Love, Death & Robots

Love, Death & Robots

Por | 3 de abril de 2019

Los capítulos que conforman Love, Death & Robots (Tim Miller, a partir de 2019), tienen en común algo más que los temas expresados en el propio título (amor, muerte y robots): cada uno de ellos muestra, desde distintas perspectivas y técnicas de animación, desarrollos variados sobre el sombrío panorama de las sociedades posthumanas.

Uno de los más recurrentes y mejor logrados es la relación entre cuerpo, consciencia y tecnología, como se ve en “La ventaja de Sonnie” (“Sonnie’s Edge”), que nos presenta un mundo en donde tienen lugar luchas entre seres monstruosos, que bordean fronteras entre lo material, lo orgánico y lo metálico; monstruos habitados y manipulados, como si fueran una especie de avatares, temporalmente por la consciencia de los jugadores humanos. Este tema también se observa en “Mutantes” (“Shape-Shifters”), capítulo que, si bien retoma una figura clásica del cine de terror, a saber, los hombres lobo, le da un giro tecnocientífico al plantear la posibilidad de que estos monstruos fueran utilizados como máquinas de guerra: el olfato, la visión, la fuerza corporal y, finalmente, las garras y los dientes como afilados cuchillos, hacen de los hombres lobo máquinas orgánicas para asesinar personas.

Otros dos capítulos que en este sentido cabe destacar son “Más allá de la grieta” (“Beyond the Aquila Rift”) y “Piezas únicas” (“Zima Blue”), en donde la reflexión sobre la relación entre cuerpo, consciencia y tecnología adquiere un matiz más metafísico. En el primero, ubicado en un mundo en donde los viajes interplanetarios e intergalácticos son algo cotidiano, se nos presenta la historia de una tripulación que habría quedado atrapada en un rincón del universo, literalmente a años luz de su lugar de origen, y en donde habita una extraña forma de inteligencia alienígena. En este escenario se desarrollan dos viejos temas, comunes al budismo y el brahmanismo: la relatividad del tiempo experimentado por las distintas formas y desarrollos de conciencia, y el mundo y sus fenómenos como un teatro de representaciones tan faltas de sustancia como los sueños mismos. Es como si en este submundo del universo el protagonista finalmente hubiera encontrado a la encarnación extraterrestre de Maya, la tejedora y la creadora de los mundos como imágenes ilusorias de los humanos, sus propios y pequeños purgatorios o infiernos en los que se encuentran lo mismo atrapados –probablemente por toda la eternidad– que cubiertos por esa malla, ese dulce velo que los protege de lo terrible real.

“Piezas únicas” también plantea el problema de la consciencia, pero desde la perspectiva de la inteligencia artificial y de la búsqueda espiritual mediante el arte. En este caso, y con claros ecos a la obra de Kazimir Malévich, se plantea una suerte de analogía entre el despojamiento de las formas en el ámbito representacional artístico y el despojamiento de todo aquello que es innecesario a la consciencia para encontrar la paz y ser felices. Lo interesante es que en este abordaje, la búsqueda de lo espiritual en el arte, como dijera Vasili Kandinski, involucra literalmente al cosmos, así como la tecnología y el performance: el universo deviene un enorme lienzo donde proyectar el azul zima, y el cuerpo, esa materia ya sin huellas orgánicas que alberga algo superior a las formas: la conciencia. En el último performance del artista, con el cuerpo ensamblado y trabajado como eje de la actuación, muestra el paralelismo entre arte y búsqueda espiritual: vaciar de profundidad y volumen las formas hasta alcanzar un solo movimiento, permanente y perfecto, y una forma mínima, para que lo que aún resta del cuerpo y la conciencia se encuentre por fin frente al origen de todo el recorrido: el azul zima.

Otra de las razones que hacen de esta serie un fenómeno interesante de analizar es que en ella se presenta un amplio fresco de los estilos de animación más sobresalientes que existen en la actualidad. Como muestrario de las posibilidades de la animación, los capítulos son desarrollados por distintas compañías, como Blur Studio (fundada por el propio Tim Miller), Blow Studio y Sony Pictures Imageworks (que recientemente se llevó el Oscar a mejor animación por Spider-Man: Un nuevo universo). Sin duda, los más sobresalientes visualmente son aquellos que se asemejan más al nivel de transparencia e iconicidad, por llamarlo de alguna manera, que logran algunos videojuegos, cuya prueba de fuego con la verosimilitud sigue siendo, como se nos mostró en la resurrección de Tarkin y Lea en Rogue One: Una historia de Star Wars (Lucasfilm, 2016), los movimientos oculares y la expresividad del rostro humano.

Y este último punto nos lleva preguntarnos sobre el sentido de lo posthumano en los relatos de ciencia ficción elaborados a partir, precisamente, de tecnología (en este caso, las distintas formas de animación) que en buena medida hace prescindible la utilización de actores para el desarrollo de las narrativas y los mundos que se proyectan. La serie parece sugerir que la presencia de los humanos muy bien podría pasar a ser algo más que utilería al interior de estas narraciones, como se muestra en la única y modesta participación que tienen los únicos dos seres humanos que aparecen en sólo uno de los 18 capítulos, “La era de hielo” (“Ice Age”) –precisamente ese que inevitablemente nos recuerda el legendario capítulo de Los Simpson, en el que Lisa crea vida a partir de una muela podrida y una Coca-Cola, y que posteriormente es parodiado y llevado a extremos insospechados en South Park–: humildes e inocuos testigos de unos eventos que tienen lugar dentro de su congelador (su pantalla de televisión), cuya presencia en general –a diferencia de lo que ocurre con Lisa Simpson– es indiferente al desarrollo de los eventos que tienen lugar frente a sus narices y ante los cuales sólo resta mirar con una extraña mezcla de extrañeza y asombro.


Andrés Téllez Parra es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.