El saqueo de Roma

El saqueo de Roma

Por | 27 de marzo de 2019

El 6 de mayo de 1527, un motín de mercenarios, al servicio del Sacro Imperio Romano Germánico, saqueó Roma. Por no haber recibido su botín de guerra. Las consecuencias del cuantioso despojo artístico y económico marcó el fin del llamado Renacimiento romano: se perdió el legado cultural al cuidado del papado (todo el conocimiento humano hasta entonces acumulado en la sede de San Pedro).

El 24 de febrero de 2019, en vísperas a la entrega de los premios de la Academia hollywoodense, las expectativas sobre un arrasador triunfo de Roma (Alfonso Cuarón, 2018), tenía a gente de todos los ámbitos haciendo felices momios. Al mismo tiempo, empezaba el saqueo de la plusvalía cultural representada por la película. Varios puntos, de tan chovinista acto, son dignos de considerarse. El principal, la exageración de opiniones laudatorias que parecían no tanto comprender o profundizar sobre la esencia de la película sino exaltar el vil esnobismo, empezando con el argumento de que si ganó en Venecia, el festival más viejo del mundo, ganaría en cualquier lado lo que fuera. Con esa ligereza se declaró que ganaría todos los Óscares (al final 3 de 10), lo que confirmaría, por ensalmo, la espléndida salud del Neo-Novedoso-Novísimo-Nuevo Cine Mexicano. ¡No mamen!

Los Óscares recibidos dejaron en claro que fueron el merecido reconocimiento al logro individual, mas no a una cinematografía nacional. Lo que también quedó en duda: ¿qué tan nacional era la película ostentando los logos de Netflix y Participant Media? Roma, en estricto sentido, no es una película mexicana, sino una coproducción estadounidense que, al decir de fuentes en la industria de los Estados Unidos, costó por encima de los diez millones de dólares, o sea, 200 millones de pesos, presupuesto mínimo para los estándares de ahí pero desproporcionados para los nacionales, aún de medianía artesanal y ahogados en un mar de mediocridad fifí y camajana con sus babosas comedias, algunas propias, otras calcadas de versiones hechas en otras latitudes.

El quid del asunto está en detalles más profundos, reveladores de la estrategia seguida por la poderosa Netflix, que quiere cambiar las reglas en la industria toda. Para eso hizo una costosísima campaña de cabildeo, invirtiendo, según fuentes internas de la compañía, entre 25 a 40 millones de dólares –¡500/800 del águila!, un dispendio inadmisible y criminal para México; eso sí, la empresa nunca declaró oficialmente costos de inversión ni taquilla ni porcentaje de participación en streaming–, en cosas inútiles, como una expo de vestuario presentada en museos (vaya faceta de esnobismo cultural), buscando declarar “clásico contemporáneo” a la película, u objeto digno de “curaduría” y por ello de adoración. A esto se sumó un costosísimo libro de mesa con fotos impresas a todo lujo y una campaña sorpresa de promoción y distribución. En los mentideros hollywoodenses se preguntaban a qué tanta alharaca con tal mercadotecnia cuyo fin no era llevar gente al cine, sino mostrar músculo para presionar a la Academia con la especie de que el contenido es más importante que la plataforma de distribución; que el público ve lo que sea donde sea, sin importar si la película fue concebida en formato de 65 mm, o lo que es lo mismo: para cines.

La estrategia de la campaña estuvo enfocada en vender suscripciones para el sitio de streaming, lo que al parecer no gustó, ni a aquellos actores segundones que han buscado la chuleta en ese mismo sitio. En el proceso quedaron claro dos cosas: se utilizó Roma de ariete para violentar cómo se juega en Hollywood; y la empresa fue juez y parte: no sólo productora sino crítica, por supuesto autocomplaciente, y elevó a los altares a Roma en medio de densa nube de santificante incienso.

Después de los Óscares hubo reacciones, principalmente en Estados Unidos, en contra de la estrategia con la que se comercializó Roma. Se dijo que perdió Mejor Película –lo que habría significado el mundo para Netflix como productora-  buscando castigar la abusiva práctica promocional de empresa al parecer nada escrupulosa. En su intento por subvertir a chaleco las reglas de la Academia, ahora en discusión y con un grupo fuerte de veteranos presionando para que las nominadas tengan sólo ventana de exhibición en salas, algo hoy un tanto laxo, y que permitió colar no tanto a Roma sino a Netflix, está en los planes de ésta, a corto plazo, usar The Irishman (Martin Scorsese, 2019) como caballo de Troya. Pero quién sabe qué pase este otoño: el tráiler de este film dice “en cines” y no “en cines selectos”, como en la cinta del mexicano. Por lo pronto, Cannes de nuevo rechazó la presión de Netflix. La cosa se va a poner caliente, sin duda. El tema da para más. Porque esto sólo fue la punta de lanza, el principio del saqueo de Roma.

Ciertos datos utilizados en este texto fueron publicados en The Hollywood Reporter el 27 de febrero de 2019.


José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.