La gloria está en Kafiristán
Por Blanca Paula Rodríguez Garabatos | 28 de noviembre de 2019
Sección: Ensayo
Temas: El hombre que pudo reinarEl hombre que sería reyJohn HustonRudyard KiplingThe Man Who Would Be King
La gloria es el Dorado que buscan Daniel Dravot y Peachy Carnehan, dos suboficiales británicos destacados en la India que se lanzan a la aventura absurda de buscar y conquistar el legendario reino de Kafiristán. Su búsqueda va precedida de un encuentro con el periodista Rudyard Kipling quien es testigo de su juramento de amistad indisoluble sellado con los emblemas de la masonería (compás, escuadra y ojo).
La aventura que empiezan no estará exenta de peligros y avatares. Su agotador viaje en busca de fortuna y riquezas les lleva a cruzar a ciegas la cordillera del Hindu Kush y finalmente les conducirá al gobierno de un pequeño reino y, como ellos mismos cantan en el memorable final de la película, a la gloria:
La gloria es mar de infinitud de espíritu y fulgor
Los hombres van de ella en pos y buscan su esplendor
La espada extienden sin temor y triunfan contra el mal
Saben luchar hasta el final y mueren con honor.
Peachy y Dravot son dignos herederos de Alejandro Magno quien ya había llegado a Kafiristán buscando las tierras más allá del río Indo en el 328 a. C, «según la Enciclopedia», en palabras del gurka Billy Fish quien explica la conexión con el macedonio en una de las escenas más divertidas del film. Los dos suboficiales, gracias a una oportuna confusión creada por el colgante masón que lleva Dravot, son reconocidos inmediatamente en Kafiristán como legítimos sucesores y descendientes del gran rey heleno.
Con El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, 1975), John Huston, que ya había dirigido muchas grandes producciones, buscaba dar una despedida grandiosa al género de aventuras. La elección de la historia de Kipling (Bombay, 1865-Londres, 1936) no fue producto de la casualidad sino de una decisión consciente del director que quería encontrar un material adecuado que le permitiese hacer una metáfora del propio devenir de la industria del cine. Dos aventureros se lanzan a lo imposible con una inesperada fortuna en su empeño del mismo modo que los pioneros del cine habían emprendido con gran acogida las grandes producciones cinematográficas de comienzos del siglo XX. Sin embargo, a principios de los años 70, las mismas grandes productoras que antes producían exitosos filmes de aventuras, empezaron a rechazar numerosos proyectos que acabarían por hundirlas desde fuera. De igual modo, Peachy y Danny fracasarán en su ambición de reinar y acabarán hundidos en la miseria y, en el caso de Dravot, sepultado en el fondo de un barranco. La soberbia que destruye a Danny cuando se coloca en la posición de Sikandar, dios incuestionable que viene del Oeste, es la misma, según Huston (Nevada, Misuri, 1906 – Middletwon, Rhode Island, 1987), que arruinó a los grandes e infalibles estudios del pasado.
Kipling escribió la historia cuando trabajaba como periodista en la India y John Huston se enamoró de ella en su adolescencia y tomó la decisión de llevarla al cine en 1952, pero no fue hasta tres años después, terminado el rodaje de Moby Dick (1956) cuando el proyecto empezó a tomar forma. Huston buscó desesperadamente que la protagonizasen Bogart y Clark Gable pero al primero le quedaban pocos meses de vida y Gable, que tenía gran interés en hacerla, murió poco después del rodaje de Vidas rebeldes (The Misfits, 1962) dirigida, precisamente por Huston. El propio director según relata Michael Caine en sus memorias le contó su desesperada búsqueda de protagonistas para el proyecto en el bar del hotel Prince de Galles:
Llevo veinte años intentando hacer una película sobre un relato corto de Rudyard Kipling titulado “El hombre que pudo reinar”. Hace un par de años ya lo tenía todo preparado. A decir verdad, estaba sentado en este mismo bar cuando reuní a los actores que iban a protagonizarla… Clark Gable y Humphrey Bogart…Ya lo tenía todo preparado y, entonces, van y se me mueren los dos; y lo que es más, iba a ser la primera vez que trabajaban juntos…[1]
Huston había vuelto a desempolvar el asunto en 1967 pensando en Richard Burton y Peter O’Toole, quienes parecían una pareja ideal tras su éxito en Becket (Peter Glenville, 1964). Tampoco entonces tuvo suerte. Tiempo después, el proyecto le fue propuesto a Paul Newman y Robert Redford, otra pareja masculina famosa después de protagonizar Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969). «Es uno de los mejores guiones que he leído en mi vida –comentó Redford– pero, sinceramente, no creo que me vaya en absoluto. Pienso que los dos papeles deberían ser interpretados por actores británicos».[2]
Michael Caine fue inmediatamente seducido por Huston cuando le ofreció interpretar a Peachy Carnehan, el papel que hubiera sido para Bogart. La búsqueda del primer protagonista había terminado. Caine ni siquiera pidió leer el guión de la película antes de aceptar el papel.
