Joker y Thanos: Villanos contra el peso

Joker y Thanos: Villanos contra el peso de la realidad

Por | 23 de septiembre de 2021

Hace mucho que los villanos ya no son lo que eran. De Nosferatu, interpretado por Max Schreck (Nosferatu, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922), al Joker, que le valió un Óscar a Joaquin Phoenix (Guasón [Joker], Todd Phillips, 2019), ha pasado mucha agua bajo el puente y muchas de las encarnaciones cinematográficas del mal han ganado en sutileza y en complejidad. Pero, a decir verdad, el mal nunca fue monopolio exclusivo de los monstruos sobrenaturales, ni los malos de la pantalla grande son necesariamente figuras planas: conforme los espectadores nos habituamos a lógicas narrativas que se vuelven demasiado predecibles y exigimos experiencias diferentes, buena parte de los villanos exhiben matices subjetivos que les confieren profundidad, que los enriquecen, que los hacen a veces incluso más atractivos que los héroes que se les oponen. Tampoco es novedoso que los espectadores seamos colocados en posición de identificarnos con los malos. En ocasiones, los mecanismos de verosimilización característicos de las narrativas cinematográficas más interesantes inducen a entender las conductas disruptivas del villano como acciones, si no justificables, cuando menos comprensibles.

Se objetará que los monstruos sobrenaturales pueden ser también extremadamente ricos en posibilidades significativas, que los mejores ejemplares no tienen al respecto nada que envidiarles a los villanos más prosaicos. La observación me parece justa, pero podríamos en todo caso arriesgar dos cosas. Por un lado, que los villanos cinematográficos más complejos suelen tener más que ver con las características intelectuales y emocionales de los seres humanos que con las manifestaciones monstruosas de lo sobrenatural. No se trata de una regla, por supuesto, pero sí de una tendencia identificable entre otras líneas posibles. Por otro lado, para retomar los ejemplos del primer párrafo, mientras la riqueza significativa de Nosferatu es en buena medida el resultado del ejercicio interpretativo de los espectadores, las profundidades psicológicas del Joker constituyen un abismo que la película de Phillips (Nueva York, 1970) y la actuación de Phoenix (San Juan de Puerto Rico, 1974) exploran con profusa exhaustividad. De la riqueza interpretativa de lo simple hemos pasado a una complejidad enunciativa que por momentos pareciera inagotable.

Por lo demás, tampoco debería ya sorprender a nadie la postulación narrativa del villano como protagonista de la historia. Podemos enumerar algunos de los casos más notables: Norman Bates (Antony Perkins en Psicosis [Psycho, 1960], de Alfred Hitchcock), Michael Corleone (Al Pacino en la saga del Padrino [The Godfather, 1972, 74 y 90], de Fracis Ford Coppola), Jack Torrance (Jack Nicholson en El resplandor [The Shining, 1980], de Stanley Kubrick), Hannibal Lecter (Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes [The Silence of the Lamb, 1991], de Jonathan Demme), Patrick Bateman (Christian Bale en Psicópata americano [American Psycho, 2000], de Mary Harron), Maléfica (Angelina Jolie en Maléfica [Maleficient, 2014], de Robert Stromberg), etc. Los ejemplos no agotan la serie ni mucho menos, pero alcanzan para mostrar que el fenómeno involucra poéticas cinematográficas muy disímiles, y que no se reduce a la más estricta actualidad, sino que lleva varias décadas en desarrollo. No obstante lo cual, es posible adjudicarle a dicho proceso una orientación que nos permita intentar comprenderlo mejor y precisar la singularidad del punto en el que nos encontramos hoy: el protagonismo y la complejidad caracteriológica de los villanos se ha desplazado con el paso del tiempo desde el cine de autor a las megaproducciones contemporáneas de los proyectos más comerciales.

Por otra parte, no pocas de las propuestas cinematográficas actuales en las que el mundo ficcional se divide en buenos y malos se vuelven, paradójicamente, un poco menos maniqueas, un poco menos simplistas. En dichas propuestas, el villano ya no ostenta los rasgos aberrantes de una negatividad absoluta; como se dijo más arriba, puede encarnar, si bien de un modo especial, imperfecciones propias del género humano. Pero, además, las posiciones de los personajes que hacen el mal suelen depender, en estos casos, de condicionamientos múltiples. Quizá hace rato hemos entrado en una fase histórica en la que el paradigma del villano ya no es el otro absoluto, el monstruo sin redención posible, puesto que puede funcionar como una posición relativa en una trama de relaciones inteligible. Como sea, en buena parte de la cinematografía de los últimos tiempos, el mal no funciona indefectiblemente como la esencia de un personaje sin matices, o como la ambivalencia insufrible de una personalidad engañosa: puede ser también el momento de la caída, el desvío negativo de una biografía que es posible reconstruir.

