Estatuas
Por Israel Ruiz Arreola | 24 de julio de 2020
Sección: Ensayo
Temas: EstatuasHumberto DelgadoNacionalismo revolucionarioRoberto Fiesco
Las estatuas no se mueven. Su naturaleza es la rigidez, su razón de ser la perdurabilidad. Una estatua debe de resistir la expansión urbana, las reubicaciones, la lluvia ácida, las pintas de los manifestantes, las cacas de paloma… pero principalmente, una estatua debe de resistir el tiempo e, incluso, la verdad. Con ellas, los gobiernos imponen en el espacio público una educación política al alcance de las multitudes. «A las estatuas el héroe llega ya íntegro, sin dar explicaciones, es oficialmente nuestro contemporáneo porque sobrevivió a las liquidaciones de caudillos y disidentes […] Es un signo del poder y sus deliberaciones y hace explícitas las necesidades de legitimidad de los gobiernos sucesivos», escribió Carlos Monsiváis.
En México, a través de las estatuas conviven al mismo tiempo todos los tiempos: la Conquista, la Independencia y la Revolución Mexicana. Los cuerpos metálicos de Cuauhtémoc, Hidalgo y Villa son referencia geográfica, son punto de encuentro, son historia petrificada. No se mueven, nosotros vamos hacia ellos como Juana y su hijo Carlitos deben hacerlo para llegar a la ceremonia de inauguración de la escultura dedicada a Emiliano Zapata en Estatuas (Roberto Fiesco y Humberto Delgado, 2013). A partir de nuestra relación con las estatuas públicas, el cortometraje hace una crítica a la imagen nacionalista con la que se ha insistido en vestir a México para creer en sí mismo. Específicamente, se trata de una observación a los efectos que el mito revolucionario dejó y continúa dejando en la población mexicana a más de cien años de su proclamación.
La Revolución Mexicana es un cuento de hadas y caudillos escrito en los libros de primaria con el que generaciones enteras hemos crecido. Así como Carlitos, una de las tradiciones escolares más recurrentes es disfrazarse de los guerrilleros y padres de la patria para conmemorar su legado. Los Villitas, Maderitos y Adelitas que tan tiernos se ven con sus bigotes y armas de mentiritas hacen eco al Grito de Guadalajara proclamado por Plutarco Elías Calles en 1934: «La Revolución no ha terminado. […] Es necesario que entremos al nuevo periodo de la Revolución, que yo llamo el periodo revolucionario psicológico; debemos apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud porque son y deben pertenecer a la Revolución».
Ellos, los caudillos de carne y hueso, es verdad que existieron; la Revolución Mexicana, sin embargo, no. Es un espectro de carácter mitológico –y como dijo el Jefe Máximo, hasta psicológico– sobre el que hemos construido fallidamente una identidad nacional. La razón de este mito es la legitimación de un régimen político que nos gobernó casi todo el siglo XX a través de tres pilares: el Presidente todopoderoso (por seis años nada más), el partido corporativo y la ideología revolucionaria. Lázaro Cárdenas fue el artífice, el que consiguió consolidar todo el engranaje político necesario para su propagación. De ahí en adelante todo es prihistoria. Ésta es la conclusión a la que llega Macario Schettino en Cien años de confusión, un análisis histórico que hace un largo recorrido por ese turbulento periodo al que identificamos con tan sagrado nombre. Se trata, según el autor, de una construcción narrativa con la que se le dio sentido a una serie de movimientos y conflictos armados dispares, nacidos de la incapacidad de Porfirio Díaz de heredar el poder. La trama gira en torno a un reparto de personajes convertidos en héroes (Villa, Obregón, Zapata) y villanos (Porfirio, Huerta), consolidando una iconografía nacionalista plasmada en los grandes muros de los edificios públicos (Rivera, Orozco), monumentos, estatuas, y muy especialmente en la mentalidad mexicana.
Pero mientras la cultura revolucionaria iba afianzándose (el periodo de construcción inicia con la muerte de Carranza y termina en 1938, poco después de la nacionalización del petróleo), también lo hacían las visiones críticas a ese pasado reciente. En 1932, a cargo del escultor Norberto Martínez, se colocó la primera estatua dedicada al Caudillo del Sur en Cuautla. Bajo el estilo art déco, la efigie representa a Zapata montado a caballo y un campesino parado a su lado. Un año después, el cineasta Fernando de Fuentes filmaba El compadre Mendoza, la segunda pieza de su Trilogía de la Revolución, con la que desmontó el naciente espíritu nacionalista para presentar una mirada menos celebratoria del conflicto armado, que mostraba sus contradicciones y consecuencias en la población. Es con esta película con la que Estatuas guarda un paralelismo discursivo y artístico.
