Los senderos de la furia: El cine de Sei

Los senderos de la furia: El cine de Seijun Suzuki

Por | 20 de marzo de 2019

Story of a Prostitute (Shunpu den, 1965)

Cuando se repite varias veces una palabra, llega el momento en que es disociada de su significado habitual y resuena como ruido. Asombra entonces la extrañeza oculta bajo la vinculación inmediata entre el significado y el material con el cual se expresa. La repetición es una herramienta para abrir un instante donde los significados usuales se descartan en favor de la experiencia producida por la materia pura. Incapacitados para recurrir a los códigos comunes que ordenan la materia dada, impera el sinsentido. ¿Qué decimos cuando hablamos ruido sino ruido? Resolver esta situación deteniendo la repetición y refugiándose en el regreso al lenguaje habitual deja un mal sabor de boca porque se ha hecho evidente que la materia pura abre una sensación del absurdo que las formas cotidianas no pueden comunicar. La repetición es ambivalente: subsume lo nuevo bajo viejas categorías o abre la oportunidad de que se muestre la singularidad inaprehensible del absurdo.

El principal problema al que se enfrentó Seijun Suzuki (Tokio, 1923), como realizador, fue la repetición. Después de fracasar en su intento de enriquecerse estudiando economía en la Universidad de Tokio, el joven Suzuki se incorporó a la industria cinematográfica casi por accidente. Tras varios años como asistente de dirección, fue contratado como director por Nikkatsu Corporation, una de las grandes productoras japonesas de la posguerra.[1] El sistema productivo de Nikkatsu era una máquina de eficiencia: sus películas de género se realizaban en poco menos de un mes.[2]

Suzuki se formó bajo este sistema, que lo obligaba a laborar a un ritmo veloz: en la década que trabajó para Nikkatsu dirigió más de cuarenta películas. Su ambición, aunque modesta en sus aspiraciones estéticas –pues su motivación principal era vender bien sus películas–, fue inteligente. Para que el espectador no se aburriera cuando se le presentara la misma historia por enésima vez, había que romper la repetición. Puesto que las condiciones laborales de Nikkatsu lo obligaban a seguir de cerca ciertos estándares, el único camino que quedaba para romper la repetición era abrazarla, insistir en tramas, psicologías y situaciones genéricas para que la forma se desprendiera del contenido y se pudiera jugar con ella.

Dejar toda la carga de originalidad a la forma pura podría sugerir una estilización efectista que intenta esconder lo trivial de su contenido bajo el asombro fácil. Esto no sucede con Suzuki porque enfatiza la forma, generando un distanciamiento del contenido que, a su vez, resuena en la materia del filme. La manera concreta en que esto se expresa es mediante la disrupción de la continuidad para favorecer el ritmo de la composición. Cada cuadro de sus películas tiene una composición rigurosa que establece su propia armonía visual. Para potenciar el efecto de la composición, Suzuki varía el esquema de las composiciones en cada cuadro, muchas veces hasta el grado en que se vuelve difícil favorecer la continuidad del espacio, tiempo, tono o acción. El resultado es que hay dos vectores claramente diferenciados: el ritmo de la imagen y el fondo de la trama. El montaje acentúa esta dicotomía mediante una adscripción doble que a veces sigue la lógica narrativa y a veces la lógica de la imagen, sin decantarse definitivamente por una.

Mientras que la lógica de la imagen puede recurrir al ritmo visual dado directamente para justificarse, la narración se fragmenta, se vuelve oscura, irreal. Además, la puesta en escena privilegia la unidad del movimiento en cada cuadro y a veces se vale de una plasticidad gráfica inusitada para acentuar la expresividad de las acciones. Debido a estos motivos, la trama, cuyo planteamiento es simple y convencional, se enrarece, se pierde, da vueltas, regresa sobre sus pasos o se despliega hacia lugares insospechados. Nunca se aparta de las situaciones adecuadas a su género, pero esta adecuación se vuelve trivial: lo que importa es que el filme no la asume como el centro inmóvil y necesario hacia donde conducen las fuerzas que se han dejado en libertad.

