Imágenes que forjaron una patria 1: En el principio fue la imagen (del poder)
Por José Felipe Coria | 22 de mayo de 2020
Sección: Historia(s)
Temas: Agentes Lumière en MéxicoCinematógrafoHistoria del cine mexicanoPorfirio Díaz
Porfirio Díaz montando a caballo por el Bosque de Chapultepec (1896).
Tenemos años padeciendo un cine comercial hecho a espaldas del público, con la intención de distraerlo y meterle la mano en el bolsillo. Buscando, con productos desechables, una taquilla rápida. La nauseante abundancia de comedias lo confirma. Es una versión de lo hecho en los 1980, decenio de comedias sexuales lucrativas, menos hipócritas que la ahora variante romántica. Ésta, sin desnudos y con estilo puritano, conservador, se pretende actual con “audaces” diálogos («ponte verga; me lleva la chingada; no la hagas de pedo; ¡ay, no mames!; no sea usted pendejo; ¡huevos, huevos!; ¿estás listo para ir a chingar a tu madre?»).
Hoy los guiones no se escriben: se reescriben importándolos con el pretexto de “ambientarlos” a lo mexicano. La idea consiste en implementar un neoestereotipo posmoderno y supracapitalista –porque su única finalidad es comercial–, una especie de mecano fílmico (con piezas tomadas del pasado, de lo importado y de una vaga noción de a qué público dirigirse). No funciona del todo bien aunque tiene suficiente arrogancia como para fingirse auténtico.
Propone una abolición de la historia del cine mexicano; su definición es nihilista: nada existe antes de él; se crea en el instante. De ahí su uniformidad tan inútil como artificial.
En los 1970, la constante política que ahora abruma al cine nacional, renegar del pasado, fue promovida por el Estado, encabezado por Rodolfo Echeverría, mandamás del cine por obra y gracia de su hermano, el entonces presidente Luis Echeverría. El periodo fue fructífero con la propaganda de que se fundó el Nuevo Cine Nacional (en realidad esto sucedió en 1956, por obra y gracia del licenciado Eduardo Garduño, con Talpa, drama ranchero sin canciones dirigido por Alfredo B. Crevenna). Ésta, la propaganda, dijo que la nueva etapa duraría mil años o hasta el fin del mundo, lo que sucediera primero. Apenas sobrevivió el sexenio. Periodo que bastó para que esa generación se declarara autora de una “novedad”: ella misma, que reemplazaría al viejo, anacrónico, enfermo cine nacional, que más o menos existe desde 1896, cuando se presentó aquí, el cinematógrafo Lumière, ocho meses después de haberlo hecho en París.
Plagiar lo que viene de fuera o repetir el menú de una industria demasiado autocaníbal, no genera novedad. Nomás crea ejemplares, la mayoría de las veces denigrantes, puesto que minan el gusto del consumidor medio cautivo (de golosinas mientras ve la película), que se burla de los filmes nacionales: vistos como botana con que complementa su consumo.
La nueva tendencia fomenta tragarse churros de toda laya, con empaque técnico más o menos aceptable, estandarizado, digno de parámetros internacionales superficiales: una buena cinta tiene vistosa fotografía, efectos visuales para colorear digitalmente ambientes y escenografías, créditos animados y actuaciones exageradas. La comedia es un dizque parámetro de lo real, graciosa no por lo que se dice o hace sino por cómo se sobreactúa. Son los cimientos de un cine decadente, aferrado a un esquema donde abundan las repeticiones.
¿Fue siempre así el cine nacional? El ADN original de nuestra imaginación visual requirió de un héroe. Un héroe auténtico, surgido de la realidad misma. Un icono definitorio. Lo encontró Gabriel Veyre, cuando presentó el cinematógrafo Lumière en el Castillo de Chapultepec, en la imagen de don José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, nacido en Oaxaca el 15 de septiembre de 1830 (asegún la leyenda por eso declaró modestamente la efeméride: para celebrar la Independencia y, por extensión, la Patria).
