Madres paralelas bajo fuego cruzado

Madres paralelas bajo fuego cruzado

Por | 21 de abril de 2022

«Sus películas inauguraron territorios donde se puede vivir mejor. Pero ahora, Pedro, que la ultraderecha se levanta en el mundo como si nada hubiera pasado, ahora más que nunca, te necesitamos. Porque seguimos mojando nuestras bikinis en un mar de muertos». Son las palabras finales del discurso de Lucrecia Martel en homenaje a Pedro Almodóvar, con motivo del León de Oro Honorífico con que el realizador manchego fue premiado en el Festival de Venecia del 2019. Todo el discurso oscila entre la ponderación de una obra y el uso de una segunda persona afectuosa y politizada a la vez. Pero, lo que en principio quisiera subrayar, es que Madres paralelas se puede pensar como una película en la que Almodóvar parece recuperar las palabras de Martel y disparar con más claridad que nunca contra el avance de la ultraderecha en la escena pública española. Lo que sigue no son más que algunos comentarios acerca de la orientación de los disparos, en lo que a esta altura se ha convertido en un caso al que, me parece, le cabe la carátula de fuego cruzado.

No es exagerado decir que circula como parte del sentido común la productiva idea de que todo es político. Toda obra, todo género, toda performance expresa contenidos y tiene implicaciones políticas en la ubicua filigrana del poder. Como todo enunciado teórico que se viraliza, la idea no carece de argumentos ni de razones que permitan explicar su popularidad. Ahora bien, frente a eso que se ha convertido en lugar común, Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949), experto en picar las rocas dentro de las que se esconde el entramado micropolítico de las formaciones sociales contemporáneas, filma una película sobre la cual algunos críticos dijeron que lo que le falta es cine, y otros que en ella la política está de más. Cosas que pasan cuando los críticos se hacen una idea acerca de lo que siempre fue, y por tanto debería seguir siendo por el resto de los días, la obra de un autor. No sólo sería necesario matizar la hipótesis del viraje político de un realizador supuestamente habituado a trabajar con otros problemas, también es preciso repetir que los virajes en el camino son todo lo que podemos esperar en un mundo en el que, como reza la célebre frase marxiana, «todo lo sólido se desvanece en el aire».

Si todo supone y responde a determinaciones políticas, ¿cómo puede en algo la política estar de más? ¿Existe algo así como un exceso de política? ¿Se puede precisar, en una obra, un umbral más allá del cual lo político ya no cabe? Así parecen haberlo considerado algunos críticos sobre Madres paralelas (2021), cuestionada, entre otras cosas, por demasiado “discursiva” y “panfletaria”. No obstante, recordemos que Lucrecia Martel sugería en su discurso que Almodóvar era necesario “ahora más que nunca” para enfrentar el avance de la ultraderecha, sin duda porque había podido ver los modos en que lo político estaba ya entretejido en sus ficciones. La realizadora argentina advertía en aquel entonces que en ese contexto histórico, que todavía es el nuestro, urge algo más, ya que ahora la ultraderecha se muestra y levanta la voz como si nunca hubieran pasado las cosas que han pasado. Así pues, “ahora más que nunca”, eso que en sus películas nunca faltó se presenta en la encrucijada actual como lo que hace falta, como un exceso pendiente, algo más que asume el carácter de una necesidad.

Madres paralelas no será ni la primera ni la última película donde lo político está, no de más, cosa imposible si las hay, sino en un primer plano narrativo. Ya lo dijimos: los disparos contra la ultraderecha parecen más nítidos en Madres paralelas que en otras películas de Almodóvar. Pero no puede ser la nitidez un factor negativo en sí mismo. Por lo demás, cabe recordar que en la historia del cine hay grandes obras “panfletarias”, donde la centralidad de lo político no supone ningún demérito en la construcción. El acorazado Potiomkin (Bronenósets Potiomkin, Serguéi Eisenstein, 1925), Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974) y Un día de furia (Falling Down, Joel Schumacher, 1993), por nombrar tres ejemplos, pertenecientes a contextos y a filmografías bien distintos. Cada una en su plano de incidencia, tres grandes películas en que la dimensión política no debilita sino que potencia el material. En Madres paralelas, como en tantas obras de una larga y riquísima tradición, la nitidez política funciona como principio constructivo, es lo que le da cohesión a una propuesta narrativa que implica cierta heterogeneidad.

Ha sido otro de los cuestionamientos ensayados por la crítica: su carácter heterogéneo. Las dos subtramas principales de la película, una relacionada con las fosas comunes del franquismo que buena parte del pueblo español se resiste a desenterrar, otra con dos madres que se enredan en una historia trágica, no encajarían, o encajarían mal. Resuena en esa valoración crítica una demanda tributaria de la unidad de acción que el aristotelismo clásico convirtió siglos atrás en parte de un programa normativo. Y, sin embargo, las dos subtramas que se entrelazan en Madres paralelas son necesarias para articular la contradicción que amenaza con disolver la estructura moral de la protagonista del film. Contra el silenciamiento de los crímenes de Estado, Janis (Penélope Cruz) milita por la memoria en relación con la historia reciente de España, pero cuando las vueltas de la vida ponen en riesgo su posición como madre, el silencio deja de ser para ella un atajo impensable. La heroína que en el espacio público lucha contra el olvido, en su casa no quiere ver que construye una línea de defensa con las armas del enemigo.

