Antonio Aguilar: Last Mexican Hero

Antonio Aguilar: Last Mexican Hero

Por | 17 de mayo de 2019

Sección: Ensayo

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Antonio Aguilar en Los hermanos del Hierro (Ismael Rodríguez, 1961)

La ideología del nacionalismo mexicano funciona bajo el pulso de los héroes: encarnaciones del alma de la Nación y depositarios de su misión unificadora. En el selecto grupo de los “héroes que nos dieron Patria” se apretujan Hidalgo, Allende, Morelos, Guerrero, Juárez, Madero, Carranza, Villa, Obregón, Zapata, Cárdenas… un rosario de personajes que, más allá de sus ideas y acciones, son invocados y reinterpretados por el Estado de acuerdo a la época y la circunstancia, pues son basamentos que permiten seguir imaginando a México.

La (pos)modernidad, sin embargo, exige símbolos que trasciendan al deteriorado Estado. Para mantenerse, la Nación, esa “comunidad imaginaria”[1] sostenida por mitos e ideologías cada vez más desgastadas, ha erigido un cúmulo de héroes alternativos, de prohombres que con su nombre apuntalan a la Patria zaherida. El cine fue durante buena parte del siglo pasado el instrumento para esta labor estratégica. Gracias al medio se impuso la figura del charro como quintaesencia de lo mexicano y Jorge Negrete encarnó a este baluarte de la identidad nacional, incluso latinoamericana, en los tiempos del panamericanismo obligado por la guerra mundial. Pedro Infante se encumbró a finales de los años cuarenta como el macho capaz de bajarse del caballo y transitar con dignidad, apostura y alegría por los farragosos callejones arrabaleros hasta conquistar una nueva identidad urbana, propia del desarrollismo alemanista.

La crisis del nacionalismo mexicano en los años sesenta obligó a voltear de nuevo a los orígenes, a una provincia cada vez más abstracta y al reflujo de las ideas justicieras revolucionarias reducidas a entretenimiento pueblerino. El versátil Antonio Aguilar Barraza fue quien tomó la estafeta y honró el encargo durante los siguientes treinta años con una rigurosidad tan sorprendente como efectiva. Su carisma y sus habilidades artísticas, políticas y empresariales se pusieron al servicio de un populismo complaciente y desmovilizador, y de una nueva promesa de progreso, ahora ligada a las posibilidades de migración a Estados Unidos.

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Pascual Antonio Aguilar Barraza nació el 17 de mayo de 1919 en la hacienda de Tayahua, propiedad de su padre, en el municipio de Villanueva, Zacatecas. A finales de los años treinta es enviado a vivir a Nueva York para estudiar aviación, pero lo que logra es afianzar su vocación por el canto, que estudia y practica con empeño –incluso fue discípulo del viejo barítono español Andrés de Segurola. En los años cuarenta regresa al país e inicia carrera como cantante de boleros en centros nocturnos de Tijuana y Mexicali hasta que se establece en la ciudad de México en 1945. En 1950 comienza a cantar en la XEW lo que impulsa su carrera y lo acerca al cine. Filma sus primeras películas en 1952, gracias a un contrato con la Filmex de Gregorio Walerstein que busca afianzarlo como galán cosmopolita desde el nombre artístico: Tony Aguilar. Una decena de películas después, productores y actor se dieron cuenta de que su buena voz y su apostura no serían suficientes para abrirle las puertas de la fama.

Pueblo quieto (Ramón Peón, 1954) marcó la transformación de Aguilar. Una rutinaria comedia ranchera –en proceso de transición del Bajío de los charros al Norte de los cowboys– le dio oportunidad de presumir su habilidad como jinete y su capacidad para cantar con mariachi. El peso de la tradición acabó por transformar a Tony en Antonio Aguilar, al grado de sacrificar su educada voz para crear el estilo desgañitado que lo encumbraría como cantante popular. Ese mismo año sumaría el carácter heroico a su personaje. El Rayo Justiciero (Jaime Salvador, 1954) fue la primera de las nueve películas de la serie de Mauricio Rosales, en las que Aguilar se daba vuelo como “agente de la Procuraduría General de la República” resolviendo líos pueblerinos contra malhechores empistolados mientras se daba tiempo de entonar canción tras canción. Representante de la ley y garante de la justicia, el capitán Rosales convenció de las bondades de las instituciones federales a toda una generación de espectadores de cines de barrios y de pueblos de todo el país.

