Leto

Leto

Por | 25 de abril de 2019

La libertad es un asunto complejo. Sugiere mucho al mismo tiempo que su presencia concreta es siempre esquiva. ¿Cuándo podemos decir con certeza que somos libres? Muchos aceptarían la muerte a cambio de la libertad aun sin poder contestar con absoluta certeza dicha pregunta y difícilmente se les podría recriminar irresponsabilidad o romanticismo, pues la libertad se juega en la propia definición de su naturaleza. ¿Si no fuéramos libres de dotar de sentido a la palabra libertad, tendría ésta algún sentido? Las paradojas son fáciles, las frases van y vienen, los dogmas se sustituyen unos por otros y la palabra libertad dice cualquier cosa. La gran disputa ideológica de la Guerra Fría podría pensarse rápidamente como una oposición de axiomas simples: la libertad del individuo opuesta a la libertad del pueblo. La tiranía que socavó la libertad en ambos bloques  (la del Estado en la URSS y la del mercado en EUA) demuestra lo fácil que es comprometer el sentido de la libertad para ajustarlo a los designios del poder. Resulta más difícil decir: alguien fue libre o al menos intentó serlo y padeció las consecuencias. Esta idea delimita los contornos de Leto (2018), donde el director Kirill Serébrennikov retrata a un grupo de jóvenes inspirados por la música popular occidental durante la Unión Soviética de los años ochenta.

La escena inicial resume buena parte de las contradicciones que marcan el espíritu de la película: en un auditorio sobrio, clásico, los espectadores aguardan, vigilados por las autoridades gubernamentales, el comienzo del concierto. Mike Náumenko (Román Bílyk), músico que encarna la actitud del rock, ofrece una presentación desgarbada, ruidosa y enérgica. La joven audiencia atiende el concierto con un entusiasmo completamente contenido, sentados, silenciosos, pues las autoridades les prohíben expresiones de efusividad. En un ambiente tenso y paradójico, aparece un impulso que es a la vez político y personal, abierto y cerrado: la sobriedad del Estado totalitario soviético se conjuga con las pasiones desordenadas de la rebeldía juvenil para dar lugar a una imagen de transición. Entre tantas oposiciones, lo único claro es que una situación así es insostenible. Algo ha de suceder. O bien el espíritu rebelde y juvenil se impone o bien la seriedad ejerce su dominio sin excepciones. Lo más convencional sería desarrollar un escalamiento que culmine en la victoria de una u otra posibilidad, pero Serébrennikov (Rostov del Don, 1969) se desentiende de este tipo de esquemas para ahondar en el espíritu anímico que configuró el ejercicio y la búsqueda de la autenticidad artística, emocional y cultural en el grupo de jóvenes que gravitaban alrededor de Mike y su esposa Natalia (Irina Starschenbaum) en la Unión Soviética verdadera. El estilo del director ruso favorece el espesor en detrimento del progreso. En cierto sentido, la película no avanza. La escena final es un concierto muy semejante al del principio.

No hay resoluciones al conflicto inicial porque éste se revela ilusorio. La relación complicada pero necesaria entre Mike y las autoridades soviéticas se desequilibra con la aparición de Víktor Tsoi (Teo Yoo), un compositor muy talentoso. La complicidad, el contrabando de vinilos y las reuniones clandestinas evidencian que la capacidad de las autoridades es limitada y que, incluso careciendo del mínimo umbral de permiso por parte de ellas, los jóvenes se las arreglarían para satisfacer sus deseos espirituales. El apoyo del gobierno a Mike y a los músicos de su círculo tiene como fin mantener el control y vigilar sus actividades, potencialmente subversivas. A cambio de no incluir en sus letras temas sociales o políticos, Mike, a su vez, dispone de un espacio para acercarse a un público mayor: el intercambio es simbiótico.