Algo parecido ocurrió con Sean Connery. Éste buscaba trabajar con su amigo Caine desde hacía mucho tiempo y, finalmente, la oportunidad se presentó. Además, tomar el testigo de Gable en la gran pantalla bajo la batuta del gran Huston y en el goloso papel de Danny Dravot convertía la propuesta en un caramelo imposible de rechazar.
Un problema inesperado se planteó la víspera de iniciar el rodaje cuando la actriz que iba a representar a Roxanne, no pudo incorporarse y hubo que buscar precipitadamente una sustituta. Huston, rápido de reflejos, decidió ofrecer a Shakira Caine el papel de la hermosa princesa india. Tras una leve resistencia inicial, la esposa de Caine aceptó.
La búsqueda de localizaciones para el film no fue tan complicada. Huston eligió Marruecos y el equipo se alojó en el hotel Mamounia, en Marrakech. Caine ocupó la suite que solía ocupar en sus visitas el político británico más insigne del siglo XX, premio Nobel de literatura por su historia de Inglaterra y pintor aficionado de paisajes, incluidos los del Atlas marroquí, Winston Churchill.
La película no podía ser más british en sus esencias y en su contexto. No en vano, Peachy y Danny nos recuerdan constantemente el orgullo de ser británicos y miembros del ejército del imperio colonial más grande del mundo. Por si fuera poco, al elenco se unió el más británico de los actores canadienses, Christopher Plummer, quien asumió el papel de Kipling.
La cinta aborda el colonialismo como uno de sus temas principales. No era la primera vez que Huston llevaba a la pantalla una reflexión sobre el asunto. La reina de África (The African Queen, 1951) ya hablaba de la misión civilizadora que el darwinismo social atribuía al hombre blanco. Si en el film de Kate Hepburn y Humphrey Bogart la cuestión se centraba en las rivalidades coloniales entre ingleses y alemanes en el África Oriental Alemana, región que interrumpía el imperio continuo de los británicos desde El Cairo hasta El Cabo, El hombre que pudo reinar nos lleva a los confines de Asia. Kafiristán, territorio que forma parte del actual Afganistán, es una zona montañosa plagada, según vemos en el film de metales preciosos, recursos agrarios y ganaderos. La inaccesibilidad de su ubicación pone a prueba las energías de Danny y Peachy que, a pesar de la lejanía, emprenden el viaje hacia un posible reino que los convertirá en seres superiores.
La intención última de ambos protagonistas es abandonar su condición de menesterosos dentro de la elitista sociedad británica y alcanzar las más altas cotas del poder llegando al estatus de virreyes que sólo rendirían pleitesía a Su Majestad. La aventura colma todas sus aspiraciones: no sólo serán gobernantes sino que Danny conseguirá alcanzar la categoría de divinidad. El pecado de soberbia será su perdición ya que después de haber sido un buen legislador, un eficaz juez y un valiente general, acabará creyéndose, efectivamente, un ser superior a sus súbditos, no por su condición inmortal sino por su calidad de pícaro inglés.
La memorable frase «Lugares distintos, costumbres distintas» refleja el contraste cultural entre Oriente y Occidente y también nos permite recordar con humor la escena en que el dominio ejercido por los dos protagonistas introduce el polo entre las tribus Afganistán. El hombre blanco se sorprende del salvajismo de sus colonizados y no parece darse cuenta de sus propios desatinos. La dramática escena final con el canto del cisne de Danny y Peachy sobre el puente deja constancia del polvorín en que se convierten las aspiraciones más enloquecidas. Ver a Dravot colocándose su irrenunciable corona camino de la pasarela que le lleva a la muerte es, sin duda alguna, uno de los momentos más emocionantes de la historia del cine. Pocas veces se viven sentimientos tan contradictorios en tan pocos minutos, pocas veces un ídolo se cae de su pedestal de manera tan justa y, a la vez tan cruel. Pocas veces un hombre, con el sólo gesto de cantar a pleno pulmón y caminar sin vacilar nos recuerda lo que es morir con dignidad.