Las “películas de caballitos” (como las calificaba la prensa y la crítica)[2] le dieron taquilla y fama a Antonio Aguilar, pero no era suficiente. Durante los siguientes quince años se esforzó por consagrarse como prohombre. El primer paso fue darle sustento histórico y cinematográfico a sus “caballitos”. En 1957 filma otra serie, esta vez de tres películas, pero con un despliegue fílmico radicalmente distinto: ¡Aquí está Heraclio Bernal!, El Rayo de Sinaloa y La rebelión de la sierra (todas estrenadas en 1958) fueron dirigidas por Roberto Gavaldón y fotografiadas por Gabriel Figueroa. El resultado es una espléndida disección de los orígenes, éxitos, excesos y asesinato del célebre bandido decimonónico de aliento épico; un extenso western pleno de emoción, aventura y dimensión trágica que supo sacarle partido al carisma del actor. A lo largo de su carrera, Aguilar compaginó las producciones baratísimas con unas cuantas películas ambiciosas, como los Heraclios y Los hermanos del Hierro (Ismael Rodríguez, 1961), Los marcados (Alberto Mariscal, 1971) o Emiliano Zapata (Felipe Cazals, 1970).

El segundo paso de Aguilar fue afinar su habilidad emprendedora y fundar su propia empresa, Producciones Águila, exclusiva para explotar su imagen y la de su familia. Con su esposa, la actriz Flor Silvestre, y sus dos pequeños hijos formó en los años setenta un espectáculo ecuestre que se nutrió de dos anacronismos, la charreada mexicana y el Buffalo Bill’s Wild West; así recorrió Estados Unidos y México durante treinta años. La Familia Aguilar se convirtió en referente de respetabilidad, trabajo, fe católica y progreso en la lógica del pensamiento conservador que se afianzó en el poder durante los años cincuenta y sesenta.

En medio de esta ascendente y muy lucrativa carrera empresarial, Aguilar desarrolló un paulatino e interesante proceso de apropiación histórica que lo consagró como el rostro fílmico del héroe histórico mexicano.

Antonio Aguilar

Detalle de una fotografía promocional de El Rayo de Sinaloa (Roberto Gavaldón, 1958)

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Durante la época de bonanza industrial del cine mexicano, el régimen fue particularmente vigilante de que la Historia Nacional fuera tratada con la solemnidad requerida. La legislación impuso tortuosos procesos de revisión de guiones y de películas recién filmadas previo a autorizar su exhibición. El resultado fue un cine histórico escaso y reducido a infumable desfile de estatuas (La virgen que forjó una patria [Julio Bracho, 1942], El cementerio de las águilas [Luis Lezama, 1939], El joven Juárez [Emilio Gómez Muriel, 1954]…) o estampitas edulcoradas, como las tres cintas sobre Pancho Villa de Ismael Rodríguez (1958), o cualquiera de las películas con trama ubicada en la Revolución. El riesgo de censura era elevado, como demuestran La sombra del caudillo (Julio Bracho, 1959) y Rosa Blanca (Gavaldón, 1961). El caso de Emiliano Zapata también es significativo: hubo por lo menos dos proyectos fallidos de filmar su vida, uno en los años cuarenta, dirigido por Emilio Fernández, y uno más a principios de los sesenta para el que José Revueltas escribió un guión; incluso la producción de la 20th Century Fox Viva Zapata! (Elia Kazan, 1952) no pudo filmarse en México por las dificultades burocráticas.

