La cocina de los sueños robados
Por Israel Ruiz ArreolaWachito | 22 de enero de 2025
Sección: Crítica
♫♬♪
Vagando voy por la vida
Nomás recorriendo el mundo
Si quieren que se los diga
Yo soy un alma sin dueño
A mí no me importa nada
Pa mí la vida es un sueño.
♫♬♪
No soy fanático de comenzar los textos con una cita, pero si proviene de un clásico de la música norteña, no tengo ningún reparo. Además, “Un puño de tierra” se escucha varias veces en La cocina y precisamente de eso va la película: de sueños, de la vida como un sueño, un sueño robado. Alonso Ruizpalacios también inicia su película con una cita, pero de Henry David Thoreau: «Este mundo es un lugar para el negocio. ¡Qué ajetreo! Me despierto casi todas las noches por el bullicio de la locomoción, que interrumpe mis sueños». Esta idea, la de una maquinaria capitalista frenética, despiadada e imparable marcará el ritmo de una pieza excesiva y claustrofóbica, casi de cámara, que tiene como centro neurálgico la cocina de The Grill, un restaurante en la Nueva York de mil novecientos quién sabe cuántos. Hay una sensación de atemporalidad remarcada por el blanco y negro, como Ruizpalacios (ciudad de México, 1978) ya había hecho en su opera prima Güeros (2014), pero sobre todo por la ausencia de elementos que nos permitan ubicarla en un tiempo determinado. Una computadora de escritorio y teléfonos de cabina nos hacen suponer que esto sucede en los 90, pero nada más. En realidad, eso no importa, el pulso está en otro lado, está en la experiencia colectiva que comparten en este espacio los cocineros, meseras, lavalozas, gerente, contador y patrón, todos de diferentes nacionalidades; pero sobre todo en la individual, personificada en ese protagonista desesperado y desesperante llamado Pedro Ruiz. Así, entre lo coral y lo personal, La cocina aborda la condición del migrante, la multiculturalidad tras bambalinas de las estructuras socioeconómicas de la “capital del mundo occidental”, el racismo intrínseco, la identidad y nostalgia mexicanas y la sensación de asfixia de este modelo de vida.
Ruizpalacios ya tenía experiencia en adaptar La cocina (The Kitchen, 1957) de Arnold Wesker, para el teatro. Por otra parte, el director ha mencionado su inspiración de fuentes bibliográficas como el ya citado Thoreau y George Orwell, sumado a su propia experiencia trabajando en un restaurante en Londres[1]. Tampoco se puede dejar pasar por alto ese leitmotiv musical, esa especie de alma de la película que es “Un puño de tierra”, canción del compositor Carlos Coral, mejor conocida en la voz de Antonio Aguilar. Hay entonces un respaldo teórico, vivencial y poético que se siente en La cocina (2024), especialmente al momento de representar el frenesí en las diferentes estaciones de la cocina, las interacciones entre los miembros del staff –la escena de los insultos en diferentes idiomas es gloriosa– y la desolación espiritual de su protagonista. El director no se contiene, enciende la estufa y deja hervir el caldo hasta el punto de ebullición. Hay un derroche de estilo que nunca eclipsa la historia, la cual por cierto es mínima: se han perdido poco más 800 dólares de una de las cajas y el principal sospechoso es Pedro. Pero la trama es más un pretexto para explorar las dinámicas de este microcosmos cosmopolita y Ruizpalacios no tiene empacho en narrar explicita y subliminalmente hasta el más mínimo detalle visual y sonoro. No es novedad, al director le fascina jugar con el sonido y la imagen, desconectándolos, desordenándolos, a veces exhibiendo el artificio, anunciando con lo extradiegético lo que veremos más adelante. Ejemplos: mucho antes de que sepamos de dónde proviene, el ruido metálico del cuarto de congelación se escucha en varios momentos de la película generando tensión sobre los diálogos; o qué tal ese sonido que evoca el oleaje de un mar lejano, pero que en realidad es un trapeador mojado haciendo olas en el suelo. El efecto final es de confusión, de disociación espacial, decisión creativa congruente con la reconstrucción de un calabozo laboral que pocas veces deja ver la superficie. En este punto se debe hacer una especial mención a la polifacética banda sonora de Tomás Barreiro, el perfecto acompañamiento musical de la película, que va de una pieza de coros galeses entonando un cover de “Un puño de tierra” a una canción electrónica que juega con el sonido de la impresora ticketera de las comandas. Con todo esto, Ruizpalacios llega a niveles hiperbólicos, siendo el momento cumbre ese plano secuencia que sigue la caótica rush hour del restaurante, donde la ficción literalmente se desborda y deja inundada la cocina de refresco. Es estresante, hipnotizante, agotadora. Cuando termina, descansamos todos, cocineros, meseros y público. Para algunos el resultado final será demasiado salado, grasoso, picoso…; otros, querremos felicitar al chef (¡carajo!, no pude evitar recurrir a las analogías facilonas).