La adecuación al género cinematográfico es sólo el punto de partida que permite atestiguar el despliegue orgánico de todos los elementos y motivos que ahí aparecen codificados. Suzuki recurre a ellos sólo para romper el lazo con las ideas preconcebidas y para que, en la distancia que se abre entre esta idea y la puesta en juego de sus elementos, acontezca el despliegue natural, indomable y espontáneo de la materia pura presupuesta por el género. Su estilo manifiesta así una actitud rebelde, contestataria e irónica. Pero hay algo más que se sugiere en este horizonte, algo que se esconde detrás de la burla de quien escapa a los moldes impuestos: la furia. Hay un enojo sin nombre, incapaz de materializarse en un escenario que se revuelve constantemente contra la adscripción de significados. Su única manera de presentarse es mediante la máscara. Su inestabilidad la condena a una sucesión de rostros. Al final invariablemente se extingue. Pero en el camino ha dejado pistas que conducen hacia un conglomerado de hechos evasivos y confusos cuya sola presencia increpa.

Hay que apuntar que el Suzuki que se describe de esta manera es la imagen evocada por el puñado de sus mejores películas. El camino que lo llevó a ellas es demasiado profuso, y no cabe dentro de los límites de este ensayo recorrerlo. En cambio, las migajas que ha dejado por un sendero de risa y violencia sugieren otro itinerario. ¿A dónde conduce? Su dirección se esclarece si atendemos sus pasos autorales y al salto que representó asumir plenamente una visión propia.

El fantasma de la Segunda Guerra Mundial es el hervidero de donde Suzuki obtiene ejemplos de la perversión, miseria e infelicidad que un poder político totalitario y militarista produce en la vida individual. En Fighting Elegy (Kenka erejī, 1966), Kiroku (Hideki Takahashi) es un joven estudiante que se mete en problemas debido a su incontrolable deseo sexual, que no encuentra un cauce adecuado debido a los constreñimientos morales de su familia católica y a la presión social. Se integra a una pandilla y encuentra en las peleas callejeras una sublimación para su energía contenida. El tono del filme es cómico y desenfadado, excepto en la última escena. Ahí, Kiroku se une a las tropas japonesas que en 1937 emprendieron la conquista de China. Mientras la chica que estaba enamorada de él llora desconsolada por su partida, los soldados se enfilan hacia una guerra despiadada que causará incontables muertes. Lo que era un juego se convierte en la antesala de una pesadilla. La sociedad ha convertido la natural inquietud vital de sus jóvenes en un arma casi genocida.

Fighting Elegy (Kenka erejī, 1966)

La resistencia a los valores colectivos es inútil, pues conduce directo a la muerte, como lo demuestran los amantes desdichados de Story of a Prostitute (Shunpu den, 1965). Arrojada a las estepas de Manchuria, Harumi (Yumiko Nogawa) ejerce el trabajo sexual en un campamento japonés. Enamorada de un joven soldado, su relación termina cuando el joven cae en batalla y es capturado por el ejército enemigo. Harumi logra llevarlo de vuelta a la base nipona pero sus superiores creen que es un traidor por no haber preferido el suicidio antes que la captura. Avergonzado y rechazado por sus pares, el joven hace estallar una granada junto a su pecho. Harumi, arrebatada por la desesperación, lo acompaña. Los tonos melodramáticos del romance y el entorno realista de la guerra se oponen con sutileza. La necedad con que los amantes se aferran a lo único que tiene sentido para ellos es un grito encarnecido que pregunta por la salvación. El silencio de la muerte es la única respuesta que obtienen. No hay piedad para las almas que intentan remontar los designios de su situación, por más absurdos o brutales que sean.

En esta Story of a Prostitute, al igual que en el final de Fighting Elegy, el distanciamiento entre la forma y el contenido puesto por el estilo de Suzuki adquiere un tono severo. La brecha entre los hechos y la mirada del autor no se asume como rebeldía, sino como una cualidad necesaria para acceder a la dimensión propia de lo retratado. La muerte de los amantes es un sinsentido fustigado por pasiones absurdas. La incorporación de Kiroku al ejército es súbita y la gravedad que adquiere el tono del hecho es sorpresiva. Si escarbamos demasiado en los mecanismos que provocan este tipo de tragedias no vamos a llegar muy lejos. Las pasiones individuales en una época desquiciada son tan insensatas como el furor colectivo. Un tratamiento cercano a los hechos representados falsearía esto, pues implicaría despojar a los individuos del sinsentido que constituye su pertenencia a una época absurda.

