No soy una bruja

No soy una bruja

Por | 9 de agosto de 2018

«Somos brujas civiles, somos soldados del gobierno y no nos cansamos. Estamos acostumbradas.» Es la canción con la que un grupo de mujeres baila y festeja la llegada de Shula (Maggie Mulubwa), “la desarraigada”. Una niña huérfana que antes de ser acusada no tenía nombre, ni lugar; hasta que el lugar de las brujas, más bien un campo de reclusión esclava de mujeres, en su mayoría ancianas y de mediana edad, termina por ser su casa. Expuestas al abuso, la explotación y la violencia por un acuerdo imaginario de Mr. Banda (Henry B. J. Phiri) donde las brujas “cooperan” con su gobierno civil.

La directora Rungano Nyoni retrata el fenómeno contemporáneo de niñas acusadas de brujería en países del África subsahariana, en una cinta que sigue algunas formas de la tradición de los cines africanos, como la presencia de diversos idiomas, además de una lengua hegemónica, en este caso, el inglés junto con el chichewa, el chibemba y el chitonga, tres de los siete idiomas vernáculos oficiales en la República de Zambia, “un país sin salida al mar”. Los puertos se encuentran lejos de los centros de producción, por tanto, se vuelve poco competitivo con otros mercados de África, de ahí que la película se centre en los paisajes áridos y en el cultivo de maíz y cebolla. Es una producción de Reino Unido, Francia y Alemania, que dicho sea de paso, también manifiesta la colonización financiera de los cines africanos desde sus orígenes en los años treinta y sesenta.[1]

¿Qué nos conmueve de No soy una bruja? De alguna manera, este sentimiento de conmiseración –muy occidentalizado y religioso– proviene de la imagen misma de la infancia en peligro, violentada y explotada. No obstante, y aunque la protagonista es una niña, hemos de considerar que es el inicio y la permanencia de prácticas de abuso y esclavitud hacia las mujeres en general y en particular aquellas que pudieran parecer menos cercanas a la “normalidad” desde niñas. Preguntarse sobre la pertinencia de las brujas responde, más que a las tradiciones culturales africanas, a los complejos procesos de transculturación de la modernización entre comunidades tradicionales y formas económicas, sociales, políticas y culturales heredadas de la Europa colonial. De ahí que Mr. Banda tenga la doble función de esclavizar y gobernar a la comunidad, es decir, que resuelve casos de robo y ejerce su autoridad a través de los “poderes” de Shula. En este contexto fílmico, irónico y absurdo, él es un hombre regordete y simpático, incluso ingenuo, más bien creyente oportunista en brujas y curanderos, subyugado por la jefa de su comunidad pero autoritario en su casa. Ni siquiera es una imagen de mando para la propia Shula, más bien son los capataces, jóvenes y ancianos, los que las controlan porque son ellos quienes les dan comida, las llevan a los campos y se deshacen de ellas cuando mueren. Mr. Banda lleva a Shula a la televisión donde, al ser exhibida e interrogada sobre su nueva vida de bruja, lastimeramente y en un dramatismo climático, llora mientras el comentarista pregunta: «¿Y si tan sólo es una niña?».

En 2010 la UNICEF publicó Children Accused of Witchcraft: An anthropological study of contemporary practices in Africa, texto que expone la relación entre la explotación y exclusión a niños, niñas, huérfanos, albinos, gemelos o con cualquier otro “defecto” o condición “anormal” de nacimiento, quienes regularmente son acusados de brujería infantil. Este texto afirma que la lucha contra la brujería es reconocida por los sistemas judiciales africanos.

Las brujas que retrata Nyoni (Lusaka, 1982) perdieron sus poderes y son explotadas no sólo por trabajos forzados sino como mercancía exotizada para alimento de la cultura del turista. Ser una bruja civil es ser una esclava contemporánea, las cadenas se cambian a listones, porque «suelen volar hasta Inglaterra para matar gente», pero las «tenemos controladas». Dice el guía y muestra enormes carretes de listón a los que están atadas las mujeres sentadas en la tierra, pintados sus rostros, esperando que los turistas les tomen fotografías. El mejor regalo para ellas es tener un listón largo, mientras más largo más lejos y con mayor libertad pueden moverse mientras trabajan en las áridas tierras o en las minas.

La figura de la bruja civil es compleja ya que representa el comienzo de negocios lucrativos entre gobierno y algunos grupos de iglesias, “profetas” y “curanderos”; resultado de una profunda reestructuración social, política y cultural después de las guerras por la independencia, que ha dado pie a nuevos mitos cargados de estigmatización, violencia psicológica y prácticas de domesticación. Mecanismos que expropian el poder ancestral y mítico de la hechicera para pasar simbólica y corporalmente a manos del gobierno. Cabe mencionar que hay una diferencia colonial fundamental en el sentido y función de la figura de la bruja en los continentes colonizados como África y América. La noción de bruja fue importada a los países colonizados con todo y el espacio de muerte que significó –y significa– para las mujeres dedicadas al uso de hierbas u otras medicinas y concepciones del propio cuerpo femenino vinculadas a las relaciones con la naturaleza. A las “curanderas y hechiceras” se les debía eliminar por la influencia y poder dentro de las propias comunidades, qué mejor que acusarlas de brujas y expropiar un poder propio para otorgárselo a la figura masculinizada de Satanás. Procesos de colonización cultural y religiosa, la historia colonial que nos lleva al nacimiento de las brujas civiles.

“Respetabilidad y obediencia” son otras formas y mitos esclavistas. Para Charity (Nancy Murilo), una bruja conversa, esposa de Mr. Banda, “obedecer a todo y casarse” es la moneda de cambio para salir de los campos y pasar a las casas en la urbe. Charity atiende tiempo completo a Mr. Banda, lo baña, le toma las llamadas y ayuda a conseguir más brujas, pero al salir al supermercado para comprar la ginebra, con todo y su cabello ensortijado pintado de rubio, le siguen gritando y apedreando.

¿No soy una bruja (I Am Not a Witch, 2017) reinventa el cine de denuncia africano o simplemente es una estetización/exotización más de las complejas realidades de las mujeres en Zambia?

Manthia Diawara, crítico del cine africano, propuso tres tipos de narrativas dentro de los cines africanos: el realismo social, la confrontación histórica entre Europa y África y el regreso a los orígenes. Cada una en correlación al trabajo de cineastas africanos emblemáticos como Souleymane Cissé, Jean-Pierre Bekolo, Ousmane Sembène; pero intentar encasillar la película de Rungano Nyoni en alguna de estas categorías es trabajo yermo, porque atraviesa a todas ellas sin detenerse en ninguna estetizando el anacronismo de las prácticas de esclavitud de mujeres y niñas en pleno siglo XXI. Los bellos paisajes, los colores saturados, los close ups a Shula que conducen a un sentimentalismo y una belleza casi oníricos, los problemas más atroces edulcorarlos para pasar al mercado global, la estrategia de los localismos globalizados que no ofendan a nadie y que aumenten la audiencia, ya legitimados por galardones de los festivales… ¿tal vez sea característica del “nuevo cine africano contemporáneo” –a usanza de la categoría de “arte africano contemporáneo”? Es decir, ya no son estéticas y narrativas antropológicas sobre el primitivismo, sino discursos adaptados a las nuevas tendencias estéticas y políticas. Una tendencia que considera estratégico no sólo pensar en las narrativas locales sino mediante qué tratamientos se convierten en un lenguaje global coherente y accesible para aumentar la distribución y exhibición de la historia.

La historia de Shula, quien decide ser bruja y no cabra, expresa el más convulso e incoherente sistema de transculturación donde se muestra un África rural atemporal en diálogo con condiciones de asimilación y adaptación a la confrontación tradición/modernidad. No hay un énfasis sistemático a la dimensión ideológica o política sino a la estética con que los personajes y sus circunstancias se narran, en un tono menos de denuncia y más de lírica visual con algunos matices de ironía. Este tipo de cine apuesta más a la intuición y a las emociones de la audiencia que a las contextualidades. Los hechos históricos del presente sucumben a la belleza de la imagen y salimos de la sala tan conmovidos que seguimos pensando en la África remota, exótica y primitiva con una pincelada de incredulidad de su existencia.


[1] Verónica Quevedo Revenga, «La voz del cine africano desde sus orígenes hasta el presente», Quaderns de cine, número 7, Alicante,  2011, pp. 7-11.


Mayra Rojo estudió Artes Plásticas y es doctora en Historia del Arte. Es docente en el CENART.