La gloria del MadMex

La gloria del MadMex

Por | 22 de agosto de 2016

Hablar de cine psicotrónico mexicano es mucho más complejo de lo que aparenta. Primero, la culpa se debería imputar al prejuicio de la crítica cinematográfica y de los historiadores fílmicos oficiales del siglo pasado, quienes denostaron al cine fantástico hecho en México y decidieron borrarlo de los libros, incluso antes de comenzar a describirlo. Por el otro lado, en este siglo XXI nos topamos con el otro extremo: celebraciones excesivas y muy poco analíticas del género y de las películas en sí mismas, cuyo espíritu elogioso lanza loas a diestra y siniestra que, paradójicamente, evidencian el mismo problema que mostraron sus antecesores: un flagrante desconocimiento.

La psicotronía fílmica mexicana va mucho más allá de las obras maestras Alucarda (1975) o La mansión de la locura (1971) de Juan López Moctezuma –hoy tan de moda–, o de las fantasmagorías del duque del terror mexicano Carlos Enrique Taboada, a quien los lastimeros remakes de su obra, por cierto, no le han hecho el mínimo favor. La psicotronía mexicana va mucho más lejos, también, de los justicieros enmascarados del pancracio y de los gatilleros fronterizos. El también llamado MadMex es una veta aún por explorar y sobrepasa los límites del cine fantástico, incorporándose también a otros géneros del cine mexicano. ¿Cuántos melodramas lacrimógenos, o reconstrucciones históricas y hasta comedias infantiles made in Mexico, rayan en lo demencial? Sin embargo, abarcarlos todos merece no un sólo texto, sino un atlas.

Por lo pronto, descubramos en riguroso orden cronológico 10 filmes psicotrónicos mexicanos de bagaje fantaterrorífico más allá de El vampiro (Fernando Méndez, 1957), La momia azteca (Rafael Portillo, 1957) o cualquier-otra-de-luchador-enmascarado, joyas indudables, pero también clichés multicitados.

 

El baúl macabro (Miguel Zacarías, 1936)

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Los albores del cine sonoro en México trajeron no pocas cosas vinculadas al cine fantástico más allá de la primera versión filmada sobre La Llorona (Ramón Peón, 1933) y los clásicos Dos monjes (Juan Bustillo Oro, 1934) y El fantasma del convento (Fernando de Fuentes, 1934), una de esas joyitas olvidadas es esta cinta, del todo atípica en la filmografía del cineasta descubridor de María Félix –otra psicotronía en sí misma–, donde se pone en pantalla la figura del científico loco que juega a ser Dios secuestrando mujeres para exanguinarlas en su laboratorio siniestro y transfundir el líquido vital a su esposa enferma y así poder salvar su vida. Los experimentos fallan y entonces se ve en la necesidad de descuartizar los cadáveres de sus víctimas con la ayuda de su joronche de marras para evitar dejar huella alguna. La realización de Zacarías juega con claroscuros muy bien logrados, juegos de iluminación frontales y rápidos cortes de edición muy innovadores para la época, pero sobre todo, hace gala de un humor macabro que no se repetiría en los siguientes filmes del también autor de El peñón de las ánimas (1942)

 

Ladrón de cadáveres (Fernando Méndez, 1956)

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Un año antes de la mítica El vampiro, este cineasta michoacano, autor también de esa gran joya del noir azteca llamada El Suavecito (1950), realizó este cruce entre cine de científico loco, lucha libre y reminiscencias de King Kong, y logró una de las películas más fabulosas de todo el cine de horror mexicano. Wolf Ruvinskis es un luchador novato que cae en las garras de don Panchito, en realidad un médico obsesionado con el trasplante de cerebros de gorilas a humanos para crear superhombres. Lo único que consigue es morir a manos de su propia creatura, una atlética bestia que responde a sus instintos básicos, incluidos los sexuales, cuando secuestre a su antiguo amor, le bellísima Columba Domínguez. Este filme conocerá una nueva versión en 1968, La horripilante bestia humana, dirigida por René Cardona, que a su vez tuvo un remontaje en los Estados Unidos con secuencias extras filmadas por un tal Jerald Intrator, y que incluyen desnudos y una gráfica cirugía de corazón.

 

El hombre y el monstruo (Rafael Baledón, 1958)

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Tras el éxito de El vampiro y su secuela, el productor y actor Abel Salazar, con las ventajas que da tener su propia casa productora, Cinematográfica ABSA, maquiló una serie de películas de terror gótico de muy buena factura técnica y artística, una de ellas El hombre y el monstruo, que cuenta la historia de Samuel Magno, un extraordinario pianista retirado de los escenarios y hacinado a una vieja hacienda al lado de su dominante madre y un cadáver en el clóset… literalmente. El actor español Enrique Rambal –que debutara en el cine mexicano interpretando a Jesucristo en El mártir del calvario (Miguel Morayta, 1952)–, hace aquí del músico de medio pelo que a través de venderle su alma al Diablo logra la perfección de su arte, pero con funestos y licantrópicos resultados, como era de esperarse.