El buen éxito del personaje de Heraclio Bernal impulsó a Antonio Aguilar a adaptar al cine las historias de corridos populares, aunque con cuidado de no tocar asuntos históricos. Su primera película como actor-productor, El alazán y el rosillo (René Cardona, 1964), puede ser vista como una declaración de principios. Se trata de una comedia ranchera al viejo estilo con un conflicto centrado en las diferencias de clase, entre hacendado y pequeños propietarios agobiados por las deudas. El fogonero Rosendo, nieto de un hacendado bondadoso que heredó sus tierras a sus peones, regresa a su pueblo natal para ayudar a “los pobres”, amenazados por el desempleo, pues el malévolo hacendado Juventino, además de despojarlos de sus tierras con tácticas de usurero, utiliza tractores para las labores del campo; el buen Rosendo, en cambio, labra con yunta mientras los campesinos cantan. Un diálogo da cuenta de la ideología del protagonista. Al discutir con Juventino, que le dice que ambos son distintos de los campesinos “desarrapados”, Rosendo le replica:

—No son ningunos desarrapados, son iguales que tú y que yo, o mejores si mucho me apuras. […] Esa es la verdad del campo.
—Ya cállate, pareces político con tus discursos y tus recuerdos —le responde Juventino.

La carrera climática, en la que compiten «el rosillo de los pobres y el alazán de los ricos», como establece el corrido sinaloense adaptado, es antecedida por la respectiva apuesta. Juventino lleva un cheque de 200 mil pesos y a un notario; Rosendo, por su parte, es acompañado por el cura y por una fila enorme de campesinos, que van completando el monto con sus títulos de propiedad, hatos de ganado y hasta gallinas. El triunfo del caballo rosillo y la final aceptación de Juventino de la derrota y la reconciliación con los desarrapados que antes despreciaba sella la inocuidad de la película que comienza, honor obliga, con un letrero de agradecimiento al gobernador de Zacatecas por la «valiosa colaboración, sin la cual no hubiera sido posible la filmación de mi película. Antonio Aguilar».

Taquillazos y corridos más tarde, en 1970, Aguilar alcanzó la cima. El régimen del repudiadísimo Gustavo Díaz Ordaz le autorizó la filmación de Emiliano Zapata (dirigida por Felipe Cazals) y facilitó todo tipo de apoyo en un viraje que prefiguró la política cinematográfica del siguiente sexenio. Jorge Ayala Blanco describiría el impacto cultural que supuso ver al Charro de México encarnando al Caudillo del Sur:

Insatisfecho por ser el galán ranchero con mayor taquilla en el envilecedor cine mexicano de los últimos quince años y todavía no haber alcanzado otro reconocimiento que el de las reverentes masas populares del país y demás sirvientas románticas de Latinoamérica. Soñador porque su vanidad neoburguesa requería la «gran película» de éxito cultural y universal, que lo colocara, mitológicamente hablando, al nivel de los mayores ídolos indiscutibles de nuestra historia reciente. El problema era convertir a Tony (pronúnciese Táni) Aguilar and His Famous Show of Horses and Mexican Bandidos with Big Sombrero en empresa mexicósmica.[3]

Emiliano Zapata fue una misión complicada, tan meritoria como fallida. Meritoria por el intento de mostrar por primera vez en el cine mexicano a Zapata y la lucha que representa incluso con destellos de epopeya, como el momento en que, tras la lectura del Plan de Ayala, un close up del héroe se abre hasta ver cómo una multitud de sombreros de palma absorben al protagonista en una plano general tamaño Panavision. Fallida porque el punto de vista reduce la lucha del caudillo a una sucesión de balaceras bien filmadas y a la declamación de discursos llegadores, hasta llegar al climático magnicidio que parece erigirse en sacrificio ritual que da sentido al rollito con que inicia la cinta: «La lucha de Emiliano Zapata no fue en vano, la Revolución Mexicana ha entregado a los campesinos más de 70 millones de hectáreas…». Sobra decir que la Solemnidad Histórica impidió que Aguilar se aventara ni siquiera una serenata.