Es lo que ocurre en el Joker de Phillips, donde Arthur Fleck se convierte en un asesino y pone en vilo el orden establecido porque se encuentra atrapado entre las fuerzas disolventes de una familia en ruinas y la frustración de una proyección profesional imposible. El problema de Arthur no es que haya nacido destinado a ser un artífice del mal, sino que, más bien, su vida afectiva es tan precaria que no puede más que desear mal: quiere ser lo que no puede. Pone el ideal en un mundo que le resulta inaccesible, no sólo porque su temperamento no parece hecho para la comedia, sino también porque lo que brilla en ese mundo al que aspira es puro artificio. En una trama con ribetes debordeanos, detrás de los fulgores superficiales del espectáculo, Arthur no encontrará otra cosa más que la banalidad y, lo que es peor aún, la crueldad de sus representantes más exitosos. En ese mundo, no tiene lugar más que para exhibir sus propias limitaciones, para confesar lo que quiere y no puede ser. Si se le concede el dudoso privilegio de acceder a la fama, es para que el público se ría ya no de su personaje, sino de él. Apenas comprenda el humillante lugar que se le ofrece en el show, Arthur discutirá las mentiras del falso ideal, fundará en ese espacio una posición de resistencia y desatará el caos.

Sin duda Joker será recordada como una de las películas que mejor ha explicado la construcción del villano como derivación negativa de la historia de una víctima. Y no es que no existan ejemplos prominentes: Carrie (Sissy Spacek en Carrie [1976], de Brian De Palma), Freddy Krueger (Robert Englund en Pesadilla en la calle del infierno 3: Los guerreros del sueño [A Nightmare on Elm Street: Dream Warriors, 1987], de Chuck Russell), Dos Caras (Aaron Ekhart en Batman: El caballero de la noche [The Dark Night, 2008], de Christopher y Jonathan Nolan), Magneto (Michael Fassbender en X-Men: Primera generación [X Men: First Class, 2011], de Mathew Vaughn), etc. En Joker, Arthur soporta sobre su espalda el insoportable peso de las instituciones que sostienen el statu quo: la familia, el poder económico, las magras políticas de contención social, el trabajo precarizado, el mundo del espectáculo. Si el mal lo atraviesa y lo pierde, ese mal ya estaba de alguna manera en todos esos dispositivos de poder que lo convirtien en lo que llega a ser, un freak, un loco, un tipo que carece de la capacidad para adecuarse a las particularidades específicas de cada contexto. Allí donde esté, no puede no desencajar, lo cual alcanza un punto crítico cuando  lo invitan a exhibir su locura en el show. Recién entonces lo deja de intentar; o mejor, redobla la apuesta y rompe el tenso equilibrio del set de televisión con un crimen. El film pone en evidencia que el mal, lejos de operar como la esencia que condena al villano a un destino que le resulta inevitable, supone una forma de relación social destructiva, un largo y tortuoso trabajo de demolición subjetiva por medio del sufrimiento y la frustración.

Aunque de un modo diametralmente opuesto y con otro tipo de connotaciones, un encadenamiento causal igualmente complejo le confiere espesor al Thanos interpretado por Josh Brolin (Santa Mónica, 1968), tal como el personaje fue desarrollado en las dos últimas películas de la saga Los Vengadores (Avengers: Infinity War y Avengers: Endgame, de Anthony y Joe Russo, 2018 y 2019 respectivamente). En ambos films, el hambre y la miseria que asolan el universo le resultan a Thanos intolerables. Entonces, llega a una conclusión que lo conducirá a tomar las decisiones equivocadas: la vida prolifera a una velocidad desmesurada en un universo de recursos limitados. Así pues, Thanos es un villano que, paradójicamente, desea un bien: terminar con las carencias que acechan, que generan sufrimiento y desesperación. Es él quien se plantea en la ficción uno de los problemas más urgentes con que muchas formaciones sociales contemporáneas se enfrentan en la actualidad: el hambre. Cuestión que, por otra parte, los vengadores en ningún momento se detienen a considerar. A diferencia de Thanos, pueden vivir sin remordimientos con el hambre de los demás. Así, no son los héroes, sino su implacable oponente, quien se hace cargo de la contradicción social y busca el modo de resolverla, quien postula una utopía e imagina un universo mejor como posibilidad. Sólo que, para intentar alcanzarlo, no encuentra otro camino que la destrucción.