 

La marca del muerto (Fernando Cortés, 1960)

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Este es un filme de verdadero culto que aún se mantiene muy olvidado en nuestro país, aunque más allá de nuestras fronteras es bastante cotizado por el simple y sencillo hecho de ser la primera adaptación cinematográfica de una historia original del genio de Providence, Howard Phillips Lovecraft, en concreto de El caso de Charles Dexter Ward, que en esta adaptación de José María Fernández Unsáin (argumento), Alfredo Varela Jr. (guión) y bajo la dirección del puertorriqueño-mexicano Fernando Cortés, presenta la demencial historia del Dr. Malthus, un científico a fines del siglo XIX que en busca de la vida eterna experimenta con los cuerpos de las mujeres que raptó y asesinó; y luego ya en este siglo será su tataranieto, en 1960, que luego de descubrir las anotaciones de la investigación, revive no sólo los experimentos, sino también a su sanguinario ancestro. Una joya digna de ser recuperada.

 

El barón del terror (Chano Urueta, 1961)

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Una de las películas de terror mexicano más psicotrónicas de la historia, también surgida de la factoría ABSA, dirigida por uno de los hacedores de monstruos mexicanos de mayor renombre en nuestro país: Chano Urueta. Estelarizada por el propio Abel Salazar como el nigromante barón Vitelius d’Estera, condenado a la hoguera por la Santa Inquisición, a lo cual responde con la amenaza de volver cien años después para vengarse en los descendientes de sus verdugos. Y lo hace, pero convertido en un horroroso monstruo (pocos tan verdaderamente feos en el cine mexicano) que gusta succionar cerebros humanos con su trompa vermilingua… o comérselos servidos en un cáliz y con cucharita, cuando está en su forma humana.

 

Museo del horror (Rafael Baledón, 1963)

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Una década después de la mítica House of Wax de André de Toth protagonizada por Vincent Price como el siniestro profesor Jarrod, escultor de figuras de cera, Rafael Baledón dirige esta cinta que versiona –con mínimas diferencias– aquel clásico, encontrando en la gallarda figura de Joaquín Cordero un muy decente émulo del actor estadounidense. La anécdota es prácticamente la misma: chicas que misteriosamente desaparecen al mismo tiempo que se incrementa la colección de personajes teatrales femeninos en el museo de cera del exactor y escultor Luis, obsesionado con encontrar a la Julieta, de Shakespeare, perfecta.

 

Satánico pandemonium (Gilberto Martínez Solares, 1973)

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Esta obra de quien fuera el director de cabecera de German Valdés Tin Tan es totalmente atípica no sólo dentro de su amplia filmografía, sino en general dentro de todo el cine mexicano, que con ella le entró duro y directo al subgénero del nunsploitation, en boga por aquella época en Europa. Satánico pandemonium debió cargar injustamente con el subtítulo de La sexorcista, para aprovechar el ruido de la famosísima película de William Friedkin estrenada unos meses antes de la filmación de ésta, aunque la historia no tenga nada que ver con la niña Reagan ni Pazuzu. En Satánico pandemoniun conocemos la historia de cómo la joven y hermosa Sor María es tentada (en todas sus acepciones) por el Diablo disfrazado de Enrique Rocha, sucumbiendo ante él y dedicándose a partir de entonces a la lascivia, prodigándose en desnudos y travesuras que van de la seducción sexual a un niño hasta el asesinato. Impensables entonces (y quizás todavía) las secuencias de un grupo de monjas desnudas entregándose a una orgía diabólica ante el regocijo del maligno. Este filme, prácticamente desconocido en México por décadas, cuenta con una maravillosa edición en DVD de importación por la compañía Mondo Macabro –que también lanzó Alucarda y La mansión de la locura, ambas de Juan López Moctezuma– y cuenta entre sus extras con un documental sobre el nunsploitation, entrevistas con el guionista y demás linduras.

 

El extraño hijo del sheriff (Fernando Durán Rojas, 1982)

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Los años ochenta fueron bastos en la producción del cine fantástico mexicano, mucho de él con producciones juveniles donde se aprovecharon a las estrellas televisivas de moda para asegurar la taquilla de filmes muy en el estilo estadounidense del teen-horror. De entre esa producción, sobresale El extraño hijo del sheriff, un filme modesto producido por la estatal CONACITE II, Los Estudios América y la Cooperativa de Artistas y Técnicos Asociados, es decir, una película sin el apoyo de ninguna productora comercial ni los rostros de moda. Ambientada en el viejo oeste –filmada en Durango, por décadas el escenario de cientos de westerns nacionales y extranjeros–, cuenta el nacimiento de Fred y Erick, los siameses hijos del Sheriff Jackson, y de cómo al separarlos a los siete años de edad, Erick muere, poseyendo entonces el cuerpo de Fred convirtiéndolo en un ser malvado en busca de venganza. La historia en sí es buena y da para mucho, pero los magros valores de producción y una dirección poco inspirada, no permiten que levante lo que debería.

