Narcos, 3ª temporada

Narcos, 3ª temporada

Por | 9 de octubre de 2017

La tercera temporada de Narcos retoma la historia justo donde nos quedamos: tras la muerte de Pablo Escobar, el cártel de Cali tomó el control. Lo que antes había sido un relato centrado en un personaje hábilmente interpretado por Wagner Moura, ahora es sostenido por cuatro hombres rodeados por personajes secundarios y brotes de violencia periféricos que poco a poco irán adquiriendo fuerza y relevarán a los caídos. Al final, queda claro que el verdadero enemigo es la cocaína, y aunque se erradique al líder en turno, la cacería continuará indefinidamente.

¿Qué hace relevante a Narcos (Chris Brancato, Carlo Bernard y Doug Miro, 2015 a la fecha) en tiempos donde abundan las narcoseries y narconovelas? Más allá de la calidad de su producción –dentro de la que podemos destacar una musicalización, fotografía y montaje que convergen logrando un ritmo muy efectivo, así como el acertadísimo reparto, el uso de material de archivo o incluso la dirección a cargo de cineastas como Gabriel Ripstein y Fernando Coimbra–, su gran fuerte radica en el núcleo de sus personajes y el detenimiento con el que cada uno de ellos es construido: desde las tensiones latentes entre los hermanos Rodríguez y la honesta exploración de la homosexualidad de Pacho Herrera, hasta la paranoia de Jorge Salcedo manifestada en el tic de revisar las rejas de su casa cada que sale de ella.

Es justamente en la profundidad de este último personaje, aparentemente secundario, donde se encuentra la crítica más contundente de la serie: el criminal, el asesino, el culpable, no es sólo quien jala del gatillo. Y, así como un empleado del cártel que ni siquiera porta un arma se trata de convencer una y otra vez a sí mismo y a los otros de su inocencia, la red que se entreteje en el relato –involucrando funcionarios, medios, gente común…– confirma que habría que pensar dos veces antes de eximir a cualquiera. Los grandes villanos han funcionado como rostros de una guerra donde la culpa se reparte en muchos niveles.

No cabe duda, la violencia está en todos lados –omnipresencia manifestada en escenas magistrales como aquellas donde los balazos en un lugar y otro se enlazan a través del montaje. Ya sea en Estados Unidos, México o Colombia, en las casas, detrás de las rejas, en las carreteras, las fiestas, las iglesias… es imposible encontrar un rincón que no esté salpicado de sangre, donde cualquiera pueda realmente andar tranquilo.

Tal vez la fascinación actual de los públicos por las historias de narcos provenga de la cercanía geográfica e histórica con estos hechos, y aunque su ficcionalización ha despertado críticas por una supuesta apología del crimen y la glamurización de sus personajes, la decisión de interrumpir la puesta en escena con material de archivo es un recordatorio de que esa sangre que vemos en pantalla es una representación de la sangre real: la escena de Pacho Herrera bailando «Dos gardenias» con su amante no es mucho más sangrienta que muchas otras escenas que hemos visto una y otra vez, pero hay algo inolvidablemente escalofriante en su normalización de una violencia que sabemos cierta.

Habría que pensar también en el papel que juega la imagen oficial en esta historia: a final de cuentas, estamos viendo, a la par de la puesta en escena de Gaumont y Netflix, el registro de una época en donde el alcance de los medios tradicionales era incuestionable. Tenemos un relato contado por dos voces hegemónicas provenientes de dos tiempos distintos. ¿Qué pasará cuando los hechos retratados alcancen la época de las cámaras digitales, los celulares, el internet? Conforme pasa el tiempo, tanto las voces testimoniales como sus actores se multiplican. Encontrar a una versión única se vuelve mucho más complejo.

Han pasado dos décadas desde los eventos con los que concluye esta temporada y la línea narrativa se acerca peligrosamente al presente. Al final, se anuncia lo que era lógico: sigue México. Habrá que esperar a ver cuánta cercanía se le permite alcanzar y cuántas voces se pueden incorporar a este relato que sigue escribiéndose todos los días insoportablemente cerca. ¿Qué tan claramente podemos aspirar a ver lo que tenemos justo frente a las narices? ¿Hasta dónde pueden llegar los juicios sobre un momento histórico en el que seguimos insertos?


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura