcción subjetiva del público. ¿Hasta qué punto somos absorbidos por las ficciones que consumimos? ¿Cuál es la distancia a la que tenemos que mirar para no ser devorados por los personajes con los que nos identificamos en el universo de la ficción? Son algunas de las preguntas que se pueden formular, a la luz de una serie que, entre otras cosas, reflexiona sobre las ficciones del cine y la televisión, como partes de un mecanismo a través del cual se construye nuestra identidad.
Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.