El Paso

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Por | 6 de julio de 2017

La consigna era clara. Un hashtag estaba pintado sobre la plancha gris del Zócalo de la Ciudad de México la mañana del miércoles 28 de junio de 2017, en alusión al hallazgo de los restos del comunicador Salvador Adame dos días antes. Varios grupos de reporteros se manifestaron en esta entidad y en otras para exigir justicia y un alto a las agresiones hacia los integrantes de la prensa en nuestro país. Pintado frente al balcón de Palacio Nacional, apareció el mensaje «#SOSPRENSA» como señal de protesta ante la situación del ejercicio periodístico mexicano, en buena parte afectado por la censura, la impunidad y el riesgo de enfrentar a un sistema político corrompido. Poco después, apareció una imagen en Twitter: trabajadores del gobierno de la ciudad limpiaban el hashtag, bajo pretexto de llevar a cabo una «limpieza de rutina», según manifestó la Secretaria de Gobierno de la capital.

Días antes, el subsecretario de Derechos Humanos para la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián, dijo para El Universal que «no era el peor momento para periodistas en México». ¿Entonces este es un mejor tiempo? En la edición 2121 de Proceso se le hace una entrevista en la que afirma que en el sexenio de Felipe Calderón la situación estaba más dura, y que ahora, con el «mandato directo» de Enrique Peña Nieto, se estaba trabajando con mayor precisión para garantizar el respeto a los derechos humanos de los profesionales de la prensa. Todo esto contrasta con la información expuesta en El Paso (2015), uno de los más recientes documentales de Everardo González –el otro es el incisivo La libertad del Diablo (2017)– en donde se indica que en 2014 fueron registradas 326 agresiones a comunicadores, «un 56% de ellas atribuidas al Estado». Pero no vayamos tan lejos. Tan sólo en la jornada electoral del 4 de junio de 2017, se registraron –de acuerdo con la organización Artículo 19– 16 ataques a corresponsales en el Estado de México y Coahuila, entidades consideradas bastiones políticos del partido en el poder.

A través de la historia de dos periodistas exiliados en Estados Unidos, El Paso da testimonio de esta situación cada vez más caótica –como nota, ya en este año van ocho homicidios contra trabajadores de los medios de comunicación. Desde el inicio, uno de los reporteros lo deduce: se trata de una «limpieza ideológica» en la cual el terror y la impunidad son parte del germen de la negligencia del Estado mexicano para, en este caso, atender las agresiones al gremio periodístico. Los dos hombres piden asilo político en el país del norte por diversas razones encaminadas a una misma situación: las amenazas que recibieron por su labor cuando trabajaban en México.

Entre 2009 y 2010 arribaron a El Paso, Texas, los informadores Ricardo Chávez Aldana, exiliado tras el asesinato de sus sobrinos en Ciudad Juárez, producto de una nota que cubrió los vínculos entre el Cártel de Sinaloa, la policía federal y el llamado Operativo Conjunto Chihuahua, y Alejandro Hernández Pacheco, secuestrado por unos hombres del narcotráfico para obligar a Punto de partida (¿?-a la fecha), emisión de la cadena Televisa, a transmitir un video con amenazas hacia otro cártel, e iniciando así una historia de despropósitos y errores mediáticos narrados con ironía en el filme. Las dos historias se van entrecruzando en el documental con la presencia del abogado Carlos Spector, especialista en inmigración, que con su organización Mexicanos en el Exilio reunió a los dos protagonistas para contar sus historias.

La mirada de Everardo González (Fort Collins, 1971) muestra a los dos reporteros en su vida cotidiana, jugando con los hijos en el parque, en la comida o comprando churros en el súper. Ahí está la hija de uno de ellos, que quiere estudiar Derechos Humanos, pero trabaja en lo que se encuentra, sea un restaurante de comida rápida o una fábrica. También podemos ver el proceso de uno de ellos por aprender inglés en línea, en un intento por neutralizar su vida en un país ajeno al suyo. Al mismo tiempo están la nostalgia y los recuerdos del lugar de origen, y como relatan las esposas de aquellos hombres en autoexilio, el ambiente familiar que se ha dejado. La imagen de un pequeño que quiere salir en la televisión e irse a Hollywood, aunque casi no tiene amigos en la escuela, representa la paradoja de la otredad en un país donde las políticas de migración ya tienden a endurecerse. El prototipo de la ciudadanía estadounidense, prácticamente ausente en la película, se traduce en la falta de oportunidades para los migrantes, y más cuando se trata de asuntos políticos.

A simple vista, el trabajo de González parece llano, con una fotografía que muestra los soleados paisajes citadinos de la ciudad texana, las autopistas y vallas metálicas que dividen la frontera México-Estados Unidos, y la intimidad de cada periodista desde su casa y entorno. Sin embargo, conforme pasa el metraje el relato se hace áspero, dejando entrever una premisa latente: el ejercicio periodístico en México es espinoso, dictado por la siembra de cargos de culpabilidad ceñidos por la impunidad y el terror violento del Estado, acrecentado por la llamada “guerra contra el narcotráfico” del sexenio de Calderón, tema en torno al cual gira La libertad del Diablo.

Los casos de Chávez Aldana y Hernández Pacheco son el registro de las circunstancias de dos individuos cuya obligación profesional se ve agravada por la censura y el miedo. Pese a que en la cinta se explora el “renacer” de los protagonistas y sus familias en tierra ajena, la reflexión es agria y seca, como las historias que Everardo González sigue exponiendo con intensidad en sus documentales. El Paso acompaña la consigna pintada en el Zócalo de la Ciudad de México y responde a las palabras de Campos Cifrián desde el arte cinematográfico con una solemnidad basada en cotidianas imágenes e historias que muestran lo evidente: no, señor, está mal, sigue siendo un momento jodido para los periodistas de nuestro país.


Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.