Girls: Final sin desenlace
Por Ana Laura Pérez Flores | 19 de abril de 2017
Girls (2012-17) fue muchas cosas: comenzó como un desafío a la representación femenina para luego ser acusada de responder exclusivamente a un feminismo de blancas; mientras tanto, la figura de Lena Dunham se convirtió en objeto de críticas constantes por sus –sí, controvertidas y a veces intempestivas– declaraciones sobre varios temas. Pero, más allá de juzgar el producto en función de su creadora y del ruido mediático, hay que reconocer que si se ha debatido tanto sobre el legado de Girls es porque sacudió el estado de las cosas, tan siquiera en la televisión, y lo hizo sin contundencias ficcionales. Su episodio final, sin pretender amarrarlo todo con un listón, es congruente con este legado.
Durante siete temporadas, seguimos las historias de Hannah (Lena Dunham), Marnie (Allison Williams), Jessa (Jemima Kirke) y Shoshanna (Zosia Mamet), un grupo de amigas de veintitantos que viven en Nueva York y se enfrentan a la difícil transición a la adultez: un mercado laboral hostil, relaciones tóxicas, golpes al ego, expectativas derrumbadas y 52 episodios de un largo etcétera. Esa angustia millennial –que no es la angustia de todos los millennials, en contra de la idea generalizada de homogeneizar a la generación descartando contextos y niveles de privilegio– tiene el mérito de haber colocado en las pantallas a otros tipos de mujeres –de nuevo, esto no significa que pretenda ser la representación definitiva de la mujer, porque tampoco existe una sola feminidad sino muchas maneras de vivirla. Habría que retomar lo que les dice Hannah a sus padres en el primer capítulo: «Creo que podría ser la voz de mi generación. O, al menos, una voz de una generación».
Las mujeres que vemos en la serie desafían estereotipos no sólo físicos, sino también emocionales: son imperfectas hasta incomodar tanto a quienes habitan su universo diegético como al espectador. Hannah es una escritora narcisista y ensimismada, Marnie es perfeccionista e hipócrita, Jessa es egoístamente impulsiva, Shoshanna es ingenua y prejuiciosa; pero sus personajes no se reducen a estos rasgos, cuestionan sus propios comportamientos, reflexionan y, en la medida en que pueden, evolucionan –cada una tiene sus pequeñas epifanías, que no necesariamente tendrán un único y gran impacto que cambiará para siempre el rumbo de sus vidas. Caminan sobre territorios desconocidos y ninguna sabe muy bien a dónde se está dirigiendo. Resulta tan incómodo verlas porque, más que satisfacer fantasías, proyectan en pantalla aquello que es indeseable –e indecible–: lo que cine y televisión tradicionalmente maquillan en cuanto a personalidades, cuerpos y relaciones.
Lena Dunham (Nueva York, 1986) presenta su propia versión de la feminidad joven actual: se apropia del acto de mirar para abandonar el lugar de la mujer retratada y establecer las reglas de su propio juego, no más. Es una voz de una generación –y, podríamos agregar, de un género– que incorpora su privilegio para exponer algunos de los muchos rincones que ella, y quienes son como ella, conocen bien. Girls es una serie que no pretende dar una última palabra acerca de nada, sino plantear preguntas –recordemos capítulos incisivos como aquél en que Hannah se encuentra con un escritor famoso acusado de acoso para terminar entablando una especie de diálogo socrático sobre el abuso sexual; o el momento en que ella misma, contrario a lo que se hubiera esperado, decide seguir con su embarazo.
En nuestras vidas nos encontraremos con uno que otro momento decisivo, pero son pocos los que nos golpean de la manera dramática en que suelen desarrollarse algunos grandes finales de las ficciones que vemos. En respuesta, Girls se alimenta de la ficción pop para criticar sus convenciones –desde los estereotipos de belleza, hasta la manera en que deben de concluir las historias o, mejor dicho, el hecho de que toda historia debe concluir satisfactoriamente. Si acaso, la conclusión sustancial de la serie proviene del derrumbe del ensimismamiento desde el que estos personajes operaron desde el principio: cuando Hannah está desesperada por una maternidad que la sobrepasa y llega su mamá a ayudarla, ésta opta por frenar su berrinche, «¿Sabes a quién más le duele vivir? A todo el pinche mundo, durante su vida completa. Nadie dijo que iba a ser fácil, nadie garantizó que fuera a ser divertido». Los problemas primermundistas de la protagonista y sus amigas no son los grandes problemas de la humanidad, pero vale la pena retratarlos porque son producto de una incertidumbre que es la única constante humana. Y la serie se mantiene honesta con esta incertidumbre hasta la última secuencia, donde Hannah sostiene a su bebé y, al fin, logra amamantarlo, sin que esto signifique que les espere un felices para siempre, o siquiera que ella se haya convertido, al fin, en un adulto completamente responsable e independiente (¿alguien lo llega a ser del todo?): a pesar de los esporádicos valles de estabilidad y las pequeñas conclusiones, la vida es desordenada y casi siempre insatisfactoria. Aparte de la muerte, los finales cerrados no existen.
Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica. @ay_ana_laura