Hay ahora un impasse. Parece que se han agotado las posibilidades. En su intento de innovar dentro de los esquemas del cine de género, Suzuki encontró el tono y los temas justos para que su estilo desafiante se asentara junto a la gravedad de los hechos. Pero falta algo. Lo más importante. Vimos cómo el deseo autosuficiente despega desde la individualidad, se debate contra sí mismo y termina por encarar las fuerzas sociales sólo para ser aniquilado o pervertido por ellas. Hasta este momento, el deseo es una fuerza trágica que Suzuki observa desde un estilo cuyo impulso es subordinado. El desapego a formas narrativas más convencionales se justifica en el desorden nihilista de la realidad. La inventiva visual se somete así a los temas narrativos. Pero hay otra posibilidad. La exacta conjunción de una visión desencantada de la realidad social y de una desconfianza en los códigos narrativos habituales permite, sí, presentar la gravedad de lo real en una dimensión más auténticamente absurda, pero también, abre la actividad evasiva, ruidosa e irrepetible del material indomado de las tramas, imágenes y situaciones. Se presenta entonces el aspecto creador del absurdo.

Suzuki, quizá sin proponérselo, dejó en libertad la singularidad positiva que aparece cuando lo dado se pone en vilo y se descubre el río subterráneo del caos, en donde a cada instante las reglas se reinventan y se vuelven a crear. Aparece una energía visual anárquica, escéptica y autorreferencial, que se combina con una desarticulación temática de motivos comunes para dar lugar a una actividad pura, indignada, insatisfecha, contradictoria, casi ludópata: apuesta con demasiada confianza al azar para salir ganando siempre. Hay, sin embargo, un precio a pagar: la soledad, la incomunicación, el sinsentido.

Las dos obras cumbres de Suzuki llevan hasta sus últimas consecuencias la liberación de esta realidad sometida por convenciones arbitrarias. En Tokyo Drifter (Tōkyō nagaremono, 1966), Tetsu (Tetsuya Watari) es un pistolero retirado. Su jefe, un antiguo yakuza, decide abandonar el crimen y pedir un préstamo para entrar a negocios legales. Un antiguo enemigo lo obliga a volver al mundo del hampa. Tetsu, para beneficiar a su jefe, compromete su vida y enaltece su lealtad. Estalla la luz, los colores se expanden en escenarios minimalistas. Tetsu es perseguido y traicionado. Al final se impone pero sin bando. Resignado a la soledad, erra. Hay personajes que aparecen y desaparecen, peleas que estallan en la periferia y se apoderan de la trama. Buena parte de lo que sucede es gratuito. Entre todo el caos y la belleza, la unidad que reúne lo que el estilo dispersa es la resignada aceptación de la soledad. El personaje de Testu instancia la realidad última de la actividad singular que no se deja dominar por nada: el nomadismo, la no pertenencia, la resignación a no ser parte del mundo fijo. Hay un residuo melancólico. La otra máscara de la furia es su inverso: el lamento. La furia es un sacudimiento tan intransmisible como la pena de saberse solo. Las modulaciones no se agotan. Suzuki se reinventa y es, a su vez, el mismo.

Tokyo Drifter (Tōkyō nagaremono, 1966)

Branded to Kill (Koroshi no rakuin, 1967) es el desenlace de un camino que inicia con una intuición sobre la repetición. Si acabamos aquí no es sólo porque esta película tuvo como consecuencia el final de la carrera de este Suzuki –volvería, pero ya era otro–. Tildada de incomprensible, Nikkatsu lo despidió por ella y la industria cinematográfica japonesa lo convirtió en un paria después de que demandara a la productora por despido injustificado y triunfara. En cierto sentido, este criterio histórico es tan arbitrario como señalar la culminación del perfeccionamiento en el estilo a través de sus filmes. Algo de eso hay, sin duda, pues la práctica hace al maestro. Pero al ver las cosas de esta manera se pierde lo esencial: Branded to Kill es antes que nada un gesto. Su despliegue se arrebata a las normas como ninguna de sus otras películas lo hizo y ello sólo pudo desembocar en la completa incomprensión por parte de aquellos que le exigían apego a los esquemas convencionales. La posibilidad del despegue completo ya se contenía en el estilo que ejecuta en la mayor parte de los filmes aquí mencionados. Todo estaba listo, en cualquier momento pudo aparecer Branded to Kill. Pero su completa realización exigía el momento preciso, único.