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Zapata fue el punto de partida de la obra pedagógica de Aguilar. Con la venia del presidente Echeverría y de todo el aparato político del Estado, el charro taquillero barnizó de ideología y pretensiones históricas varios de sus “caballitos”. A lo largo de los siguientes veinte años fue Valente Quintero, Francisco Villa, Benjamín Argumedo, Felipe Carrillo Puerto, otra vez Zapata y otra vez Villa. Fue el desboque de la megalomanía, pero también, nada menos, el último gran proyecto de exaltación nacionalista en el cine mexicano popular, el cual se caracterizó por una visión histórica maniquea y reivindicadora de lo popular y de los valores conservadores. En el arranque de Benjamín Argumedo, el rebelde (Mario Hernández, 1979) se describe a cualquiera de los héroes de este cine: «modelo de virtudes, buen padre, buen esposo, buen cristiano, respetuoso de la ley y de los derechos ajenos, el más versado en caballos». El villano y la trama también pueden ser fácilmente sintetizados: Un hacendado fascetto de cuna adinerada le robó sus caballos. Este es el principio de una historia triste, trágica, dolorosa e injusta.

El veterano Aguilar se convierte en conciencia de una Revolución menguante que como último recurso lanza, entre canción y canción, críticas abstractas en plan de desahogo populista y de exaltación justiciera. El ranchero Argumedo se rebela contra «los de arriba, los que nos escupen a la cara, los que nos roban y engordan con el sudor de nuestra sangre» y se niega a deponer las armas porque «muchos jefes revolucionarios se han vendido por dinero, por haciendas o por un puesto en el gobierno y cuando están en el poder se olvidan de la sangre derramada».

También verbaliza lamentos y deslindes. En La muerte de Pancho Villa (Hernández, 1973) censura «la ignorancia», que «es una desgracia, porque cuando no se tiene civilización es muy fácil que el hombre entre por los caminos del crimen». Días antes de ser emboscado, su Villa se encabrita mientras dicta sus memorias: «Yo sé que mi causa es la justa, la causa de los pobres. Yo he luchado porque en México haya justicia, justicia como yo la entiendo».

El cine histórico de Antonio Aguilar –generalmente filmado con eficacia gracias al buen oficio del menospreciado Mario Hernández– es el último que buscó darle sentido de progreso a la anacrónica idea de la lucha revolucionaria, al tiempo que se nutre de la eternidad de la miseria, sustento de la identidad de ese “pueblo” que constituye a la Patria. En tiempos en que la crisis política y económica de los años setenta-noventa generó una nueva oleada migratoria de campesinos, ahora hacia Estados Unidos, la retórica de este cine alimentó un urgente patriotismo de sobrevivencia. En su última película, La sangre de un valiente (Hernández, 1993), de nuevo como Villa, Aguilar le dice a un médico gringo «enemigo de la patria», llevado a la fuerza a la cueva en que se refugia el caudillo: «nosotros peleamos por la libertad y el bienestar de México, nosotros damos la vida por nuestra causa, siempre». Parece que Villa hablara por los migrantes que por necesidad se internan en «territorio enemigo».

Las ideologías se desdibujan, pero los afanes justicieros se mantienen. El viejo Aguilar todavía tuvo tiempo de entrarle al cine de narcos. Complemento afín al populismo del resto de su obra, en Lamberto Quintero (Hernández, 1986) interpreta a otro personaje histórico con corrido popular, un narcotraficante asesinado en 1976 en El Salado, Sinaloa. Sin escrúpulo alguno, Aguilar es ahora el mafioso magnánimo que igual ayuda al pueblo que ordena decapitar a sus enemigos, sin dejar las formas suaves de El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972). En desahogo sentimental, Lamberto describe su vida narca: «La necesidad del poder. Cada día se juega a ganar o a morir. La necesidad de no dejarse fregar». En el balance, Aguilar es todos sus héroes y “su causa” la de todos sus espectadores, arrojados a ganarse la vida a costa de todo y de todos.

En 2012, cinco años después de su muerte, Antonio Aguilar fue convertido, como obliga la Historia Patria, en estatua ecuestre en el corazón del barrio mexicano de Los Ángeles, ese reducto del México desdibujado también en sus fronteras.


Fernando Mino, historiador especializado en cine mexicano, es autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando


[1] El trabajo clásico de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (Fondo de Cultura Económica, México, 2007) desarrolla el tema en forma profunda y profusa.
[2] Gustavo García y Rafael Aviña, Época de oro del cine mexicano, Clío, México, 1997, pp. 80-81.
[3] Jorge Ayala Blanco, La búsqueda del cine mexicano, Editorial Posada, México, 1986, p. 83.