Nadie: Declinaciones cómicas de una pel

Nadie: Declinaciones cómicas de una película de acción

Por | 1 de julio de 2021

Hutch Mansell es nadie, un desconocido, un número perdido en el anonimato. Pero se sabe: la indiferencia de los hombres anónimos siempre puede encerrar en su interior una secreta singularidad. Es a lo que nos han acostumbrado buena parte de las películas de acción de los últimos años. Y Nadie, la última película escrita por Derek Kolstad, guionista de la saga John Wick, y protagonizada por Bob Odenkirk, el extraordinario Saul Goodman de Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-13) y Better Call Saul (Gilligan, 2015 a la fecha), no es en este sentido precisamente una excepción.

Hutch es un lobo escondido bajo una «piel de cordero». Son las palabras con las que lo describe, incluso todavía sin conocerlo en persona, su antagonista, Yulián, un lobo que, en cambio, camina por el mundo al descubierto. El primero, un aparentemente pacífico padre de familia norteamericano, que guarda un estricto perfil bajo. El último, un histriónico mafioso perteneciente a la comunidad rusa. Así, Nadie (Derek Kolstad e Ilya Naishuller, 2021) reinscribe una vez más las tensiones históricas de la Guerra Fría en una actualidad signada por los conflictos comerciales entre Oriente y Occidente tanto como por el multilateralismo internacional. Y si esa operación reduccionista inserta la película en la extensa tradición maniquea del cine de propaganda norteamericano, serie más bien pobre desde el punto de vista estético, las declinaciones cómicas del film quizás permitan extraer algunas conclusiones nuevas.

Cuando dos ladrones se filtran de noche en su casa, Hutch Mansell decide no intervenir. O mejor, interviene lo menos posible, con el propósito de minimizar daños. En efecto, nadie sale gravemente herido en aquel incidente y es muy poco lo que los ladrones finalmente se llevan. Y aunque su hijo mayor lo considere ahora un pusilánime, y la policía se burle de su pasividad, Hutch se resiste a abandonar su estoicismo provisional. Pero la suerte no está de su lado. Al día siguiente, llega a su casa de trabajar y descubre que su hija menor no encuentra su pulsera de gatito. «No se la habrán robado, ¿o sí?», sugiere la pequeña. No es una certeza, pero la sola posibilidad le resulta a Hutch imperdonable, desata su ira y empuja la espiral ascendente de una violencia sin límites. Pero no es una violencia ciega: los ladrones resultan ser una pareja de inmigrantes “latinos” que son para Hutch tan insignificantes que por segunda vez se apiada de ellos. En este sentido, la película es un ejemplo más de representaciones hollywoodenses degradantes respecto de las identidades culturales latinoamericanas.

Más tarde Hutch descubre que la pulsera estaba en la casa, debajo de un sillón. Pero ya es tarde: una vez liberada, la agresividad contenida durante tantos años en el interior del personaje gris, con el que había intentado dejar atrás su pasado de guerrero, resulta ahora tan gratuita como incontenible. Lo que desata la violencia es un error que la sustrae de las lógicas argumentales clásicas basadas en las relaciones de causa y efecto. En este punto, la película pareciera denunciar la falsedad que subyace en las tácticas de manipulación de la opinión pública con las que los gobiernos belicistas han justificado sistemáticamente cada una de sus campañas militares. Sin embargo, a los pocos minutos, después de perdonarle la vida a la pareja de ladrones, la posible denuncia de falsedad se desvanece: el traspié cómico de la pulsera queda reducido a la nada misma, cuando la fuerza del azar pone al experto en cortar cabezas frente al ejército de unos villanos contra los que vale la pena no ahorrar esfuerzos.

Según Henri Bergson, lo cómico puede ser el resultado de una transposición de lo pequeño a lo grande. En otras palabras, puede ser el efecto de una exageración. Si la exageración se prolonga y se vuelve sistemática, lo cómico se intensifica. Nadie repite con algunos matices distintos el recurso con el que comenzaban las peripecias de John Wick (Derek Kolstad y Chad Stahelski, 2017 a la fecha). Allí, unos gánsters mataban al perro del protagonista, situación agravada por el hecho de que el pequeño animal era un legado de su novia recientemente fallecida. La significación afectiva de la pérdida atenuaba la exageración y convertía la reacción violenta del héroe en una desproporción relativamente comprensible. En Nadie, lo que se pierde ya no es una vida sino un objeto, y aunque ese objeto tiene cierto valor afectivo, de hecho ni siquiera se pierde. Pero la intensificación del efecto cómico se diluye cuando el despliegue de violencia encuentra destinatarios que la merecen. En este sentido, la incorporación de una dimensión moral, tan frecuente en el cine norteamericano, relativiza el absurdo en el que se funda la violencia y desvirtúa la sistematicidad de la exageración.

Es posible, parece decir el film, que los norteamericanos no tengamos motivos ciertos, en principio, para declararle la guerra a nuestros enemigos. Pero qué importa. Estamos convencidos que en el proceso encontraremos suficientes razones para seguir adelante con lo nuestro. Además, los tiempos de paz nos debilitan, nos carcomen por dentro. La torpeza de nuestros errores no es más que un disparador de la acción en la que finalmente nos reencontraremos con nosotros mismos, en camino recto a la verdad.

Como los que saben, Hutch hace todo lo que está a su alcance para debilitar la posición de Yulián antes de sentarse a negociar. «Esto no nos pone a mano porque después de todo tú te metiste en mi casa, y sabes que eso no se hace», le reprocha, como un ajedrecista que domina la partida. Sería interesante juzgar con la vara de Hutch Mansell la historia de Estados Unidos, país cuya potencia económica encuentra uno de sus pilares en el complejo industrial-militar que, para funcionar, requiere que los gobiernos lleven la guerra a la casa de todo el mundo. Como sea, los malos son tan malos que quiebran lo que en la película funciona como una de las leyes de hierro de los hombres de acción: los rusos llevan la guerra a la casa de Hutch y ponen en riesgo a su familia. Pero el hombre puede con todos. Y una vez derrotados, mientras los matones agonizan, Hutch les cuenta su historia. Lo interesante es que ninguno vive para escuchar el final. La efectividad de su violencia es tan arrolladora que, al promediar su relato, se queda sin audiencia.

No necesariamente la industria cultural norteamericana tiene que construir narrativas que reflexionen sobre las características particulares de un mundo que ya no está dividido en dos. Pero cuando intenta gestionar sus problemas geopolíticos a través de la ficción cinematográfica, parece condenada a repetir, con unos pocos ajustes de actualidad, un esquema narrativo configurado durante los tiempos de la Guerra Fría. El esquema todavía funciona: un norteamericano duro, entrenado por el Estado para matar, se enfrenta con las fuerzas extraordinarias de un antagonista que sin embargo no puede con él. Pero es un esquema que ya no encaja del todo bien. El bueno deja ver que en las guerras se borran con el codo las hipótesis de conflicto falsas que se escriben con la mano. En la inmoralidad de los malos se proyectan las iniquidades sobre las que reposa el funcionamiento económico de la “mejor” democracia del mundo. Y si el protagonista puede construir un relato que lo justifica, ya no hay modo de que el público al que le habla se identifique con él. De hecho ni siquiera lo escucha porque agoniza, o simplemente porque ya no existe.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.