Algunas ideas (más) sobre la crítica (de cine)
Por Abel Muñoz Hénonin | 19 de marzo de 2021
Sección: Opinión
Funeral siniestro (Jairo Pinillla, 1977).
Primera Página me invitó a hacer una reflexión sobre la crítica de cine que comienza haciendo un recuento de la situación, muy sana, que tiene el oficio en México, a pesar de que la hagamos casi puros diletantes. El ensayo se sigue considerando las fórmulas con que la crítica más ensayística adopta acríticamente discursos y valores estadounidenses y europeos. Después de entregar el texto me pareció que la reflexión estaba incompleta y escribí dos apartados más, que aparecen a continuación gracias a que Primera Página me lo autorizó. Aunque el texto se centra en el ejercicio de la crítica de cine en México asumo que podría ser aplicable para el resto de América Latina.
V
Ahora, lo malo de considerar la tradición intelectual y artística europea como ajena es que no lo es. Tanto la Ilustración como la idea de arte que llevamos inoculada, son posteriores a la creación de América, a la aparición de un mundo que tiene dos polos, uno en cada lado del Atlántico, que llevan 500 años retroalimentándose. Aníbal Quijano, que muy probablemente haya sido el pensador latinoamericano más importante de la segunda mitad del siglo XX, decía que América inventó Europa. Y tenía razón, en tanto que consideraba que junto con el proyecto extractivo que da pie a la acumulación del capital, según una lectura de Quijano que hace Rita Segato, «la novedad americana desplaza la tradición en Europa y funda el espíritu de la modernidad como orientación al futuro».[1]
Eso nos deja en una postura incómoda: como miembros cabales de la cultura occidental y al mismo tiempo como provincianos que voltean a la capital (a los centros de poder en este caso) pensando que sólo allí estarán completos. Tan nuestros son los festivales y sus directores, como el espectáculo de Hollywood y la eztétyka del hambre. Nuestro problema intrínseco es que le damos mayor peso, en automático, como un acto reflejo, a lo que se genera en Europa y en Estados Unidos que a lo que generamos nosotros. Así nos hemos condenado a nosotros mismos a ser ciudadanos de segunda en nuestra propia tierra. Y sobre todo hemos sobremitificado todo lo que viene de los centros de poder simbólico. Ante un problema generalizado en la intelligentsia latinoamericana, ¿qué puede hacer la crítica (de cine) desde su esquina (ínfima)?
Empecemos a esbozar una respuesta.
VI
La lectura que la crítica más reflexiva hace sobre Hollywood, si bien muy a menudo sigue fórmulas anticapitalistas y antiespectáculo, al mismo tiempo suele escapar de ellas para entender las relaciones emotivas que dan sentido a esas películas en su epidermis y para entrar a los huecos inconscientes que se cuelan detrás de la narrativa. Hollywood es un fenómeno global (por su consumo) y provinciano (por su visión del mundo), que entendemos a la perfección y podemos juzgar sin demasiados problemas porque conocemos y, hasta cierto punto, compartimos sus coordenadas (la familia, los valores cristianos y democráticos, etc.).
Con respecto a los festivales nuestra perspectiva es más complicada. La centralidad del autor hace que muchas veces intentemos descifrar qué nos quiere decir el director a qué nos dice una película. Lo que no es desatinado: los directores sí nos quieren decir algo, muy a menudo con ademanes sacerdotales. Aquí es donde los críticos solemos flaquear porque simplemente no concebimos rebelarnos contra la figura del autor, que es una figura autoritaria. Flaqueamos aún peor con respecto a la lógica de festival: no nos hemos rebelado contra el canon que se establece en Cannes, Berlín y Venecia, con el resto del circuito a la zaga. Los más grandes cineastas latinoamericanos son los que le gustan a los europeos. Casi que estamos esperando para ver a qué cineasta nos revelan los programadores. Hemos renunciado a nuestra autonomía crítica al aceptar a ciegas lo que se plantea allá.[2] Lo más autónomos que logramos ser dentro de este ámbito, que también dominamos, está en las ocasiones que abordamos alguna cinta por lo que es, sin importar premios, festivales recorridos ni directores. Esta opción, por suerte, está muy viva.
Nuestro punto ciego absoluto son nuestros cines populares posteriores a las industrias del siglo XX, populares en toda su acepción. Cines que caben mejor en categorías como “poéticas imperfectas” que las películas (de festival) para las que se acuñaron dichas etiquetas: luchadores, terror malhechote, comedias sexuales desagradables, etc. Tengo para mí que, al menos en México, la generación que quiso elevar la Época de Oro al nivel mítico del cine Hollywood –con toda razón– al tiempo que promovió a nuestros autores según la visión Cannes obliteró o forcluyó los cines necesariamente marginales que le hablaban a las grandes audiencias. No creo que ni siquiera se hayan detenido a pensar su prejuicio de una supuesta –y cierta– ínfima calidad, sino que más bien lo utilizaron para descalificarlos sin análisis. Y así es como la crítica quedó atrapada entre Hollywood y Cannes. De ese modo, hemos quedado en la situación de una crítica desenraizada con respecto a sus propios sectores populares, aunque, por supuesto, global.
