Stranger Things, los extraños y los mue

Stranger Things, los extraños y los muertos

Por | 30 de junio de 2022

Incluso antes de conocerlos, el primer antagonista de la serie los descalifica así: «Pasen damas y caballeros. Pasen y compren sus entradas para el show de raros». Incluso antes de saber o de aprender sus nombres, ese pequeño tirano los nombra «Medianoche», «Cara de Sapo» y «Sin Dientes». Se trata, respectivamente, de Lucas (Caleb McLaughlin), Mike (Finn Wolfhard) y Dustin (Gaten Matarazzo). Faltan Will (Noah Schnapp), «Mariposa», y Once (Millie Bobby Brown), apenas un número. Ellos son las verdaderas “cosas extrañas” de la serie. Entran y salen de lo real a lo fantástico como intrusos, como venidos de un lugar del que son expulsados, y como recién llegados a otro en el que parece improbable que alguien o algo los reciba bien. Cada pasaje de un lado al otro tiene la forma de un parto en el que lo que se da a luz, o lo que entra en la oscuridad más aterradora, es un extraño, un otro, un extranjero que se ha quedado sin patria a la que volver.

En Stranger Things (2016 a la fecha), todo regreso asume la forma de un nuevo comienzo. Los personajes son como odiseos a los que se les disuelve Ítaca en el viaje. Y lo saben, o por lo menos lo intuyen. Es quizá por eso que la serie de los hermanos Matt y Ross Duffer (Durham, Carolina del Norte, 1984) es extremadamente nostálgica, y no tanto porque recicle las formas, los temas y los íconos culturales de una década convertida en fetiche histórico por la industria cultural. La patria se desvanece en cada uno de los pasajes que van de un lado a otro, y viceversa. Entonces, o bien no hay patria a la que regresar, o bien la tierra a la que se regresa se ha vuelto tan desagradable que valdría más no regresar de ningún modo.

El saber o la intuición del mundo fantástico es cosa de locos, o de niños que juegan y hacen del juego un ejercicio premonitorio. En efecto, como el arte, el juego tiene en la serie cierta capacidad de anticipación. A decir verdad, todo empezó con los hippies. Son ellos, toda esa generación a la que le fritaron el cerebro a base de drogas de laboratorio, las primeras víctimas en el desarrollo de una tecnología capaz de convertir en extraño al más habituado, capaz de hacer sentir impropio al más integrado de los ciudadanos del mundo. Ellos son los mártires sin gloria, a cuyo sacrificio le debemos el origen del mal.

Todo empezó como un proyecto de investigación del gobierno norteamericano. Un proyecto de seguridad para combatir contra los rusos. Quemaron una generación para ver qué pasa, y el mundo, que ya estaba fracturado en dos partes irreconciliables, que de hecho parecía insufrible, se duplicó. Pero la copia salió tan mal que es incluso peor que el original. El mundo de la fractura, es decir el mundo de la Guerra Fría, es un horror, no es ninguna novedad. Despierta lo peor de las dos naciones que se reparten el dominio del mundo. Estados Unidos destruye a sus jóvenes y experimenta con niños para construir un arma infalible. Rusia tiene la forma de una prisión de seguridad siniestra y ridícula a la vez. Las biotecnologías de los norteamericanos conducen a lo sobrenatural, a lo incontrolable. Las torpezas técnicas de los rusos convierten a la Madre Patria en un vodevil, en un espectáculo risible. Y, sin embargo, hay algo peor que todo eso: el mal radical, la réplica, la copia degradada y aterradora de un pueblo insignificante. Qué mal no puede salir del mal. Qué otra cosa ha de salir del horror sino un horror aún más grande.

Los extraños son los personajes. Por eso son tan adorables. Son perdedores: estudiantes a los que les hacen bullying en la escuela, policías en un pueblo sin criminales o con monstruos contra los que casi nada pueden hacer, parejas que devienen matrimonios que se aburren o se rompen. Todos viven en un pueblo en el que, en secreto, en el más abominable de los secretos de Estado, les plantan el mal. El laboratorio Hawkins es el punto de origen de la ficción, y los personajes son extraños que pululan a su alrededor, sobre todo cuando no imaginan que lo único que hacen es pulular.

