La sangre y el vampiro
Por Donají Velasco | 28 de febrero de 2017
El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983)
No se puede contener el genio. Friedrich Wilhelm Murnau no se dio por vencido cuando no consiguió los permisos para adaptar Drácula (1897), de Bram Stocker, de la literatura al cine. El director alemán cambió algunos detalles de la historia original, como los nombres: Jonathan y Mina Harker se convirtieron en Thomas y Ellen Hutter, mientras que el conde Drácula se transformó en el conde Orlok en Nosferatu, una sinfonía del horror (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens. 1922). El argumento era básicamente el mismo: un vampiro decadente intenta mudarse de ciudad al tiempo que se despierta en él un deseo carnívoro por la mujer de su socio.
Aunque el largometraje no pudo evitar una demanda –que llevó a la quiebra a la productora–, dejó una huella en el cine universal. Si bien Nosferatu no fue la primera película de terror –un atributo otorgado a La mansión del diablo (Le manior du diable, Georges Méliès, 1896)–, sí fue la primera que dio vida a un vampiro que reúne características de la tradición oral y las mezcla con las literarias teniendo como trasfondo histórico la polémica figura del príncipe rumano Vlad Țepeș, también conocido como Vlad Drăculea.
Nosferatu, una sinfonía del horror (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens. Friedrich Wilhelm Murnau, 1922)
¿Qué es lo que nos fascina de este personaje? ¿Qué nos dice secretamente? ¿Qué representa? Por principio, su condición de monstruo lo separa del orden de lo humano y las leyes naturales. Su sola existencia encuentra su sentido en la ruptura de los fundamentos de la naturaleza, escapando a la construcción jurídica y moral que conforma lo humano.
Recordemos que los monstruos más temibles se alejan de lo humano –física o moralmente–, como los psicópatas, negando aquello que reconocemos como propio, como si se trataran de un reflejo invertido, bizarro, perverso. Pero no carecen de trasfondo moral ni escapan a los valores otorgados por el contexto social. El monstruo evoluciona con la sociedad, y esta última lo resignifica constantemente para apropiarse de él. Drácula es uno los monstruos más representativos para Occidente porque simboliza una transgresión de la religión judeocristiana (y la moral que ésta impone).
El vampiro es un monstruo hereje, por ello es débil ante la cruz, el agua bendita o la luz del sol, relacionada con el bien y la verdad. Una de las escenas cinematográficas más representativas de esta desviación esencial proviene de Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), de Francis Ford Coppola, en la que Vlad Țepeș es un fanático religioso que lucha apasionadamente contra los turcos. Cuando el protagonista (interpretado por Gary Oldman) se da cuenta de que su exaltada fe no lo excluye de la desgracia, se torna contra sus principios y clava su espada en la cruz para tomar la sangre que de ella emana, transformándose en un ser maligno, una especie de Lucifer.
Para muchas culturas y religiones, el espíritu y la fuerza vital radica en la sangre. Para los cristianos es símbolo del sacrificio que Cristo realizó por redimir a la humanidad. En la eucaristía se bebe el vino –transubstanciación de la sangre de Cristo– para purificar del pecado. Así, Drácula se alimenta de la sangre humana para pervertir un ritual. Su finalidad: la muerte, el desenfreno, la carne. Como Nosferatu, Drácula desea poseer el cuerpo de una mujer –joven y atractiva– para succionar su sangre, acto en el que se fusionan la pulsión sexual y la pulsión de muerte.
Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994)
Bram Stoker alumbró a Drácula en el seno de la recalcitrante sociedad victoriana, para la cual uno de los mayores tabúes era el sexo. Sin embargo, el vampiro vive su sexualidad de una manera bastante libre. Incluso en los tiempos actuales usa su figura para conseguir a sus presas. Pensemos en la serie de Crepúsculo (Twilight, Stephenie Meyer, 2008-12) donde la belleza física de sus protagonistas va de la mano de una estrategia de mercado para un público adolescente. En El ansia (The Hunger, 1983), de Tony Scott, una pareja de vampiros interpretada por David Bowie y Catherine Denueve va a un club nocturno –mientras se escucha como fondo “Bela Lugosi’s Dead”, de Bauhaus– para seducir desconocidos. Una vez asegurado el encuentro sexual, cuatro cuerpos comparten la misma cama. En el cuento de Carlos De Bella, “Drácula en tiempos de sida”, también se puede apreciar una recontextualización de la sexualidad del vampiro a tiempos actuales. Igualmente, en la adaptación al cine de Entrevista con el vampiro de Anne Rice (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994), se percibe una homosexualidad latente entre los protagonistas interpretados por Brad Pitt y Tom Cruise.
Según las leyendas, una de las maneras de convertirse en vampiro consiste en que la víctima sea atacada por uno de estos monstruos y éste beba de ella una cantidad exacta de sangre, fuente del alma. El vampiro no tiene alma, por lo que no aspira a una vida después de la vida. No obstante, encuentra su trascendencia en el mundo terrenal, donde es inmortal. Hacia el final de Entrevista con el vampiro, Louis (Brad Pitt) concluye su relato autobiográfico al tiempo que su interlocutor –un reportero– le pide que lo convierta en vampiro. Para este último resulta fascinante trascender el tiempo, vivir eternamente. Louis nació en el siglo XVIII pero en pleno siglo XX confiesa su encanto por el cine, ya que a través de las imágenes en movimiento puede ver el amanecer sin exponer su vida. El cine –al igual que la conversión en vampiro– ofrece la posibilidad de trascender el tiempo: las imágenes de quienes participan en él pueden ser reproducidas hasta el infinito.
Donají Velasco es licenciada en Arte por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha publicado artículos y reseñas en otros medios digitales, como Portavoz, y ha colaborado en la redacción de catálogos de arte.
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