Víktor, al contrario de Mike, es mucho más independiente. Le molesta no poder hablar de la miseria real de su generación debido a la censura, pero también cuestiona los criterios musicales de Mike y su compañía, en los que observa un apego constreñido a ciertas pautas estilísticas del rock. Su independencia es inseparable de su talento. La autenticidad guía sus pasos y le provoca no pocos disgustos. Víktor es una figura rebelde, insaciable e individualista; ejemplifica la soledad de la libertad que se basa en la expresión más propia del yo. Mike tiene una visión más colectiva de la música. Se preocupa por llegar a un público, entiende que sin escucha las canciones no tienen presencia, pues la interioridad pura es también la tierra yerma de lo intraducible. En varias ocasiones, canaliza la individualidad de Víktor para que no se pierda su talento: lo convence de grabar un disco a pesar de que la calidad del equipo no lo satisface, insiste en que ceda parcialmente frente a la censura para que aprueben sus presentaciones y lo acompaña en el escenario para introducirlo a un público acostumbrado a un rock más convencional. Gracias a la ayuda de Mike, la música de Víktor adquiere una autenticidad que resuena en sus oyentes.

El concierto final es completamente distinto al del comienzo. Los movimientos afectados y la actitud estilizada de Mike son reemplazadas por la gravedad lírica de Víktor, quien canta una balada casi folklórica (“Dérevo”, “El árbol”, de 1982) que hipnotiza a jóvenes y autoridades por igual. Hay un comunión que se antojaba imposible. Las contradicciones, por supuesto, no han cesado. Las divisiones del espacio se conservan, al igual que la censura. Pero hay una asimilación real de la inspiración occidental en la vida de los asistentes al evento. La música ya no se asume sólo como parte de una actitud contraria a las costumbres rancias del Estado soviético, sino como la fuerza del deseo de un cuerpo colectivo. Hay una unidad frágil alrededor de la belleza que ha creado Víktor. La libertad del artista se ejerce como apertura de un espacio común donde un pueblo se reconoce a pesar de –y gracias a– sus contradicciones.

La libertad del arte, que se abre camino entre los afectos mundanos de la actitud vacía y la vigilancia estéril del poder, es un acto que comprende situaciones más complejas que simples oposiciones. La libertad del arte está en contradicciones irresueltas, claroscuros angustiantes y tantas decepciones como triunfos. El camino hacia ella es desigual, agobiante, confuso. La tristeza incurable de Mike, el egoísmo de Víktor, la insatisfacción de Natalia y el constate entendimiento de que siempre somos menos de lo que queremos –en varias ocasiones la película presenta escenas que no sucedieron pero que alimentan el deseo de lo imposible– son un signo del precio de la libertad, que no aparece en Leto como una condición conquistada o un ideal abstracto, sino como un momento de autenticidad donde la belleza es el eje de una comunión entre las contradicciones políticas, sociales e históricas. La insistente nostalgia hacia una época donde innovar en el arte era más claramente un acto político efectivo recubre los momentos musicales de la película. No es casual que Serébrennikov haya elegido personajes –el Náumenko y el Tsoi históricos– que murieron poco antes de la caída de la Unión Soviética. Su herencia es parte de la transformación de Rusia en el fin del milenio.

El desorden de los afectos, la falta de un rumbo preciso, la acumulación de capas, eventos, números musicales y la insistencia en una nostalgia artificial  hacen de Leto una película desigual, cuyo sentido del ritmo no siempre mantiene una coherencia precisa. Hay largas tramas amorosas que apelan al melodrama gratuito. Hay escenas musicales breves e intensas que pierden singularidad por la similitud de su repetición. Pero estas inconsistencias subrayan el carácter frágil y transitorio del retrato que se hace de la música en una sociedad fracturada y en individuos imperfectos. Sin ofrecer muchas respuestas, Leto alcanza a hacerse preguntas importantes: ¿en qué consiste la libertad del artista?, ¿qué sinsabores conlleva perseguirla?, ¿cuáles son sus consecuencias políticas? En esta parte del mundo, donde el arte parece que no toca los nervios de la política más coercitiva, estas preguntas se antojan poco urgentes, más ideales que reales. Pero en Rusia, donde Serébrennikov estuvo casi dos años bajo arresto domiciliario por cargos de corrupción supuestamente infundados con el propósito de alejarlo de su actividad teatral, que incomodaba a sectores conservadores, estas preguntas son vitales. Quizá habría que insistir en ellas para arriesgar un sentido más incómodo, más libre, más bello y más político del arte.


Abraham Villa Figueroa estudia en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

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