Hermia & Helena
Por Carlos Andrés Torres Cabrera | 1 de marzo de 2017
Sección: Crítica
Directores: Hermia y Helena Matías Piñero Shakespeare
Ver Hermia & Helena (2016) de Matías Piñeiro es tratar de eludir la inevitable cartografía del recuerdo. Es volver sobre los pasos andados y después tratar de borrar las huellas. Como cuando Hernán Cortés quemó las naves en Veracruz y por unos meses eliminó para su tropa toda posibilidad de regreso, así los personajes de Piñeiro (Buenos Aires, 1982) queman postales, regalos, relaciones. Quieren olvidar el pasado para trazar una nueva ruta, pero no pueden.
El cineasta argentino repite la aventurera travesía de adaptar muy libremente los personajes femeninos de William Shakespeare, esta vez los de Sueño de una noche de verano. Encuentra en la tradición literaria un lugar para las variaciones cinematográficas. Y esa es la premisa de la película: cómo lo pasado, aunque lo borremos, sobrevive en lo nuevo sin que nos demos cuenta.
Es, no sólo una idea, sino un método de trabajo. Piñeiro presenta y representa. Para no aburrirse, varía algunos elementos de repetición a repetición. Y eso divierte, se vuelve el juego de identificar las diferencias entre imágenes, entre escenas, entre películas. Este juego de adaptar, de repetir y, sobre todo, de variar una misma historia, Piñeiro lo ha explorado desde sus más tempranas hasta sus más recientes películas.
Nuestro viaje a través de la variación de Hermia & Helena empieza cuando Carmen (María Villar) quema una caja de postales con flores pintadas. Es verano en Nueva York, e incendiar tarjetas floreadas es como quemar el verano. La incineración funciona a modo de ritual funerario del recuerdo. Y la memoria parece descansar en paz.
Pero no descansa. Titania, reina de las hadas en la obra de Shakespeare, hechiza a cuatro atenienses para que olviden lo que sucedió una noche de verano. Los atenienses no lo olvidan, haciendo afrenta a la magia del encanto, lo recuerdan como si hubiera sido un sueño. Por más que olvidar queramos, el pasado nos punza, aunque sea como destello, sueño o ficción.
Lukas (Keith Poulson) camina por el parque. Carmen, su amante, lo mira desde el balcón. Lukas despide a Carmen, que regresa a Buenos Aires mediante un atajo en nuestra cartografía, una misteriosa retirada subterránea: la entrada del subway de Nueva York tiene su salida en una estación del subte de Buenos Aires. La película se divide en dos cartografías interconectadas: Argentina y Estados Unidos.
Dos cartografías significan dos tiempos, y por lo tanto dos historias, dos recuerdos. Los argentinos son fanáticos de complejizar la narrativa, basta recordar a Julio Cortázar. Matías Piñeiro explica que cuando «Weeping Willow» –el ragtime que sonoriza la película –se toca al piano, una mano está casi estática, mientras la otra se mueve a gran velocidad. La mano quieta es la historia de Buenos Aires y la mano veloz es la historia de Nueva York. El prodigio radica en coordinar las manos, asunto tan difícil como coordinar historias. La complejidad musical inspira la complejidad narrativa. Cortázar estaría orgulloso.
Dos historias: La primera es del día en que Camila (Agustina Muñoz) está por partir hacia Nueva York. Antes de partir, intercambia casa con Carmen, visita a su hermana, visita a una amiga, muda muebles y empaca. La segunda historia es en Manhattan y trata de cómo Camila se apropia de la casa, de los amigos y del amante de Carmen. Ambas historias están intercaladas y avanzan, se van develando conforme se recuerda algo nuevo. La película es como la exploración arqueológica de una pirámide mexica. Conforme se excava, se quitan las estructuras superpuestas y se encuentran etapas anteriores de la pirámide. Vamos descubriendo más del pasado conforme transcurre el tiempo, conforme avanzamos hacia el futuro:
La memoria […] no está […] orientada hacia el pasado […] La memoria permanece con huellas, con el objeto de ‘preservarlas’, pero huellas de un pasado que nunca ha sido presente, huellas que en sí mismas […] siempre permanecen, por así decirlo, venideras, vienen del futuro, del porvenir.[1]
Primero está el descubrimiento de Danièle (Mati Diop), quien va camino a Nueva York para visitar a Carmen. Le manda postales de cada estado por el que pasa, desde Montana hasta Indiana. Camila, recibe las postales y las acomoda en un mapa. Cuando Danièle llega a Nueva York, descubre la suplantación que Camila hizo de Carmen y aunque al principio la rechaza, termina por aceptarla. Una nueva etapa piramidal se construye sobre la vieja amistad Danièle-Carmen. Danièle y Camila pasan la noche quemando postales. Queman postales como quemar las naves, para cerrar viejos mundos y abrir un nuevo rumbo.