La solución de Thanos al problema frente al cual no está dispuesto a cerrar los ojos es drástica: eliminar la mitad de la vida existente en el universo para terminar con la carencia y la desigualdad. Pero el espíritu igualitario de su objetivo se inscribe en la propia forma que Thanos le confiere a su plan: no busca eliminar de la existencia a nadie de manera discrecional, ni en virtud de las extracciones de clase ni de nada que se le parezca. Su idea es, por el contrario, matar de manera aleatoria, caiga quien sea que tenga que caer. Para eso necesita reunir las gemas del infinito y colocarlas en el guante que, chasquido mediante, le permitirá alcanzar su objetivo. Thanos no hace diferencias. Es un villano sin odio, un utopista que no ha perdido todos los escrúpulos, pero que, sin embargo, en razón de la gravedad del asunto, no ha logrado conservar y poner en juego los reparos suficientes para no caer en la oscuridad. No sólo es verdad que Thanos no odia, también es capaz de experimentar genuinamiente el amor. De no ser así, no hubiera podido obtener la “gema del alma”, que implicaba como sacrificio la muerte de un ser amado. Como es sabido, la víctima será Gamora, su hija adoptiva. Thanos consigue la gema porque matar a su hija le duele. Deshecho de pena y con lágrimas en los ojos, la arroja al vacío igual. Es que, por más genuino que sea el amor que Thanos experimenta como padre, nada se compara con la intensidad con que desea su ideal.

Thanos busca la utopía que lo conduce a la muerte tanto como el Joker ama la comedia que es incapaz de ejecutar. El problema de ambos es precisamente que aman mal, o que hacen mal lo que aman. Uno hace chistes que no hacen reír a nadie y cuando ríe deja ver el abismo de su herida interior. El otro busca erradicar las desigualdades del universo, pero por medio de un exterminio que genera tanto dolor como el que pretende evitar, o incluso más. La parcialidad no les alcanza y el absoluto se les escapa. En este sentido, son personajes trágicos. Sufren el peso de una realidad que necesitan transformar en algo mejor, en algo que supere la fatalidad de lo existente, a como dé lugar. Postulan un ideal que les resulta inalcanzable, por el cual no pueden esperar: la ecuación desencadena el desastre, y, en definitiva, los conduce al fracaso. Aún así, no están dispuestos a negociar en nada, ni en cuanto a los objetivos ni en cuanto a los medios. Hacen cosas que son evidentemente condenables; pero, a diferencia de muchos de los personajes contra los que luchan, no son para nada conservadores: aparecen como la única alternativa de transformación.

Sin duda, resultaría infundado sostener que el cine contemporáneo ha encontrado la llave para comprender de una vez por todas que las configuraciones subjetivas suponen posiciones relativas e inestables y que el mundo es jodidamente complejo. No sólo porque la historia del cine abunda en experiencias narrativas que han puesto la cuestión sobre la mesa desde mucho tiempo atrás, sino además porque, con todo, se siguen haciendo películas que recalan en tramas y personajes que simplifican demasiado las cosas. Lo que sí podríamos sostener es que los villanos se vuelven personajes muchas veces más interesantes que los héroes. No sólo ya en películas de autor, asociadas a poéticas de renovación, sino también en producciones estrictamente comerciales, ligadas a esquemas narrativos menos experimentales, en las que el sello del estudio tiene más peso que el nombre del realizador. Por lo demás, si en estas películas se polariza el mundo en términos de «bien y mal», no es infrecuente la inserción de elementos argumentales que maticen la historia de aquellos personajes que, de acuerdo con una larga tradición, los espectadores deberíamos aborrecer sin detenernos a pensarlo dos veces.

villanos cine de superheroes


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.

Entradas relacionadas