El bebé de Rosemary: Novela, película,

El bebé de Rosemary: Novela, película, recuerdo

Por | 12 de febrero de 2021

Todos ellos briujos.
Rosemary

En 1967 fue publicada la novela más aclamada del escritor norteamericano Ira Levin, Rosemary’s Baby, traducida al español como La semilla del diablo, en la que quiso recrear una historia de terror, un género que según él era necesario renovar y estilizar, y por razones prácticas la ambientó en Manhattan, un distrito que conocía a la perfección, ya que gran parte de su vida transcurrió allí.

Tomó como referencia el bellísimo edificio victoriano Dakota, ubicado en la esquina noroeste de la calle 72 y Central Park West en Manhattan, un lugar donde han ocurrido una serie de sucesos escalofriantes, entre ellos el asesinato de John Lennon, y curiosamente sus inmensos apartamentos también han sido apetecidos por varias celebridades. Un lujoso inmueble que sirvió como inspiración a Levin (Nueva York, 1929-2007), para dar vida a un relato que él consideró como un remake de María y Jesús, pero encarnado por el diablo y en el que rebautizó al edificio como la Casa Bramford.

El libro se convirtió en un best seller, y Truman Capote escribió una elogiosa reseña sobre éste, catalogándolo como «un brillante relato de misterio y maldad que induce a creer en lo increíble».

El productor y director de cine William Castle compró los derechos y, en colaboración con  Paramount Pictures, contrató a un cineasta francopolaco, llamado Roman Polański, cuya carrera ya tenía su bagaje.

Polański (París, 1933) hizo una fiel adaptación del libro, incorporando páginas completas de los diálogos y los colores mencionados para la decoración del apartamento. La película se estrenó el 12 de junio de 1968 y fue un éxito de taquilla.

Con un exquisito realismo, Polański nos seduce a través de una toma panorámica de los edificios de Nueva York, y que traslada a un plano cenital del Dakota (la Casa Bramford) para invitarnos a  ingresar a este imponente lugar, junto con una pareja de casados, Rosemary Woodhouse (Mia Farrow) y Guy Woodhouse (John Cassavetes) mientras nos arrulla, la magnífica canción de cuna, compuesta por Krzysztof Komeda.

Rosemary y Guy quedan encantados con el apartamento que le pertenecía a la señora Gardenia, recién fallecida y quien tenía un mueble ante la puerta de un armario que conecta con el apartamento de los Castevet.

Ya instalados, Rosemary decora el lugar de una manera muy calurosa y acogedora. Una noche conoce en el sótano donde está ubicada la lavandería a Terry Donofrio (Victoria Vetri) una ex drogadicta rehabilitada por los Castevet, pero  días después la chica se suicida lanzándose  desde la ventana del apartamento en el séptimo piso, fatal suceso que hace que Minnie (Ruth Gordon) y Roman Castevet (Sidney Blackmer) conozcan a los Woodhouse y se genere una amistad donde el vientre de Rosemary, y la carrera de actor de Guy sean el principal motivo para un desenlace, que a muchos nos marcó la infancia.

Tanto las interpretaciones como la dirección de fotografía a cargo de William A. Fraker, recargan la historia de una cotidianeidad en extremo confortable que se contrasta divinamente con lo espeluznante, y donde podemos apreciar la lucidez de Polański, y su virtud en cada detalle, desde una escenografía (a cargo de Robert Nelson)  donde quisiéramos vivir en ese apartamento, a pesar de los excéntricos vecinos adoradores de Satán, hasta esos primeros planos en el rostro de Rosemary, quien sufre una famélica transformación a causa de la criatura que se está gestando en su útero.

Ruth Gordon se luce como Minnie Castavet, la vecina entrometida, parlanchina, ferviente seguidora de Belzebú , y quien de paso le da un toque de humor a la cinta.

Levin quedó satisfecho con la adaptación, pues Polański respetó gran parte del libro. Sólo omitió por cuestiones de narrativa audiovisual, el fragmento en que Rosemary decide irse a una casa en el campo para aclarar su mente. De resto, la historia es registrada de una manera fidedigna, con colores que se van trasformando de acuerdo con las estaciones en que se desarrolla la trama: primavera, verano e invierno.

La brujería, las sectas satánicas, un anagrama, una cadena con una esfera que contiene raíz de tanis y un edificio que lleva una carga de misterio y horror en cada ladrillo, son los ingredientes de una historia que se basa en el egoísmo y narcisismo de Guy, que no escatima en ofrecer el vientre de su esposa para que el diablo deposite su semilla, y así crear al salvador de un séquito conformado por ancianos, con el fin de alcanzar su éxito como actor.

Sin caer en extremismos, ni imágenes redundantes, El bebé de Rosemary es de las pocas películas de terror, que ha sabido respetar este género y que mantiene el tono perfecto del suspenso, con elegancia y majestuosidad.  Y tal vez esa es una de las razones por las que uno no se cansa de verla –en mi caso más de 50 veces–, porque logró avivar la imaginación de muchos de los que crecimos en la década de los 80.

Recuerdo de una manera un tanto nebulosa pero entrañable, que la vi por primera vez a mis siete años por televisión, un sábado en la noche cuando emitían series y películas de suspenso. Y coincido con algunos coetáneos en que nuestra fantasiosa mente de infantes logró ver al bebé de Rosemary en la cuna con los ojos rojos heredados de su padre Lucifer. Años después, al repetir la película ese fotograma sólo ocurrió en nuestra mente no en la pantalla. Ahí descubrí la capacidad que tiene el celuloide para brindarnos diversidad de sensaciones, enriquecer, y sugestionar la imaginación.

De la misma manera, logró despertar en mí una atracción casi obsesiva hacia los apartamentos viejos, con decorados antiguos que reflejan un ambiente que se detiene en el tiempo cuando la infancia no contaba con tanta tecnología, sino con la inventiva para recrear juegos que muchas veces el cine nos inspiró y nos permitió descubrir que el séptimo arte resulta mejor que la vida misma. A pesar de que la temática de El bebé de Rosemary en su esencia es escalofriante, es una película a la recurro usualmente cuando quiero retroceder el tiempo y recordar aquella acogedora época en que todo parecía más sencillo, pero con esa dosis perturbadora que de cierta manera aviva las emociones y nos permite experimentar sensaciones íntimas a través de las historias que sólo el cine con sus diversos elementos nos permite evocar.


Sandra P. Medina, periodista enfocada en el análisis cinematográfico, es autora del libro Un misterio llamado David Lynch (2018). Ha colaborado en medios como SoHo, Revista digital de artistas, Cultura Inquieta, Dark Room Network y Cine Nueva Tribuna.