Sin duda es menos difícil identificarse con personajes que no esconden miserias en los pliegues de sus virtudes. Pero no siempre lo menos difícil es más productivo desde el punto de vista del modo en que los dispositivos artísticos piensan el mundo en el que vivimos. Estamos hechos de contradicciones que no queremos, que no nos convienen, que nos atraviesan incluso porque no las reconocemos como propias. Entre la imagen pública que construimos en cada una de nuestras intervenciones y el rostro que nos devuelve el espejo del baño, un abismo de diferencias irreductibles amenaza con disolver la coherencia de nuestros proyectos. A veces es necesario que el cine lo diga de nuevo, para no olvidar que las luchas políticas en las que nos embarcamos nos exponen al fuego cruzado en los lugares menos pensados. Por mucho que eventualmente nos pese, las convicciones a partir de las que luchamos no quedan o no deberían quedar en suspenso, en el trayecto que hacemos de la barricada a la cama.

Las metáforas bélicas vienen al caso, puesto que Janis piensa la historia a través del lenguaje de la guerra. «Hay más de cien mil desaparecidos enterrados por ahí, en cunetas y cerca de cementerios. A sus nietos y bisnietos les gustaría poder desenterrar los restos de sus familiares para poder darles una sepultura digna. Porque se lo prometieron a sus madres, a sus abuelas. Y hasta que no lo hagamos, no habrá terminado la guerra». Es lo que le dice a Ana (Milena Smit), cuando la joven sugiere, en virtud de la posición ideológica que le transmitieron sus padres, aunque sin demasiado convencimiento porque no suele pensar en ello, que más vale mirar al futuro sin abrir viejas heridas. El texto de Janis vale como tesis, pero no de la película en general, sino de Janis. En términos clausewitzianos, podríamos reformularla así: los procesos de construcción de la memoria son la continuidad de la guerra por otros medios. En verdad, la confrontación ideológica entre posiciones que tienen visiones distintas acerca del modo en que los pueblos deben gestionar su pasado, incluso cuando los crímenes de Estado se juzgan y se condenan, no se termina nunca. El caso argentino es un buen ejemplo de ello. Las políticas de Estado que recogen las demandas de los organismos de derechos humanos son parte de un proceso de reparación y de memoria colectiva necesario, pero de ninguna manera han significado la derrota definitiva de los responsables, de los cómplices y de los negacionistas de los crímenes de Estado.

La tesis de Janis no es más que la convicción ideológica que moviliza y que más tarde pone en contradicción a la propia Janis. Si fuese la tesis de la película, sería acaso menos difícil coincidir con quienes la descalificaron como un panfleto. En cambio, buscaría pensar el sentido del film en otro lugar. En una de las escenas finales, los cuerpos de los antropólogos que trabajan en la fosa común en la que yacen los restos del bisabuelo de Janis, una vez que han conseguido desenterrar, reconstruir e identificar los cuerpos de las víctimas, cuando sus familiares quedan en condiciones de darles una sepultura digna, son ellos, los antropólogos, sus cuerpos, los que ahora yacen en la fosa. Pudieron restituir los cuerpos de las víctimas no sólo porque tenían los conocimientos técnicos necesarios, sino también –y sobre todo– porque tenían la capacidad de ponerse en su lugar. Quizá ese es el movimiento necesario para encarar cualquier ejercicio de memoria colectiva. ¿Somos capaces de hacernos cargo del dolor del otro como si fuera nuestro? ¿Estamos dispuestos a poner el cuerpo en la herida que no deja de sangrar? Tal es la difícil interrogación a la que Madres paralelas nos somete como espectadores.

En suma, Madres paralelas no es una película de tesis. No argumenta a favor de abrir las fosas comunes en España. En todo caso da por sentado que se trata de una cuenta pendiente, de un proyecto necesario. En realidad, hacer semejante esfuerzo argumentativo hubiera requerido hacer lugar a los enunciados de la ultraderecha para ponerlos en discusión. Almodóvar no cae en esa trampa. Cabe repetirlo una vez más: la tesis de Janis es la tesis del personaje, así como los argumentos de Ana son apenas unas pocas pinceladas de color aguado en la superficie del guion. Es por eso que Madres paralelas no es un panfleto. Lejos de funcionar como una simple afirmación discursiva, lo que se nos propone es una interrogación acerca de aquello a lo que estamos dispuestos o no. Como muchas de las grandes obras que hacen política, la última de Almodóvar parte de la base de un posicionamiento ideológico sobre el cual no pretende polemizar, sino que nos pone frente a la pregunta ética que implica asumirlo como convicción. En tiempos difíciles, esto es, me parece, lo ahora más que nunca del cine político de Almodóvar.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.