 

Terror y encajes negros (Luis Alcoriza, 1984)

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La figura del psicópata sexual se ha llevado poco a la pantallas mexicanas en formato cinematográfico (en el videohome es otra cosa) y menos aún de la mano de un cineasta de prestigio, como lo fue el también guionista buñueliano Luis Alcoriza. La historia se desarrolla prácticamente en su totalidad al interior de un edificIo de clase media alta ochentera, donde el conserje es un psicópata sexual que viola y asesina mujeres, de las cuales guarda un mechón de cabello como trofeo. Su tricofilia llega al punto máximo al ver la larga, sedosa y azabache cabellera de la hermosa Maribel Guardia, una esposa aburrida de su celoso y machista marido que deberá de escapar del asesino corriendo en negligé de encajes negros por todo el edificio durante más de un tercio del filme, lo que el público masculino agradece enormemente. En aquellos años la aún cotizada Diosa de Plata entregada por PECIME le otorgó a Terror y encajes negros los premios a mejor argumento original, guión cinematográfico, música original y actriz para Maribel Guardia, no así el de director ni de película. Por otro lado la Academia Mexicana le brindó apenas el Ariel a la mejor coactuación femenina para la joven Claudia Guzmán, una de las primeras víctimas en morir.

 

El violador infernal (Damián Acosta, 1988)

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Una de las películas malditas del cine mexicano es El violador infernal, filme que por años se mantuvo desconocido y que en nuestros días ha alcanzado un estatus de culto gracias a las copias de una edición en videocasete que circuló de trasmano. El ya fallecido Damián Acosta, director de otras joyitas psicotrónicas –aunque no de terror, como La venganza de los punks (1987), El fiscal de hierro (1988) y Porros: Calles sangrientas (1990)– lleva a la pantalla la historia de El Gato, un asesino serial condenado a la silla eléctrica que, para escapar de la muerte, vende su alma al Ser Superior de las Tinieblas, personificado por la madura pero muy bella y desinhibida Ana Luisa Peluffo, semidesnuda para mayor gracia. El Gato deberá pagar los favores diabólicos violando y asesinando a cuanta mujer y hombre le venga en gana, cortando a cuchillo en las nalgas de sus víctimas el simbólico 666. Acosta echa la carne al asador con una realización directa y del todo gráfica que, apoyada en la demencial interpretación de ese magnífico villano del cine mexicano que fue Noé Murayama, legaron una de las películas más estrambóticas de nuestra historia.

 

Finalmente, el pilón…

La cámara del terror

En el año de 1968 el productor mexicano Luis Enrique Vergara se asoció con la estadounidense Columbia Pictures para filmar cuatro cintas de terror estelarizadas por el mítico actor Boris Karloff, ya con 81 años de edad y por un contrato de 40 mil dólares. El combo sería dirigido por el mexicano Juan Ibáñez (ya famoso gracias al filme Los Caifanes, 1966), sin embargo la precaria salud de Karloff –quien de hecho murió al año siguiente, sin ver las cintas– le impidió salir de Hollywood, por lo cual algunos actores (Julissa, Enrique Guzmán, Isela Vega, Yerye Beirute, entre otros) y técnicos mexicano tuvieron que viajar allá para filmar las escenas a su lado, siendo dirigidos por Jack Hill, un habitual colaborador y asistente de Roger Corman.

Los filmes en cuestión son Fear Chamber (La cámara del terror o Sicodelia macabra), The Snake People (Island of the Snake People o La muerte viviente), The Incredible Invasion (Invasión siniestra) y House of Evil (Serenata macabra, Mansión del mal o La mansión maldita), e incluyen lo mismo monstruos volcánicos, zombis vudú, extraterrestres y tramas macabras que intentaron recuperar el espíritu propio del cine de Corman o de los legendarios estudios británicos Hammer, pero con muy poca fortuna. Olvidados y desconocidos porque, además, salvo el primero de ellos, ninguno de los otros se estrenó comercialmente en México. No obstante décadas después llegaron a las estanterías de los videoclubes de barrio ¡en formato beta! Piezas de colección que hoy en día merecen su espacio dentro del recuento del MadMex más psicotrónico que podamos hallar.


José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional. Es uno de los autores de Mostrología del cine mexicano (2015). @JLOCinefago