Guerra fría

Guerra fría

Por | 14 de febrero de 2019

“Guerra Fría” es el nombre consensuado por los estudiosos de la historia para aprehender uno de los momentos de máxima tensión del ser humano en su conjunto. Su frialdad se debe a que los participantes en dicha tensión buscaron no confrontarse del todo o que, para evitar un desastre global, trasladaron su confrontación a medios considerados menos beligerantes. Sin embargo, al descentralizar la mirada de los bloques en cuestión, nos percatamos de que las explosiones que amenazaban con destruir todo a su paso realmente no pudieron evitarse, sin duda existieron, por lo que la pretensión estética de no dejar huella perceptible debido a su supuesta frialdad, en otros lados del planeta significó dominio, militarismo, subsunción real y, por lo tanto, muerte. La cicatriz de la Guerra Fría persiste y se muestra como marca de lo estéril o infértil encarnado en la diplomacia, pero caliente en medio de las llamas del napalm, en los campos de concentración y el dominio estratégico padecido para quienes habitaban los territorios en disputa

Así como su huella aún persiste y la exploración del momento histórico no deja de realizarse, Guerra  fría (Zimna wojna, 2018) de Paweł Pawlikowski lo hace teniendo como espejo una mirada singular, más intimista, donde la reconstrucción arqueológica de los lugares del pasado es primordial, pero su aproximación como tal no es la Historia. En efecto, es por esta distancia que su mirada se dirige a un espacio mucho más difícil, más incomprensible y, por lo tanto, menos asible a la razón, espacio aunado a lo sensible tanto corporal como incorporal y que, precisamente, se manifiesta como irreductible no porque no se puedan arriesgar unas palabras o secuencias como esfuerzo de aproximación, sino porque al intentar ser comprendido por un ejercicio racional, en primera instancia se corre el riesgo de utilizar las herramientas propias de un teoricismo burdo e impotente, en segundo lugar porque implicaría aniquilar su cualidad espontánea e inaprehensible, cualidades que lo caracterizan y que, como tales, no pueden ser reducidas a un simple ejercicio de lo cuantitativo. Porque no basta definirlo como un simple deseo profesado por siempre ni a la idealización de un amor eterno –tótems por excelencia de la subsunción corporal– es que lo sucedido en Guerra fría se muestra misterioso, más aún cuando en tanto acontecimiento inmanente el acto amoroso es algo que se vive, que necesita ser vivido, que se vive siempre respecto a una singularidad, a un ser que nos altera por su originalidad, a la necesidad específica de una persona y no sólo como expresión del Amor en cuanto esencia permanente transhistórica. Porque se ama concretamente de muchas formas y a muchas personas, es que la relación de Wiktor y Zula es inaprehensible por completo al mismo tiempo que nos interpela en su modo singular de amar, de vivir su pasión, de sufrir su ausencia mutua así como la entrega fugaz de su deseo desenfrenado.

Pero si bien es cierto que como suceso a Pawlikowski (Varsovia, 1957) no le interesa en sí misma la reconstrucción arqueológica de la Historia, dichas situaciones no serían posibles sin el escenario que ella posibilita y que también se muestra incompetente para los sucesos que no conocen bandos, ni naciones, ni proyectos económicos o políticos. Es así que en el film no es fortuito que cuando se busca al ser amado se termine recluido en un campo de concentración, o que Wiktor (Tomasz Kot) tenga que escapar de Polonia debido a la presión del servicio secreto soviético –mismo que usa como medio a Zula (Joanna Kulig)–, o que el grupo de cantantes y bailarines donde ambos participan culmine haciendo cánticos aduladores al líder político en turno, o que el artista tenga que renunciar a la creación por las transformaciones corporales sufridas a causa de la tortura. Es por estas razones que la reconstrucción histórica resulta imprescindible. Sin embargo, a diferencia de otros films en blanco y negro que apelan a la memoria cayendo en un supuesto hiperrealismo acartonado, inamovible e indulgente, Pawlikowski lo utiliza para dar a sus personajes un carácter escindido, de necesidad e insatisfacción constante, de entrega y deseo permanentes, de espontaneidad siendo sujeta por lo indeseable. Para dicho reflejo el carácter melancólico es imprescindible, pues manifiesta a seres no sólo afectados por la circunstancias políticas en turno, envueltos en un conflicto que quizá no les importa, que no pidieron, sobre el cual tal vez no saben qué pensar: todo esto los consume y lo intentan resarcir a partir de una necesidad irrefrenable de amar.

Para sintetizar ambos escenarios –guerra y amor– la cámara se escabulle o se detiene, nos muestra no sólo los rostros a partir de un plano fijo, del encuentro carnal en la oscuridad que posibilita el deseo consumado o el conjunto de bailarines armónicamente desplazados en el espacio donde lo tradicional renace en medio de una modernización frenética, sino que la composición navega entre lo referenciado y aquello que en este texto he definido como inaprehensible. Es por ello que la vida a ritmo de música tradicional, rock’n roll y jazz nos absorbe con el estilo quizá rural y después bohemio de existir, pero sumergido en la atmósfera que un plano secuencia genera al desplazarse en el ambiente del amor en tanto misterio que sólo se exterioriza un poco, quizá sólo un poco, ya sea en mirada o en el acto inmanente de sentir, de padecer, de necesitar al ser cuya singularidad nos ha desasido de lo cotidiano, de lo siempre igual, de lo imperturbable.

Un amor así corre el riesgo de caer en la audestrucción personal o mutua, de hacer efectiva la implosión que, como seres metafísicos –inmanentemente metafísicos–, emociones como el amor generan en nuestro interior, y el riesgo de fundamentar la idealización absurda de la subsunción corporal entre los amantes a partir del romanticismo simplón y acartonado que sigue en boga en nuestras sociedades. Sin embargo, es interesante que en un intento de escape, Wiktor y Zula tomen un autobús que los lleva a un edificio asolado por el abandono, santificando su deseo eterno para aminorar el anhelo de un espacio inexistente, mismo que el artista mutilado y la bailarina en decadencia se niegan a perder.


Eduardo Zepeda estudia la licenciatura en Filosofía en la UNAM.

Entradas relacionadas