Rosalío Mendoza era enemigo de romanticismos y suspiritos. Él creía que las cosas había que hacerlas pronto y bien hechas. Es por eso que cuando la Revolución afectó directamente sus negocios, decidió traicionar a su amigo, el general zapatista Felipe Nieto, y entregarlo a las fuerzas carrancistas. Mientras el cuerpo del caudillo yacía colgado a la entrada de la hacienda de don Rosalío, su esposa e hijo se alejaban de ahí con diferentes sentimientos: ella con la tristeza de saber el destino de su amor secreto; él con la inocente esperanza de volver a verlo. El trágico desenlace de El compadre Mendoza mostraba, en palabras de De Fuentes, la «crueldad y dureza de la realidad». En la película los ideales heroicos [y hasta paternales] son exterminados por los intereses de terratenientes convenencieros. Madre e hijo son expulsados violentamente para no ser testigos de cómo funciona la política de la Revolución. Esa mujer y ese niño bien podrían ser los mismos de Estatuas, personajes dejados a la deriva política, desprovistos de la protección patriarcal, tanto familiar como del Estado. El final también es muy parecido al de su predecesora, aunque el tono es más esperanzador: Juana termina triste y decepcionada por no haber conseguido ver al gobernador y su hijo, para consolarla, proclama para ella el poema zapatista de Tierra y Libertad. El momento es agridulce, pues ante el abandono de la autoridad, la fe se deposita en la inocencia infantil que alivia el balazo de la cruel y dura realidad.
La crítica que el cortometraje hace del mito revolucionario se instala en la actualidad, cuando el régimen ya había terminado.[1] Sin embargo, el panorama social no es muy diferente al del momento más sólido del autoritarismo. Y es que «aunque la estructura política sea destruida, la mentalidad se mantiene. Por ello, la transición política en México ha sido tan larga y compleja, porque no se trataba de destruir a un gobierno autoritario cualquiera, sino a uno que había construido una explicación completa, total, de la existencia de México, para legitimarse».[2] Aunque no hay una fecha ni lugar preciso en el que se ambiente el relato, uno lo adivina por el logotipo del gobierno mexiquense que aparece fugazmente durante un paneo y que corresponde al de la administración del priista Eruviel Ávila (2011-17). La mentalidad que el régimen revolucionario engendró permanece viva aún en el siglo XXI.
Juana y Carlitos caben perfectamente en el molde que Schettino describe sobre ese tipo de ciudadano: «La institucionalización del caudillo paternalista [la estatua de Zapata], dará como resultado una sociedad permanentemente subordinada, dependiente del Estado».[3] La petición de Juana y la de todos sus conocidos que encuentra en su camino sintetiza esa eterna sujeción y aceptación del gobierno, la cual se rastrea hasta la época de los tlatoanis. El carácter semidivino que tiene la concentración unipersonal del poder se trasladó al emperador durante la Colonia, después al caudillo en la Revolución y finalmente al presidente cuando se institucionalizó el mito. La narración teleológica, entonces, es otro ingrediente del nacionalismo revolucionario, aquí plasmado en el ímpetu casi religioso con el que emprenden su viaje madre e hijo. La ardua caminata se convierte en una especie de peregrinaje, una búsqueda de la salvación que sólo puede ofrecer el gobierno divino. Otro punto clave de esta psicología revolucionaria es la masculinización de las imágenes de los héroes. La Revolución tiene cara de hombre, por eso Carlitos debe emular las palabras e imagen del Santo Zapata, tal vez el guerrillero cuya figura ha sobrevivido mejor en el tiempo. Aquí la crítica se inscribe en el personaje de Juana, pues ella es la contraparte de la estatua. Mientras la figura de metal está ligada a la tradición machista y representa literalmente la estabilidad del paradigma histórico, ella (mujer y en cierto grado madre soltera) es la incitadora de la movilidad. Aunque esté destinada al fracaso, su caminata es una acción política en sí.
En la forma cinematográfica, la épica bélica e intriga militarista de la trilogía de De Fuentes devienen en el presente en una especie de mini road movie a pie y en transporte público. La crítica, sin embargo, es la misma: la traición a los ideales revolucionarios y su efecto en los individuos. En el recorrido que hacen madre e hijo se encuentran algunas de las fallas que la fantasía revolucionaria no alcanzó a maquillar: la migración (el esposo de Juana trabaja en E.U.), el cinturón de miseria originado por la movilidad social de la población rural a la urbe (la película arranca en los márgenes de la ciudad), el progreso a costa de los recursos naturales (río contaminado), el sistema educativo reproductor de ideología (Carlitos vestido como Zapata) y la inequidad social (las condiciones del traslado y las cartas con los problemas que piden solución).