Muerto en el exilio en París el 2 de julio de 1915, se le agradecieron sus servicios como coronel en la Revolución de Ayutla y en la Guerra de Reforma. General, desde 1861, gracias a sus acciones en el campo de batalla, pasó a ser siete veces presidente de la república entre 1876 y 1911. Esto a posteriori nadie se lo agradeció. Desde 1890 Díaz gobernaba por encima de la Constitución.
Cuando los enviados de la casa Lumière fueron al Castillo de Chapultepec, Díaz impuso la premisa “Orden, paz, estabilidad, progreso”. Aficionado a las novedades francesas, no hicieron antesala los representantes de Lumière, Veyre y Claude Ferdinand von Bernard, hábiles fotógrafos, al menos en lo que respecta al naciente cinematógrafo. Ambos convirtieron a don Porfirio a la religión de las imágenes en movimiento; pasó a ser profeta y, claro, estrella. Nuestra primera movie star.
Su intuición natural para posar con soltura; su discreta afición para los retratos, lo convenció de actuar ante esa novedosa cámara que lo «captura» en movimiento, recorriendo calles de la ciudad de México, presentándose con sus ministros mientras trabajan, o su traslado de Palacio Nacional a su residencia en Chapultepec. Construyó con eso su estrellato de celuloide.
Los títulos sobrevivientes hechos ese mismo 1896 se agrupan bajo un título genérico: El presidente de la República… Sus diversos episodios: …despidiéndose de sus ministros para tomar un carruaje, …recorriendo la Plaza de la Constitución el 16 de septiembre, …paseando a caballo en…, …subiendo a pie…, …entrando en coche a…, …entrando a pie al…, y …con sus ministros el 16 de septiembre en el Castillo de Chapultepec.
A estos cortometrajes de elemental propuesta pero de impacto duradero, se sumaron otros, completando el programa que vuelve a Díaz la naciente estrella de una pantalla en la que el público lo veía en tamaño gigante. Al alcance de la mano, aunque efímera e irrealmente. Pero daba la sensación de tener una talla descomunal. Para profundizar su trascendencia se agregó algo de su entorno: su familia.
Los títulos ratifican su sólido estrellato: Carmen Romero Rubio de Díaz y familiares en carruaje en el Paseo de la Reforma, Comitiva presidencial del 16 de septiembre, Grupo en movimiento del General Díaz y de su familia.
A esto se agregan, como valores de producción de lo nacional, las gustadas “tomavistas” tradicionales Lumière: Canal de la Viga, Norte en Veracruz, Grupo de indios al pie del Árbol de la Noche Triste, Escena en los baños Pane, Jarabe tapatío, Ejercicios a la bayoneta por los alumnos del Colegio Militar de Chapultepec. Cortometrajes que duraban una bobina (one reel) exhibidos en exitosos programas especiales.
El cinematógrafo Lumière, con motivo de las fiestas del 16 de septiembre de 1896, exhibió en la Calle del Espíritu Santo número 4, siete cortometrajes, tres de la serie El presidente de la República, y, de conclusión, un “cuadro cómico”, en funciones continuas que iban de las cinco de la tarde a las diez de la noche. Todo a cambio de 50 centavos: carísimo.
Aunque declinó la novedad, hubo varios acontecimientos. El pionero documentalista Salvador Toscano hizo un primer intento de ficción, Don Juan Tenorio (1898), basándose en el popular drama de José Zorrilla, hecho en sintéticos “cuadros”, que resumen de la obra al alcance del inculto público del cine.
Pero la realidad hizo madurar al incipiente documental. El registro cotidiano visual funcionaba óptimamente cuando dos hechos lo hicieron cambiar. El primero fue la Revolución. En la historia y en el cine el plácido don Porfirio fue reemplazado con otros héroes, jefes y caudillos. Sus paseos a caballo por Chapultepec cedieron al fragor revolucionario, profundamente dinámico. En particular el de quien se apoderó de la pantalla volviéndose el action hero por excelencia de nuestro cine: José Doroteo Arango Arámbula, cuya historia y mito se cuentan bajo su alias: Pancho Villa.
El segundo hecho fue la aparición de la peste roja.
José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como Reforma, Revista de la Universidad, El País y El Financiero.