¡A ordenar con Marie Kondo!

¡A ordenar con Marie Kondo!

Por | 14 de marzo de 2019

Querían gozar de la vida, pero, en torno a ellos,
el goce se confundía con la propiedad.
Georges Perec, Las cosas

 

Hay un extraño goce en mirar el programa ¡A ordernar con Marie Kondo! (Tidying Up with Marie Kondo, Netflix, 2019) que trasciende el morbo, tan común a estos programas, de fisgonear en vidas ajenas, en espacios privados: recámaras, cocinas, alacenas. Y tal vez tenga que ver con la mostración de lo obsceno, lo que no debería ser mostrado, lo que para muchos podría resultar hasta ofensivo en esta época de hiperconsumismo consumado: el despilfarre, el exceso. Acompañados de esta menuda japonesa –cuya fisonomía misma parecería representar sus propios “principios de economía”, de ahorro, frente a esos cuerpos sebosos, desbordantes, cuyos poros, casi podemos olerlos, supuran toneladas de Big Macs y Diet Cokes– entramos en el oscuro reino privado donde se desata cotidianamente una lucha sin cuartel: entre las personas y los objetos. Y es que este programa parecería ser una serie de extraños desarrollos del célebre cuento de Cortázar, “Casa tomada”, con la diferencia de que en esta ocasión el enemigo invisible y ominoso que acecha a la pareja del cuento muestra con toda contundencia sus múltiples y seductores rostros: cientos, acaso miles de objetos, que a lo largo del tiempo y de manera silenciosa, casi desapercibida, se han ido apropiando, lentamente, de cada rincón y cada esquina de las espléndidas casas de la clase media norteamericana, como una plaga que tarde o temprano terminará por expulsar a sus habitantes y romper, de esta manera, la sempiterna promesa de las mercancías: «Yo estaré contigo hasta el final de tus días, o hasta que encuentres un mejor sustituto con el cual reemplazar la noble tarea que se me ha encomendado: hacerte feliz mediante mi uso». Pero los votos matrimoniales ya han sido rotos hace mucho tiempo, y los polígamos propietarios contraen nupcias compulsivamente con cientos de mercancías que ya ni siquiera usan, que ya ni siquiera saben que existen, y que abandonan y acumulan en el domicilio conyugal.

Desde hace ya varias décadas, como había mostrado Perec en su inolvidable novela, los objetos han dejado de ser meras partes del decorado o útiles que acompañan nuestras vidas, para devenir, entre otras cosas, una parte intrínseca de aquello que define y media nuestras relaciones con los demás, así como con nosotros mismos (al fondo se escucha muy suavecito un réquiem compuesto por un obrero anónimo a partir del himno de La Internacional Socialista que pronto es dominado por unos acordes sintéticos inspirados en las carcajadas de Baudrillard –que asombrosamente recuerdan a “Material Girl” de Madonna).

En este contexto, el personaje de Marie Kondo está más cerca de César Millán que de Niecy Nash: no una decoradora de espacios, que renueva las casas, que limpia el cochinero –sí, lector: de cochino– de quienes habitan esos majestuosos muladares –no, lector, no de mula, sino de muradal: esos muros inmediatos a las murallas donde antaño se tiraba la basura–, sino una guía espiritual, pedagoga, curadora de almas que se duelen de tanto consumir; se ubica en esa estirpe de sabios que, como el de Culiacán con el pretexto de educar a perritos, en realidad educan a inmundos seres humanos. Baste si no ver cómo la sola presencia de Marie Kondo en esas zonas de guerra inmediatamente da paz a quienes están cerca de ella –como el papa a millones mexicanos–. Aunque para nosotros espectadores morbosos, como querría Christian Metz, desempeña esa función de identificación secundaria intradiegética, y así es como sirve de mediadora (representante) de nuestra propia mirada: el asombro (¿asco?) reprimido con que la Kondo se (nos) sumerge, permítaseme este símil, en la mierda ajena, en su inconmensurable desmadre. Uno de los momentos más sublimes de la serie definitivamente es cuando a la Kondo se la presenta ante esos parásitos colonizadores que carcomen incansablemente el hogar, y quienes han deteriorado las propias relaciones de sus habitantes: una cámara subjetiva se monta detrás de la guía (como en un relato de terror) y (también como en una peli de terror) la mostración del espanto, del monstruo, es precedida por el rostro de la dulce japonesa que abre, tan desmesuradamente como le es posible, sus achatados ojos y su fina boca para conformar una “o” singular, más elíptica que circular, que, con harta delicadeza, cubre de inmediato con su mano. Acto seguido la cámara muestra la popó. Y como en el caso de Millán educando a sus perritos, le dice a los autores de semejante infamia: «¡Mira, huélela: eso no se hace!» y luego les pega con el periódico (bueno, en este caso, con su mirada discretamente desaprobadora).

La Kondo es pues, amable público lector, la primera psicoterapeuta del hogar, que secundariamente, como en el caso de Millán, cura a las personas. Porque, no se equivoquen, a quien le pide permiso para hacer sus intervenciones es a la casa, no a sus habitantes (otro de los momentos sublimes: sentada en seiza, obliga a estos también a hincarse y pedirle perdón a la casa por sus agresiones, por sus porquerías). Quizás exagero. La Kondo sí cura a las personas, a su alma. De hecho, es la mejor acompañante de los momentos de transición humana (lo que la convierte en una gran psicóloga): cuando una pareja ya tuvo a su pareja de hijos pero de pronto descubre que ya no tiene nada que decirse; cuando una mujer ha perdido a su marido y debe retomar su vida soltera; cuando una pareja homosexual quiere dejar atrás la pubertad (el oscuro clóset) y entrar en el dominio de las responsabilidades y los rituales heteropatriarcales; cuando una pareja inexperta está por comenzar a vivir su parentalidad, etc. La imbricación de nuestra vida, nuestra subjetividad, con los objetos es tal que, como nos muestra la Kondo, para curar el alma es indispensable trabajar en primer lugar con los objetos, curar la casa en que vivimos.

Pero de todas las lecciones que esta invaluable serie nos deja, la más importante es que nos muestra que en las sociedades contemporáneas el máximo placer ya no se encuentra en caer en la seducción (el consumo) de las mercancías que se ofrecen en los cristalinos escaparates del centro comercial (como quería Baudrillard, a la saga del bienamado Perec), en comprar, comprar y comprar compulsivamente, atiborrar tu espacio vital de mercancías desconocidas, insospechadas, sino en, a partir de un ejercicio masoquista inédito en la historia de la humanidad, tener que elegir qué objetos tirar a la basura, qué partes de tu cuerpo te debes de arrancar para seguir viviendo.

En esta época de obsolescencia programada, la Kondo nos enseña que las verdaderas chispas de la felicidad ya no las ofrece el consumo, sino la acumulación incontrolada cuyo único propósito es darte el lujo de elegir qué destruir, desechar después (Schumpeter bosteza sentado en el cuarto oscuro).


Andrés Téllez Parra es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.