Crímenes del futuro y otros delitos con

Crímenes del futuro y otros delitos conceptuales

Por | 11 de agosto de 2022

David Cronenberg, el rey de la carne, retoma sus obsesiones de juventud con su nuevo largometraje, Crímenes del futuro. Este renovado interés se explica entendiendo que el guion lo escribió a principio de siglo, y a forma de clarividencia, como suele suceder con la buena ciencia ficción, fue producido veinte años después al empatar con el furor mediático por sabernos portadores de pequeños polímeros desperdigados por nuestra corriente sanguínea. Así, el cuerpo de algunos de los personajes de la película ha evolucionado su aparato digestivo para el consumo exclusivo de plásticos. Aunado a esto, la película ofrece el body horror tan característico del director, mezclado con confabulaciones corporativas, excéntricos burócratas, y un alto grado de erotismo visceral: sangre y una serie de premisas llevadas al paroxismo de lo descabellado.

Pero, más allá de esta anécdota, ¿de qué se trata la película? Saul Tenser (Viggo Mortesen) y Caprice (Léa Seydoux), una pareja de artistas, nos conducen por un mundo de ruinas futuristas donde el ser humano, gracias a la ciencia y la tecnología, se ha despojado del dolor y la enfermedad. Sin embargo, algunos, como Tenser, poseen la habilidad de desarrollar órganos nuevos, y otros, que el gobierno quiere eliminar, los que ya mencioné, inclusive pueden digerir el plástico. Esta sociedad indolora celebra el arte performativo de la intervención quirúrgica de los cuerpos, como la expresión más alta de la cultura y la única vía para el goce sexual.

Reuniendo esta serie de singularidades fui con el ojo ya cuadrado al cine, y me senté boquiabierto esperando a que empezará la función. Sin embargo, poco a poco empecé a pestañear, y mi boca bostezó para después nunca más abrirse. ¿Qué estaba viendo? Ya no estaba viendo la película, de hecho, sus ruidos, sus voces y luces me agobiaban, me distraían de algo más. No me daban tregua para pensar en los conceptos en paz.

El problema es que el mundo que construye está lleno de lagunas. La narrativa abre puertas que nunca cierra, con muchas subtramas torpes y forzadas, con un aparato estético que nada tiene que decir a los ojos hartos de escándalo del espectador contemporáneo. Al final, nos deja en una suerte de orfandad dramática, perdido en un laberinto filosófico detonado por dos frases eslogan que reverberan no por su complejidad, sino por su esterilidad: «El cuerpo es realidad» y «La cirugía es el nuevo sexo». En realidad, la sensación que deja Crímenes del futuro (Crimes of the Future, 2022) es que el aparato cinematográfico existe, en este caso, como excusa para poner sobre la mesa esos dos conceptos. Un plano, de una televisión donde se lee una frase, y un diálogo voluptuoso de Timlin (Kristen Stewart), una burócrata que se enamora de Tenser concluyen la película y todo lo demás, los otros cientos de planos sobran o reiteran.

Otra hubiera sido mi experiencia si la película permitiera resquicios de libertad, desde los cuales malabarear una que otra interpretación desde la sorpresa (“¡Qué loco! Propone la cirugía como c*ger”), desde el pudor (“¡Guácala con eso! Qué raro lo que propone como hermoso. ¡Esas vísceras!”) o desde lo analítico (“El artista como quien abre sus entrañas al público, ¡wow!”; “¡Wórales, el director insinúa que la belleza interior es biológica y no metafísica!”). Pero no. Cronenberg (Toronto, 1943) no insinúa nada, te lo dice sin morderse la lengua. Lo que escandaliza no es la sangre ni una mujer serruchándose el empeine, sino su falta de tacto. Indigna la literalidad tan gráfica con la que castra cualquier interacción con la película y, más bien, nos aleja de ella hacia un desierto conceptual, en un cuarto oscuro donde está prohibido hablar cuando lo que más quiere uno es voltear con el de al lado y preguntarle: “¿Qué sabes tú sobre bioarte?”

No puedo dejar de pensar en Iron Man: El hombre de hierro (Iron Man, Jon Favreau, 2008) como contraejemplo de una película que comparte, desde otro lugar, los mismos tópicos. Desde ese personaje con corazón de hojalata y exoesqueleto mecánico se puede pensar, por ejemplo, el transhumanismo con más soltura que en Crímenes del futuro, por la sencilla razón de que la primera, al no ser explícita e unilateral al abordar la temática, se presenta como pradera libre, abierta, desde donde la interpretación puede respirar y florecer. En Iron Man el transhumanismo se experimenta, en Crímenes del futuro, se te indica, te lo fuerzan y estrujan por la garganta y, transcurridos los primeros quince minutos de la película, no queda más que decir.

Dudo que Cronenberg nos devele el mensaje de la película desde la condescendencia de asumir que de otra forma el espectador no va a entender. Más bien, sospecho que su interés por poner sobre la mesa esos conceptos prima sobre su deseo de hacer una película. Es decir, “Primero quiero decir esto y luego lo digo con una película. ¿Por qué? Porque soy director”. ¿Pero la imagen en movimiento dice algo? Estas ideas que prevalecen en Crímenes del futuro, aunque sean de lo más interesantes –porque lo son– me hacen preguntarme si el cine es la herramienta adecuada desde donde abordarlas, o, si tal vez hay algo del mundo conceptual que simplemente no congenia con encuadres de vida transcurriendo y sonando en una duración específica.

Más allá de Cronenberg, ¿qué nos hace pensar el dispositivo cinematográfico como un medio propicio para construir un sistema discursivo desde el cual argumentar? Parece que el cine no le es suficiente a las ideas complejas para terminar de existir con justicia. Al contrario, el discurso se manifiesta desmembrado, en su expresión mínima y literal, pero maquillada por el velo de realidad que es propio del cine. De ahí que la imagen en movimiento sea cooptada con tanta facilidad por la publicidad y la propaganda, que ajustan esta disminución de la idea en eslóganes y lemas.

Si la ambigüedad del cine, impresión de una realidad ya de por sí equívoca, se excluye y se estorba con el concepto, pues pareciera que jalan hacia lugares distintos, ¿no sería mejor repensar la estrategia? Con esto no me refiero a que del cine no se puedan abstraer ideas complejas, sino a lo frustrante que resulta la película que quiere decir un algo, uno, concreto y complejo. Querer hacer del cine, y más desde la narrativa, una forma para articular conceptos elevados resulta en tomar su máxima virtud, que es, precisamente, su ambigüedad, su capacidad para la multiplicidad de comprensiones, y convertirla en su mayor defecto, la imposibilidad de articular oraciones.

¿Qué hacer ante esta discapacidad discursiva? ¿Recompensar con verbocentrismo o frases gráficas, siempre apelando a lo concreto de la palabra? Todo esto se reduce a una falsa idea sobre la verdad artística, o inclusive a la misma posibilidad de dicha verdad. ¿No resulta en un naufragio el que se quiera encontrar verdades objetivas por la vía artística? Tal vez sería mejor no confundir la ciencia con el arte. ¿Para qué?


Christopher Valender estudia cine en la Escuela Superior de Cine y forma parte de la redacción de Icónica.