No es extraño que Huston quisiera rodar esta película, aparentemente de aventuras, pero con tanto trasfondo histórico y social. Él mismo, hijo del actor Walter Huston, conoció lo que era la vida errante hasta el divorcio de sus padres y, posteriormente, vivió una adolescencia y juventud turbulentas en las que fue boxeador, militar, quiso ser artista y trabajó como periodista. Sus aspiraciones de gloria empezaron a realizarse en cuanto empezó su carrera en el cine, primero como actor y después, durante los años 30, como guionista, para ya en la década de los 40 estrenarse como director con El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941). Lo que siguió a continuación fue una carrera de grandes películas y enormes éxitos plagada de nominaciones a los Óscar, premio que ganó en 1948 en la doble categoría de guionista y director por El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), otra cinta de buscadores de oro y fortuna en la que su padre, Walter, fue galardonado como mejor actor de reparto en uno de esos momentos de gloriosas sagas cinematográficas que tanto gustan en Hollywood.
Este Huston amante de la aventura tanto en su vida como en su obra es el que, ya en su madurez, y después de varios intentos fallidos, recoge el testigo de los grandes narradores de epopeyas y aborda El hombre que pudo reinar. La dirección de Huston auguraba lo mejor pero la obra final supera con creces cualquier buen augurio y, como ha dicho Terenci Moix en Mis inmortales del cine: Hollywood, años 60: «La película es motivo de culto entre kiplinianos, hustonianos, conneryanos, cainófilos, orientalistas, amantes del paisaje marroquí y espectadores sensibles en general».[3] El film es un filón inagotable para todo amante del cine con mayúsculas. El propio Michael Caine en sus maravillosas memorias sentencia: «El hombre que pudo reinar es una de las mejores películas en las que he aparecido y una de las que perdurarán, incluso cuando yo ya no exista».[4] Ambos olvidaron señalar que la cinta es un excelente material para conocer la Historia reciente y entender el momento presente. Los senderos de gloria trazados por los occidentales durante dos siglos conducen al abismo de la sinrazón actual. Tal vez por eso llamamos clásico a este cine culto, sensible e inteligente que nos recuerda hoy, más que nunca, que seguimos siendo enanos a hombros de gigantes intentando ver un horizonte de esperanza que está mucho más alejado de lo que nuestras cortas miras nos permiten contemplar. A lo mejor para encontrar nuevas respuestas, tan sólo debemos alzar la vista hacia la gran pantalla y revisitar con ojos nuevos esta gran película. Disfrutando de las peripecias de Danny y Peachy, quizás entendamos mejor las contradicciones de la naturaleza humana que nos hacen reír, llorar y estremecernos.
Blanca Paula Rodríguez Garabatos es investigadora de la Universidad de La Coruña y docente en Historia del Mundo Contemporáneo e Historia del Arte. Ha escrito artículos científicos para las revistas literarias La Tribuna y Tropelías. También es colaboradora habitual de la revista cinematográfica Versión Original.
[1] Michael Caine, Mi vida y yo, Barcelona, Ediciones B, 1993, p. 350.
[2] Terenci Moix, Mis inmortales del cine: Hollywood, años 60, Barcelona, Planeta, 2003, p. 12.
[3] Ibidem, p. 12.
[4] Caine, op. cit., p. 363.
Nota de la redacción: A diferencia de nuestra política habitual de usar los títulos de exhibición en México decidimos dejar los títulos de España tanto por coherencia interna del texto como por enfatizar la diversidad del mundo de habla hispana. Los títulos mexicanos, que difieren de los aparecidos en el texto son, en orden de aparición: El hombre que sería rey (The Man Who Would Be King), Los inadaptados (The Misfits), Butch Cassidy (Butch Cassidy and the Sundance Kid), La reina africana (The African Queen) y El tesoro de la Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre).