Giorgos Lánthimos: La mirada de un dios

Giorgos Lánthimos: La mirada de un dios

Por | 20 de marzo de 2018

Sección: Ensayo

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Diente de perro (Kynódontas, 2009)

Pienso que el cine está allí para mostrarnos
que el mundo se crea todos los días,
que no se creó de una vez y para siempre.
La misión política del cine es mostrar
que todo cambia y esto se opone al punto de vista
religioso, donde el mundo ya está dado
por Dios y el hombre no puede hacer nada.
Jean-Louis Comolli

En el año 2009 apareció en la escena internacional Giorgos Lánthimos con Diente de perro (Kynódontas). Aunque no se trató de su primera película, sí fue el principio de su éxito, y una amarga coincidencia con la grave crisis griega que pondría a temblar a las naciones de la Eurozona. A pesar de las constantes negativas del realizador helénico ante las lecturas que vinculaban ambos hechos, es posible ensayar que su obra tiene en el origen una dosis de descontento e irritación, que pronto salpicó sus imágenes y sonidos de una crueldad clamorosa, perversa e irremediablemente coyuntural.

La paradoja es que el cine de Lánthimos (Atenas, 1973) es profundamente tiránico: sus personajes siempre están subyugados como piezas de un tablero donde, como un dios, el director griego juega a colocarlos, hacerles daño y exponerlos a mundos de los que parece no haber escapatoria. Pero al colocar a los espectadores en un mirador “desde fuera”, es axiomático que los personajes vivan una especie de platonismo donde todo es engaño e ilusión. El caso más evidente ocurre en Diente de perro, cuando un padre oculta a sus hijos la vida que hay más allá de la casa donde los tiene confinados, suministrándoles ideas, palabras y explicaciones para que acepten la verdad impuesta sin mayor reclamo o acto de resistencia. Podría ser una metáfora del gobierno griego que oculta la información a sus ciudadanos, o bien, el fracaso de la educación deficiente que las generaciones mayores transmitieron a las más jóvenes, pero lo que importa resaltar ahora es que, como espectadores, somos testigos de todo el truco y el funcionamiento de la maquinaria. Se nos permite ir más allá del escenario, a los camerinos, las butacas, las lámparas y tras bambalinas.

La langosta (The Lobster, 2015)

Es así como la posibilidad de un planteamiento interesante —desfasar lo habitual para hacernos ver su falsedad, y por lo tanto, la posibilidad de cambiarlo—, fracasa al asumir una visión simplista del poder como un aparato al que le basta una serie de intenciones para alienar a cualquiera; un juego que todos comprendemos, menos los personajes. Es decir, el cine de Giorgos Lánthimos es uno convencional, donde la extrañeza no existe, se actúa. El eje de una filmografía, que por su intensidad y performatividad de la violencia ha brillado como subversiva, está en la idea de ejemplificar. Todo en las películas de Lánthimos es énfasis, y de ahí su rareza: la introducción de la lógica con que funcionan los escenarios se extiende a todo el metraje; nunca dejan de agregarse elementos, palabras o actitudes bizarras que lejos de ser experimentados en el mundo diegético de los filmes, se muestran a los espectadores. Los intercambios de roles (el niño que actúa como mayor y es golpeado como tal, las palabras que cambian sus significados) se permiten porque se trata de mundos completamente manipulables, sin consistencia, que sólo remueven sus elementos, aunque este movimiento no suponga una modificación de raíz. Lo mismo que mover las piezas de un tablero de ajedrez.

La mirada divina de Lánthimos, por encima de todo y todos, controla y conoce todas las actitudes, reacciones y debilidades de sus súbditos; constituye un coliseo donde plantea las batallas más crueles, cuya violencia nace en pantalla, en el artificio de la contienda. Sin origen ni explicación sociológica, la violencia amanece en las entrañas de la miseria humana, como si esta condición fuera sustancial a lo humano, y por lo tanto irreparable. Su poética, en esa línea, se sostiene en una estilización de la crueldad y la captura del caos —o de la idea de caos— mediante un orden escrupuloso y pulcro. Tanto en Alps: Los suplantadores (Alpeis, 2011), como en sus siguientes largometrajes ya en parajes anglosajones, La langosta (The Lobster, 2015), con Colin Farrell y Rachel Weisz, y la más reciente El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017), Lánthimos ha traveseado alterando los elementos de la realidad como los cuerpos, las palabras o las relaciones, con la intención de añadir un comentario sobre la normalización y la ficción a la que están sujetas todas las construcciones culturales. Pero cuando todo este funcionamiento se evidencia ante la cámara, subrayándose, ocurre lo obvio: la transgresión no está en la mirada de Lánthimos, sino en el a priori de los objetos y las situaciones que después son registradas por el cine. ¿No es más transgresor lo que disiente con el orden hegemónico sensible, narrativo y político, que la muestra de lo que ya sabemos que causa pánico y terror?

El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017)

El inicio de El sacrificio del ciervo sagrado es una operación a corazón abierto donde la cámara registra, cual paisaje, un palpitante y trémulo corazón que lucha con los confines de la vida. Este gesto de obertura, junto a la exaltada música sacra, apunta a un sentido de intrusión que permanece por el resto de la cinta y se extiende a la llegada de un extraño joven en busca de venganza por la cirugía fallida que mató a su padre. El tono inquietante, incluso maniaco (un tono que, por otro lado, es propio de nuestras sociedades urbanas donde se premia la positividad y la energía a pesar de los obstáculos sociales y materiales), administra una actitud de enfrentamiento: la cámara siempre apunta y avanza, como la mirada de un rifle de caza (que nos remite inmediatamente a la actitud paralela de La langosta), y por momentos, con un gran angular esquinado en las habitaciones, se coquetea con la perspectiva de las cámaras de vigilancia. Los personajes están acechados, a veces víctimas de los ojos cargados de una animalidad hostigante de Martin, o en definitiva, atrapados en un Big Brother omnipresente y entrometido que vigila y sacrifica a los hombres y mujeres ante la tribuna pública. Estéticas, sentimientos y decisiones morales circunstanciales, Lánthimos comete un crimen tan sólo para resolverlo él mismo… se divierte con el papel de Dios, que como lo demás, es únicamente una representación.

Contrario al poder de las imágenes que se imponen despiadadamente, «la potencia del cine radica en su profunda inversión del platonismo; en ese hacer de la percepción el dato primero del conocimiento y no su engaño».[1] La radicalidad del cine siempre es mucho más delicada de lo que aparenta. Está más vinculada a poner en tensión, en cada plano, las imágenes, los sonidos, los cuerpos y las ideas; permitir que se filtre siempre la multiplicidad, donde a cada momento hay cientos de caminos que tomar, que a pesar de que la materialidad fílmica impide recorrer, es posible evocar. Lánthimos es un director más cercano al diseño, al motivo, el concepto y la unidad que permea en todas sus decisiones. Todo en su cine tiene una fuente intraicionable e inmutable. Eso funciona para crear un estilo reconocible en su superficie; vendible para todo tipo de mercados, incluyendo el del arte. Da la impresión, entre todo esto, que Lánthimos es más la construcción de una idea de cineasta, que un cineasta propiamente, si apelamos al platonismo que tanto le gusta extremar.


[1] Ricardo Parodi, “Cuerpo y cine: Reporte fragmentario sobre extrañas intensidades y mutaciones del orden corporal”, Pensar el cine 2: Cuerpos, temporalidad y nuevas tecnologías, editado por Gerardo Yoel, Manantial,Buenos Aires, 2004, p. 74.


Rafael Guilhem coedita de la revista digital Correspondencias: Cine y pensamiento.