Ya se sabe, todo relato de viaje se convierte en algún punto del camino en un relato sobre la nostalgia. Pero, en Stranger Things, un relato precisamente sobre la nostalgia, no hay viaje alguno. Es decir, se viaja de un lado al otro todo el tiempo, sobre todo a través de los portales que conectan el mundo real con ese otro mundo donde reside el mal radical. Pero ese lugar no es otro lugar, es el mismo, es Hawkins, su copia imperfecta, o la copia en la que lo malo encontró su forma más acabada, su expresión de mayor intensidad. Los personajes viajan y siempre caen en el mismo lugar. Y en ese no viaje, en ese pasaje de lo mismo a lo mismo en su peor versión, se convierten en extranjeros.

Casi todas las aventuras ocurren en Hawkins, donde nunca pasa nada, o donde finalmente se decide la suerte del mundo. En ese lugar hay un centro, el laboratorio, donde a su vez hay otro centro, Once y el portal que abrió con su poder. La más extraña entre todos los extraños es quien tiene el mayor de los poderes. No sólo porque podría derrotar a los rusos, misión para la que fue desarrollada como arma letal, sino también porque tuvo la capacidad de abrir un agujero en el mundo. Ella es la única que puede. Pero claro, paga un costo muy grande: se cree un monstruo, y en cierto modo lo es. Encarna su condición monstruosa como un drama sin desenlace, como un problema sin solución.

Como buen relato fantástico, Stranger Things es una serie sobre las puertas y los pasajes. Las relaciones de poder, los dones y los acopios simbólicos se definen en función de quienes tienen la capacidad de pasar de un lado a otro sin morir en el intento, o bien de impedir el paso a los demás. En este sentido, la guerra se define, para decirlo con una frase de resonancia maileriana, entre los extraños y los muertos.

La serie nos muestra que sólo se vuelve al mismo lugar como un completo extraño, que siempre se viaja para llegar o regresar a un lugar al que nunca pertenecimos del todo, o al que siempre ya dejamos de pertenecer. Los personajes, esos cuerpos extraños que no dejan de desplazarse en el mismo lugar, todos ellos: los pequeños, los locos, incluso los monstruos retro que no dejan de luchar por el control de los portales, lo tienen muy claro, o por lo menos lo intuyen muy bien. Descalificados en su extrañeza, no se enfrentan solamente contra adversidades que provienen de un afuera: luchan sobre todo contra el carácter mortífero de lo mismo que los acecha, contra las copias empeoradas de sí mismos que no quieren llegar a ser.

 

Adenda sobre arte y propaganda. Escribí lo que antecede después de mirar los últimos capítulos disponibles de la temporada 4 y de volver a ver las temporadas 1 y 2. Acabo de completar el segundo visionado de la temporada 3, que, puesta en serie con lo que va de la 4, ameritan sumar un comentario. Stranger Things recupera los modos de representación del cine de Hollywood de los años 80, narrativa en la que el anticomunismo y la ridiculización de la complejísima experiencia soviética ocupan un lugar insoslayable. ¿Cita distanciada o propaganda política bajo el disfraz de una mirada retrospectiva? Quizá, ambas cosas a la vez. Como sea, cabe recordar que todas las películas norteamericanas con aristas anticomunistas y antisoviéticas de los 80 son películas irrelevantes desde el punto de vista estético. En este sentido están muy lejos, por cierto, de muchas de las producciones de las que Stranger Things funciona como tributo explícito. Así pues, al insertar estos componentes ideológicos en el contexto de una producción atractiva y en muchos aspectos interesante, la serie resuelve uno de los problemas estratégicos de la propaganda política norteamericana hacia el fin de la Guerra Fría. Es menos difícil tomar en serio los cuestionamientos sobre el adversario cuando vienen de quien previamente se ha puesto a sí mismo en tela de juicio. Esto es así, incluso cuando dichos cuestionamientos reducen lo que se cuestiona a una caricatura tosca e improbable.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.