Un flashback —excavación temporal— al día de la partida, nos revela que Camila viaja a Nueva York para encontrarse con Gregg (Dustin Guy Defa), su antigua pareja. Gregg extrañaba ver a Camila y por eso soñó verla en Argentina. Pero vemos en pantalla el sueño y nos percatamos que soñó a otra mujer, de otro tiempo. Soñó a otra mujer y a pesar de todo, tanto él como nosotros sabemos –como se sabe en los sueños– que en realidad es Camila. Vemos un sueño que no es sueño, es archivo fílmico. La memoria histórica se vuelve ficción. Y tan sólo con una voz que habla en off sobre imágenes de otro contexto; Matías Piñeiro vuelve una película de los treintas, el sueño de Gregg.
Las fronteras entre el sueño y la vigilia parecen borrarse. Lo mágico no sólo estuvo en el sueño: al despertar, una pócima vertida sobre los ojos de la mujer la enamorará del primer hombre que vea. Este momento de magia shakespeareana es construido con precisión por Piñeiro. La superposición del verso libre de Shakespeare sobre una imagen en negativo de árboles y la cuarta sinfonía de Beethoven como fondo; dan el encanto preciso para convocar el hechizo que hará a Camila despertar. Y al despertar, ver en su celular la foto de Lukas, de quien se enamorará perdidamente.
Con un segundo flashback al día de la partida, nos enteramos que Camila también viajaba a Nueva York para reencontrarse con su padre biológico (Dan Sallit). Un día y una noche, son suficientes para una sesión de preguntas y respuestas, para un catártico despliegue lacrimógeno y para que Camila decida dar por cumplido el recuerdo familiar y, de nuevo, quemar las naves.
Cierta competitividad se palpa entre Camila y Carmen, como si una deseara conquistar y sobreponerse a la vida de la otra. Las dos piden la misma beca, viven en las mismas casas y tienen los mismos amigos, también comparten a destiempo un mismo novio. Camila actúa como político que al llegar al poder borra todo rastro de su antecesor. ¿Y acaso no pasa eso en las relaciones, cuando tratamos de borrar los recuerdos de un amor pasado? Satirizaba Shakespeare y aquello le hace eco a Matías Piñeiro.
La cámara apunta a las coordenadas del Columbus Park, de su estatua china, del metro, de una cancha de futbol, de unos guantes, de un vaso verde, de direcciones en Buenos Aires y en Nueva York. También están ahí las coordenadas que se abandonan durante el viaje: Las coordenadas de la familia, de las amistades y de los amores perdidos.
La tormenta es al mismo tiempo final de la película y principio del viaje. Los truenos advierten las truculentas peripecias que vivirá Camila. Si en Buenos Aires es verano, en Nueva York la nieve hace tempestades. Camila trata de avanzar a pesar de los obstáculos. En Buenos Aires sus amigos y su novio Leo ven hacia el cielo. Sospechan que el viaje de Camila va a ser tan turbulento como las nubes que se amontonan en el cielo, es una noche de verano que bien puede ser recuerdo o sueño de lo que pasará en los próximos meses.
Las nubes relampagueantes vibran como recuerdo del porvenir. Si es sueño poco importa. Hay una cuestión elíptica y por lo tanto didáctica. La sensación de que esto ya ha sucedido antes, nos previene en sentimiento. Los presagios son muy comunes entre los personajes de Piñeiro: «Cuando vuelva», dice Leo, «Camila no va a ser la misma».
Por mucha cartografía que se haga, las brújulas se descomponen, los astrolabios no funcionan con el cielo nublado y el internet no llega a todos lados. En situaciones extremas, al capitán que se aventura en altamar, sólo la intuición formada por recuerdos lo lleva a buen puerto. Quemar postales es inútil, la pirámide más antigua palpita debajo nuestro. Ingenuo es quien se trata de desprender del pasado. La variación se ancla en la tradición y se arroja hacia el futuro. Matías Piñeiro está innovando cuando recuerda el porvenir.
[1] Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man, Gedisa, Barcelona, 1989, pp. 68-69.
Carlos Andrés Torres Cabrera estudia Literatura Dramática y Teatro en la UNAM.