De Fuentes hizo su comentario desde la experiencia de personajes muy cercanos al poder: el hijo fusilado por orden de su padre, un coronel huertista, en El prisionero 13 (1933); la madre y el hijo expulsados por el terrateniente traicionero en El Compadre Mendoza y el guerrillero desilusionado por el propio Centauro del Norte en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936). «[La renuncia de De Fuentes] a la grandilocuencia del héroe, su acercamiento a la brutalidad y crudeza de la realidad, el centrarse en el hombre común derrotado por la corrupción y la desilusión que esto conlleva no encajaba con las promesas de futuro que se delineaban para el país en ese momento. De Fuentes no se sube al tren de los ganadores, se coloca al lado del individuo anónimo que ve pasar la historia dejándolo atrás».[4] En Estatuas, las personas ya están muy lejos de los protagonistas de la lucha armada. Son los nietos y tataranietos de esas primeras víctimas anónimas relegadas por la historia; son los herederos del artificio narrativo que el régimen creó para las generaciones venideras. Esas promesas de futuro aparecen aquí incumplidas a lo largo del camino, ajenas a todo lo que es el país. Aún así, la escultura de Zapata succiona las vidas de Juana y Carlitos, los atrae con el magnetismo de su fuerza histórica. Avanzan, pero su caminata es en reversa, volviendo a un pasado que se cree glorioso pero nunca lo fue. La ausencia del gobernador al final de la película es justamente la confirmación de la inexistencia de la Revolución.[5] La política nunca ha estado ahí para ellos, su lugar lo ocupa el símbolo metálico, el caudillo institucionalizado que los observa ciegamente desde arriba, como el cadáver de Felipe Nieto, inalcanzable.
La Revolución Mexicana es una estatuta. A pesar de algunos cambios importantes en la política del país, el mito no ha perdido su rigidez. Las visiones críticas hechas desde el arte han sido muchas veces opacadas o tristemente despreciadas por el propio público mexicano,[6] pero cuestionarnos es la única forma avanzar.[7] El cine se mueve, esa es su naturaleza y su razón de ser. Obras como la trilogía de De Fuentes y trabajos como Estatuas, que desde el presente hacen una visión retrospectiva de la identidad nacional, nos invitan a seguir preguntándonos ¿Creemos todavía en lo que se supone que es la Revolución Mexicana?,[8] ¿seguimos siendo esa sociedad subordinada? Las narrativas se combaten con narrativas.[9] Las estatuas públicas pueden rayarse y hasta retirarse, pero las que debemos derrumbar de verdad son las que están en la consciencia colectiva mexicana.
Israel Ruiz Arreola forma parte del equipo editorial de la Cineteca Nacional desempeñándose como investigador especializado.
[1] El régimen de la Revolución termina en 1997 cuando el PRI pierde por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados.
[2] Macario Schettino, Cien años de confusión, Paidós, México, 2016, p. 294.
[3] Idem, p. 157.
[4] Ana Lourdes Menéndez Castañón, “Fernando de Fuentes: El artista como víctima tardía de la Revolución Mexicana”, en Catástrofe y violencia: Acontecimiento histórico, política y productividad en el mundo hispánico, editado por Marco Kunz, LIT Verlag, Münster, 2018, p. 149.
[5] El desenlace es similar al del cortometraje La bienvenida (Fernando Eimbcke, 2010), donde una banda de pueblo ensaya para recibir a un político que nunca llega.
[6] ¡Vámonos con Pancho Villa! se vio opacada en la taquilla por Allá en el rancho grande (1936), película también dirigida por De Fuentes. La visión folklorista y celebratoria de la vida rural era preferida por el público mexicano de entonces.
[7] Es curioso que una de las obras artísticas que más haya sacudido actualmente el mito nacional sea La revolución (Fabián Cháirez, 2019), pintura presentada en la exposición Emiliano: Zapata después de Zapata en el Palacio de Bellas Artes. La polémica que desató la versión queer del caudillo mostró el machismo y la religiosidad con las que el mito ha perdurado.
[8] En el contexto que se escribió este ensayo, con un presidente como Andrés Manuel López Obrador que tiene muchos puntos en común con el mito (caudillismo, paternalismo, imagen pública rayando en la religiosidad), parece que la respuesta es afirmativa.
[9] Tal vez por eso los antimonumentos de la ciudad de México como el de Ayotzinapa en Paseo de la Reforma o el que se erigió en contra del feminicidio frente a Bellas Artes son los que mayor legitimidad deberían tener. Irrumpen colectivamente en el espacio público.