Una crítica del ejercicio crítico tiene que empezar por casa. Para hacerla me voy a ocupar brevemente de Funeral siniestro (1997), de Jairo Pinilla.[3] Hay algo indudablemente torpe en la película, y esa inhabilidad se refuerza en su lectura del cine de terror estadounidense al pasarlo por un filtro telenovelesco: una huérfana (Isabel) queda sola en su finca con su madrastra malvada (Lucía), quien mató a su marido y ahora quiere matarla a ella para quedarse con todo. Lucía falla y muere accidentalmente. Su funeral es el que le da título a la película.
Y si la película es aparentemente torpe en términos de ritmo y de imagen, hay destellos de una estética muy cuidada (el patio central de la finca iluminado por velas al estilo del expresionismo alemán; una subjetiva de la Lucía iluminando su paso con una vela) y un guion muy preciso, que contempla malas decisiones de parte de varios personajes secundarios y explicaciones racionales (un cuerpo rígido que no puede quedar en la pose esperada en el ataúd y que tampoco puede cerrar los ojos), con cortes provocadores e imágenes de Lucía, amenazante desde la subjetividad de Isabel, insertadas muy velozmente y cada vez en intervalos más cortos. Uno de los toques más brillantes del guion de Pinilla es que sin nunca limitarse a los tres actos típicos del cine de Hollywood, negocia con el género del terror, de modo que los espectadores lo podamos reconocer y entender cómo se colombianiza y al mismo tiempo sigue el modelo. Lo que también nos da el gran placer de anticipar la situación de peligro final, cuando Isabel se queda sola frente al cadáver de su madrastra.
¿Y qué pasa? Todo y nada. Lucía se levanta de entre los muertos y amenaza a Isabel, pero todo es una reacción histérica del miedo de la niña en una noche de tormenta sin luz eléctrica. Es decir, que lo siniestro es lo que está en la cabeza de Isabel. Nosotros lo sabemos y no podemos ayudarla –como en las telenovelas–, y en su reacción desmedida, pero acorde a sus trece años, genera un mal mayor.
Lo que Pinilla nos entregó fue una película sobre el miedo mismo montada sobre el molde genérico adecuado, el cine de terror, y siempre con un aparato crítico racional revelándonos las trampas del guion y del género de modo que nuestro placer venga de pensar la película al mismo tiempo que la sufrimos y reímos. El requisito es que para poder penetrar a estos cines tan nuestros como las casas con varillas descubiertas para agregarles un piso cuando vengan mejores tiempos, nos escapemos de los paradigmas de calidad europeos y estadounidenses.
La gran paradoja de Occidente, visto desde Latinoamérica –estoy seguro de que algo similar sucede en nuestro espejo de Europa del Este y, probablemente también en parte de Sudáfrica y Namibia– está en aceptar las fuerzas centrífugas del triángulo Europa, Norteamérica y Latinoamérica sin borrarnos a nosotros mismos. La tensión debe ser muy fructífera. Ha de abrir nuevas empresas intelectuales. Y nuevas formas de asombro.
Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine, la Universidad Iberoamericana y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Estudia el doctorado en Filosofía, Arte y Pensamiento Social en la Escuela Europea de Postgraduados. Coeditó con César Albarrán Torres el dossier “Latin American Cinema Today: An Unsolved Paradox” de Senses of Cinema 89 (diciembre 2018).
[1] Rita Segato, “Aníbal Quijano y la perspectiva de la colonialidad del poder”, en La crítica de la colonialidad en ocho ensayos y Una antropología por demanda, Prometeo, Buenos Aires, 2013, p. 44.
[2] Hace más o menos un año me crucé con un tweet, me parece que de Mónica Delgado, quien haciendo un balance de las películas latinoamericanas programadas en Berlín planteaba que los cineastas de nuestra región defienden en su cine el proyecto europeo justamente cuando los europeos lo están cuestionando. No logré localizarlo, por eso no está aquí. Como sea, ese tweet me ha hecho pensar que con los críticos pasa lo mismo: defendemos las estéticas y las ideas de creador europeas especialmente porque las películas que más nos emocionan son las que los refuerzan.
[3] Estoy siguiendo los pasos del proyecto crítico, el proyecto intelectual, más radical y autónomo que conozco en América Latina: Cinefagia. Cinefagia se toma con la misma seriedad los tres cines mencionados y además tiene una visión más global que cualquier otro medio en español que yo conozca, ya que se interesa en todo el cine del mundo al que sus editores y colaboradores puedan acceder, muchas veces por azar. Icónica tiene el pendiente de recuperar ese filón de sus primeros días, cuando José Luis Ortega Torres, uno de los cinéfagos y uno de los fundadores de este espacio, era parte fundamental de este proyecto.