Sólo señalando esto se puede atender la completa singularidad que representa esta película: es una consecuencia de la carrera de Suzuki pero también un supuesto necesario. Tarde o temprano aparecería. ¿Por qué? Porque todo está ahí: el deseo individual, la lucha ante uno mismo, la disputa contra los otros, el absurdo, la soledad, la burla y la gravedad, la ira y la tristeza. Y ya no son máscaras de lo mismo, ya no impera la actividad de la materia desdoblando los senderos de su furia sin nombre. No acontece el despliegue sino la reunión. ¿De qué? De nada, de lo mismo. Hay un asesino, Goro Hanada (Joe Shishido), quien se desboca en una espiral de escenarios propios de su oficio: tiroteos, persecuciones, escoltas, asesinatos, sexo, ambición, violencia, traición. El azar actúa con la determinación del destino: cuando Goro, dispuesto a asesinar a un policía extranjero por encargo de un grupo de traficantes de diamantes, está a punto de disparar, una mariposa se posa en su rifle y ofusca su puntería. Falla y se desata el infierno. Luego todo cambia, se olvidan las rencillas pasadas y sobreviene una disputa de habilidad y perseverancia. La imaginería es hermética: el erotismo son estorninos muertos, la obsesión es lluvia y el suspenso, mariposas disecadas. Hay miradas que hunden la culpa hasta el fondo de la desesperación, hay sombras que engullen el cuerpo de los amantes con sorna y desafío. Hay cortes súbitos, disrupción continua y variaciones sin principio ni fin.

El largo camino que cuestiona la agencia de los motivos individuales que encumbran los personajes, retrata con desencanto las pasiones colectivas, reconoce el nihilismo y el sinsentido de la historia, se alimenta de la libertad de la forma cinematográfica. Suzuki entendió que, para convertir la imagen en movimiento en una potencia capaz de cuestionar los valores establecidos de su época y de su sociedad, había que invertir los papeles. No subordinando el estilo a la voluntad de los personajes, ni rindiéndose a la articulación simple de afectos compartidos. Había que crear tramas, deseos y conflictos a partir de la potencia positiva de la imagen en movimiento. Pues no basta con desmontar las estructuras consideradas naturales para dar cuenta de esta potencia de la imagen. Debe mostrarse su efectividad positiva. Sólo entonces se priva la potencia creadora de subordinarse a un horizonte despiadado, donde los individuos se rinden a fuerzas sin sentido que los convierten en marionetas despersonalizadas del juego sádico de un cosmos furioso. Story of a Prostitute desembocó en este abismo paralizante, al que condujo el distanciamiento estilístico que Suzuki cultivó en su obra previa.

Branded to Kill (Koroshi no rakuin, 1967)

Para evitar una visión exclusivamente nihilista de la creatividad de la forma, Branded to Kill exprimió los presupuestos bajo los que había trabajado el director japonés. Al encarnar una voluntad de libertad casi anárquica, esta película aspira a la creación más activa, menos comprometida con la especulación formal que con la producción a través de la forma misma. A pesar de que sus temas carecen de originalidad, la energía visual empuja la trama, multiplica los motivos, sostiene la tensión y siempre produce una nueva escena, convencional, y al mismo tiempo imprevisible. Esta paradoja constituye a la perfección el impulso primario de todo el cine de Suzuki.

Más que una manifestación de la energía irredenta de la materia, Branded to Kill es la materia misma que se expresa en su forma más contradictoria mediante la doble naturaleza de la repetición. Todo es una reiteración de figuras propias del cine de género. Y al mismo tiempo es la encarnación de un gesto de libertad y singularidad. Aunque al final el agotamiento se consuma y el impulso se extingue, la película acaba, el gesto tiene completud.

Hay algo que se escapa siempre. Y para perseguirlo no basta sólo con aventurar una renovación formal, pues es de vital importancia que el estallido se propague desde dentro de aquello que se tiene dado. Sólo así el cuestionamiento encarna en actitud vital. Suzuki asume el abismo del sinsentido y recorre sus vaivenes. Al efectuar su mirada, ¿qué mira? Quizá todo, quizá nada. Al fin y al cabo, la repetición que causa extrañamiento bien puede ser sólo un pequeño juego, una curiosidad. Suzuki sonríe. Y no dice nada.


Abraham Villa Figueroa estudia en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.


[1] Cfr. Chris Desjardins, Outlaw Masters of Japanese Film, I. B Tauris, Londres, 2005, pp. 144.
[2] Cfr. Seijun Suzuki, entrevista en el DVD de Tokyo Drifter,  The Criterion Collection, Nueva York, min. 4:28.