Alonso Ruizpalacios es mexicano. Piensa y traduce visualmente sus ideas en términos anclados a un territorio o, mejor dicho, a la idea de pedazos de un territorio llamado México. No se trata de un sentido nacionalista, sino el examen de algunas de las mil formas de ser y pensarse mexicano. Si en Güeros era el chilango universitario aletargado recorriendo puntos contrastantes de la Ciudad de México y en Museo (2018) era un ladrón de piezas mesoamericanas lanzado en un roadtrip por Satélite, Palenque y Acapulco, en La cocina se interesa por la figura del mojado, ese mexicano descolocado física y moralmente, hacinado en las entrañas manufactureras y de servicios en Estados Unidos. Éste es el caso de Pedro Ruiz, un cocinero altanero, soberbio, machista, violento, peleonero, castroso, inteligente y nostálgico, interpretado con gran energía por (aplausos, por favor) Raúl Briones. Así como sus antecesores cinematográficos, Pedro es un hombre perdido, enjaulado en su lugar de trabajo, pero más encerrado en sí mismo, que busca desesperadamente una salida, una razón de ser. La posibilidad de tener un hijo con la mesera Julia (Rooney Mara) parece ser la única esperanza que le dará rumbo a su vida. Esperanza egoísta que lo lleva incluso a chantajearla y tratar de convencerla de que no aborte. Y es que Pedro está hirviendo, está al borde de la explosión en el transcurso de toda la película, lo que lo hace un personaje antipático, agresivo, de esos que en las pedas se embrutecen de alcohol y nada más andan buscando con quién partirse la madre para liberar un poco la presión de la olla exprés de su frustración (no por nada las chelas van de mano en mano entre el personal de la cocina, de alguna manera hay que sobrevivir). Es difícil, sino que imposible, empatizar con Pedro, pero a veces tiene destellos de lucidez como reconocer de dónde provine el valor de las cosas o gestos que no lo hacen tan deplorable. Al final, lo puedes entender.
Pedro quiere escapar del engranaje de esa cosa abstracta que llamamos “sistema”. ¿Cómo? Puede fantasear con un futuro idílico en una playa mexicana (esto sucede en una escena erótica dentro del cuarto congelador, un refugio donde la fantasía sirve para una especie de masturbación espiritual que alivia momentáneamente la carga), o exigir la salvación en el útero de Julia. La idea de la green card por supuesto le emociona, pero sabe que hay más, que debe haber algo más. Lo triste es que ni él sabe exactamente qué. El sistema es tan implacable que hasta sus sueños le ha arrebatado. Pedro pide “prestados” los de otros, pero nada es suficiente. De forma muy parecida a Güeros, cuando al personaje de Santos le dicen “güero” y él se lo toma tan personal que responde de forma desafiante, Pedro, más desesperanzado que nunca, por fin explota cuando lo llaman “mojado”. Le duele en el ego, le duele en el alma. Porque ¿qué significa ser mojado? ¿a eso se reduce toda su identidad? ¿ese es su único valor en el mercado? Ruizpalacios no contiene a su protagonista, deja que Briones lo reviente con un histrionismo desproporcionado, aunque jamás sobreactuado. En el desenlace de la película (espero ya la hayan visto, no quiero espoilear con mi humilde interpretación) Pedro consigue detener el mundo, sólo unos minutos, pero lo detiene. ¿Y ahora? ¿Qué quieres, Pedro? ¿Cuál es tu sueño? ¿un hijo, el amor de una gringa, la green card? ¿regresar a México? ¿a Huachinango donde la hoja santa es más fresca? No sabes, Pedro. No sabes. Tal vez con desaparecer es suficiente, así como aquel migrante italiano de la extraña historia que uno de los personajes secundarios cuenta durante el descanso. Basta una licencia poética de Ruizpalacios en forma de rayo verde que trasporte a Pedro, derrotado y triunfante simultáneamente, a un momento sin tiempo. Desaparecer de este barco que se hunde sin detener nunca la marcha. Pero desaparecer sólo unos minutos porque mañana hay que volver a trabajar.
«Hay que darle gusto al gusto. La vida pronto se acaba». ♫♬♪
Israel Ruiz Arreola, Wachito, es uno de los editores de Icónica y forma parte del equipo editorial de la Cineteca Nacional desempeñándose como investigador especializado. También es locutor del programa radiofónico “Viajeros del celuloide”, que se transmite por Horizonte Jazz 107.5 fm. @wachitoruiz
[1] “Me interesa que mis historias tengan resonancia con el lugar donde vivo”, Entrevista a Alonso Ruizpalacios, Ximena Hiriart Schyfter, Letras Libres, 15 de noviembre de 2024.